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Traducción de Diana S. Rabinovich
En el Instituto Francés de Nápoles,
El 14 de diciembre de 1967
¿Qué es el inconsciente? La cosa todavía no ha sido comprendida.
Habiendo sido el esfuerzo de los psicoanalistas, durante décadas, tranquilizar acerca de este descubrimiento, el más revolucionario que haya existido para el pensamiento, y considerar su experiencia como su privilegio -es cierto que lo adquirido seguía siendo de apreciación privada-, las cosas llegaron al punto en que sufrieron la recaída que les provocó este esfuerzo mismo, por estar motivado en el inconsciente: al haber querido tranquilizarse ellos mismos acerca de él, lograron olvidar el descubrimiento.
Les fue mucho más fácil en la medida en que el inconsciente nunca desorienta mejor que al ser cogido in fraganti, pero sobre todo omitieron darse cuenta de lo que Freud empero había denotado sobre él: que su estructura no dependía de ninguna representación, siendo más bien su costumbre tan sólo tenerla en cuenta para con ella enmascararse (Rücksicht auf Darstellbarkeit).
La política que supone toda provocación en un mercado sólo puede ser falsificación: se la proporcionaba entonces inocentemente, en ausencia del socorro de las «ciencias humanas». De este modo no se sabía que querer volver tranquilizante el Unheimlich era hacer una, siendo el inconsciente, por su naturaleza, muy poco tranquilizador.
Admitida la cosa, todo viene bien para servir de modelo que dé cuenta del inconsciente: el pattern del comportamiento, la tendencia instintiva, incluso la huella filogenética en la que se reconoce la reminiscencia de Platón -el alma aprendió antes de nacer-, la emergencia evolutiva que falsea el sentido de las fases llamadas pregenitales (oral, anal) y que despista al impulsar a lo sublime el orden genital… Hay que escuchar a la superchería analítica darse cuenta al respecto: de modo inesperado Francia se distinguió en este punto al llevarla hasta el ridículo. Se corrige porque se sabe todo lo que puede encubrirse así: dado el caso, el menos discreto, la coprofilia.
Agreguemos a la lista la teología, para escindir los fines de la vida de los fines de la muerte. Todo esto por no ser más que representación, intuición siempre ingenua y, por qué no decirlo, registro imaginario, indudablemente es aire que infla el inconsciente para todos, incluso canción que despierta las ganas de verlo en alguno. Pero es también estafar a cada quien de una verdad que espejea al ofrecerse tan sólo en falsas capturas.
¿Pero diablos, se me dirá, demostradas falsas en qué pues?. Simplemente en la incompatibilidad en que el engaño del inconsciente se denuncia, en la sobrecarga retórica con que Freud lo muestra argumentar. Estas representaciones se suman, como se dice del caldero, cuyo daño se descarta pues no me fue prestado:
1) pues, cuando lo tuve, ya estaba agujereado,
2) pues estaba perfectamente nuevo,
3) en el momento de devolverlo.
Y métete eso que me muestras donde quieras.
De todos modos no cosecharemos del discurso del inconsciente la teoría que de él da cuenta.
Que el apólogo de Freud cause risa, prueba que da en el clavo. Pero no disipa el oscurantismo que lo relega al rango de pasatiempo.
Fue así como hice bostezar durante tres meses a mi auditorio, al descolgar la araña con la que creí haberlo iluminado de una vez por todas, demostrándole en el Witz de Freud (chiste se lo traduce) la articulación misma del inconsciente. No fue elocuencia lo que me faltó, créaseme, ni, me atrevo a decirlo, el talento.
Palpé allí la fuerza cuyo resultado es el Witz sea desconocido para el batallón de los Institutos de psicoanálisis, que el «psicoanálisis aplicado» fuese asunto de Ernst Kris, el no médico del trío neoyorquino, y que el discurso sobre el inconsciente sea un discurso condenado: que sólo se sostiene, en efecto, desde el puesto sin esperanza de todo metalenguaje.
Falta decir aún que los astutos lo son menos que el inconsciente y esto es lo que sugiere el oponerlo al Dios de Einstein. Se sabe que ese Dios para nada era para Einstein una forma de expresarse, más bien hay que decir que lo palpaba a partir de lo que se imponía: ciertamente era complicado, pero no deshonesto.
Esto quiere decir que lo que Erinstein considera en la física (y éste es un hecho de sujeto) su partenaire, no es mal jugador, ni siquiera es jugador, nada hace para despistarlo, no se las da de listo.
¿Basta acaso fiarse del contraste del que se deduciría, señalémoslo, hasta que punto el inconsciente es más simple; y porque engañe a los astutos, hay que considerar que es más hábil que nosotros en lo que creemos conocer muy bien bajo el nombre de deshonestidad? Aquí es donde hay que ser prudente.
No basta con que sea taimado o al menos que lo parezca. Los novatos llegan rápidamente a esta conclusión, resultando luego recargada toda su deducción. ¡A Dios gracias! Para aquellos con quien tuve que vérmelas tenía yo a mi alcance la historia hegeliana, llamada de la astucia de la razón, para hacerles ver una diferencia que quizás nos permita comprender por qué están perdidos de antemano.
Observemos lo cómico -nunca se los señalé, pues con las disposiciones que acabamos de verles, ¿dónde habría terminado todo esto?-, lo cómico de esa razón que necesita de esos rodeos interminables ¿para llevarnos hasta qué? Hasta lo que se designa por el fin de la historia como saber absoluto.
Recordemos aquí la irrisión de un tal saber que pudo forjar el humor de un Queneau, por haberse formado en Hegel en los mismos pupitres que yo, o sea su «domingo de la vida» o el advenimiento del holgazán y del vago, ¿mostrando en una pereza absoluta el saber apropiado para satisfacer al animal?, o solamente la sabiduría que la risa sardónica de Kojève, que fue maestro de ambos, autentifica.
Atengámonos a este contraste: la astucia de la razón al fin pone sus cartas sobre la mesa.
Esto nos remite a algo que mencionamos un poco a la ligera. Si la ley de la naturaleza (Dios de la física) es complicada, ¿cómo puede ser que sólo la alcancemos al jugar la reglas del pensamiento simple, a la que entendemos así: la que no redobla su hipótesis de modo que ninguna de ellas sea superflua? ¿Lo que así asumió la imagen del filo de la navaja en la mente de Occam, no nos permitiría, gracias a lo mucho que sabemos, rendir homenaje al inconsciente por un filo que, en suma, se reveló bastante tajante?
Esto nos introduce mejor quizás a ese aspecto del inconsciente por el cual éste no se abre si primero no se cierra. ¿Se vuelve entonces más coriáceo a una segunda pulsación? La cosa es clara a partir de la advertencia donde Freud previó tan bien lo que comenzamos por destacar acerca del agravamiento de la represión que se produjo en la clínica media, fijándose en sus discípulos para agregarle al suyo, con una propensión mucho mejor intencionada, en la medida en que era menos intencional, a ceder a lo irresistible del conductismo para forjar ese camino.
El presente comentario permite percatarse de lo que se formula, al menos para quien lee a Freud en nuestra escuela: que la disciplina conductista se define por la negación (Verneinung) del principio de realidad.
¿No es esto dar lugar a la operación de la navaja, subrayando que mi polémica aquí, al igual que en otros lados, no es digresiva, para demostrar que es en la juntura misma del psicoanálisis con el objeto que él suscita donde el psicoanalista abre su sentido por ser su desecho práctico?
Puesto que, donde parece que denuncio como traición la carencia del psicoanalista, ciño la aporía con la que articulo este año el acto psicoanalítico.
Acto que fundo en una estructura paradójica pues en él el objeto es activo y el sujeto subvertido, y donde inauguro el método de una teoría en tanto ésta no puede, con toda corrección, considerarse irresponsable de los hechos que se comprueban en una práctica.
Así, en el punto sensible de la práctica que hizo palidecer al inconsciente, ahora tengo que evaluar su registro.
Para ello es necesario lo que diseño de un proceso anudado por su propia estructura. Toda crítica que fuese nostalgia de un inconsciente en su primera flor, de una práctica en su audacia todavía salvaje, sería ella misma puro idealismo. Simplemente nuestro realismo no implica el progreso en el movimiento que se dibuja con la simple sucesión. No lo implica en modo alguno, pues lo considera como una de las fantasías más groseras de lo que merece ser clasificado como ideología de cada época, aquí como efecto de mercado en tanto que es supuesto por el valor de cambio. Es necesario que el movimiento del universo del discurso sea presentado al menos como el crecimiento a interés compuesto de una renta de inversión.
Sin embargo, cuando no hay idea de progreso, ¿cómo apreciar la regresión, la regresión del pensamiento naturalmente? Observemos incluso cómo esta referencia al pensamiento está puesta en tela de juicio mientras no esté definida, pero tampoco podemos definirla hasta tanto no hayamos respondido a la pregunta qué es el inconsciente. Pues el inconsciente, lo primero que se puede decir de él, lo que quiere decir su: lo que es, el quod est, en tanto es el sujeto de todo lo que puede serle atribuido, es lo que, en efecto, Freud dice en primer término sobre él: son pensamientos.
Asimismo, el término regresión del pensamiento tiene aquí, de todos modos, la ventaja de incluir la pulsación indicada por nuestros preliminares: o sea, ese movimiento de retiro depredador cuya succión vacía de algún modo las representaciones de su implicación de conocimiento, esto, a veces, según la propia confesión de los autores que se jactan de este vaciamiento (conductista o mitologizante en el mejor de los casos), otras por sólo sostener la burbuja al rellenarla con la «parafina» de un positivismo menos adecuado todavía aquí que en otros lados (migración de la libido, pretendido desarrollo afectivo).
La reducción del inconsciente a la inconciencia procede del movimiento mismo del inconsciente, donde el momento de la reducción se escabulle por no poder medirse al movimiento como su causa.
Ninguna pretensión de conocimiento sería apropiada aquí, ya que ni siquiera sabemos si el inconsciente tiene ser propio, y es por no poder decir «eso es» que se lo llamó con el nombre de «eso» (Es en alemán, o sea: eso, en el sentido en que se dice «eso anda» o «eso patina»). De hecho, el inconsciente «no es eso», o bien «es eso, pero sin valor». Nunca a las mil maravillas.
«Soy un tramposo de oficio», dice un niñito de cuatro años acurrucándose en los brazos de su progenitora ante su padre, quien acaba de responder «Eres lindo» a su pregunta «¿por qué me miras?» Y el padre no reconoce allí (aunque el niño haya fingido en el intervalo haber perdido el gusto de sí desde el día en que habló) el impasse que él mismo intenta sobre el Otro, jugando al muerto. Le toca al padre que me lo dijo, el escucharme o no.
Imposible volver a encontrar el inconsciente sin arremeter con todo porque su función es borrar el sujeto. De allí los aforismos de Lacán: «El inconsciente está estructurado como un lenguaje» o también: «El inconsciente, es el discurso del Otro».
Esto recuerda que el inconsciente no es perder la memoria, es no acordarse de lo que se sabe. Pues hay que decir según el uso del no-purista: «yo me acuerdo de ello» (je m’en rappelle) o sea: me llamo (rappelle) al ser (de la representación) a partir de ello. ¿A partir de qué? De un significante.
No me acuerdo más de ello. Eso quiere decir que no me encuentro allí adentro. Esto no me incita a ninguna representación donde se pruebe que habité allí.
Esa representación es lo que se llama recuerdo. Deslizar allí el recuerdo se debe a la confusión que hubo hasta ahora entre dos fuentes:
1) La inserción del ser vivo en la realidad que es lo que de ella imagina y que puede calibrarse por el modo en que ante ella reacciona;
2) el lazo del sujeto con un discurso del que puede ser suprimido, es decir, no saber que ese discurso lo implica.
El formidable cuadro de la amnesia llamada de identidad debería ser edificante en este punto.
Hay que implicar aquí que el uso de nombre propio, por el hecho de ser social, no revela que éste sea su origen. De aquí en más puede perfectamente llamarse amnesia el orden de eclipse que se suspende a su pérdida: en él el enigma se distingue aún mejor, pues el sujeto no pierde para nada el beneficio de lo aprendido.
Todo lo tocante al inconsciente sólo juega sobre efectos de lenguaje. Es algo que se dice, sin que el sujeto se represente ni se diga allí: sin que se sepa qué dice.
Esta no es la dificultad. El orden de indeterminación que constituye la relación del sujeto con un saber que lo supera resulta, puede decirse, de nuestra práctica, que lo implica en la medida en que ella es interpretativa.
Pero que pueda haber en él un decir que se diga sin que uno (on) sepa quién lo dice, es precisamente lo que se le escapa al pensamiento, es una resistencia ón-tica, una resistencia gesticulante.
(Juego con la palabra on en francés, de la que hago, no sin razón, un soporte del ser, un óv, un ente y no la figura de la omnitud: en suma el sujeto supuesto al saber).
Si on, uno, la omnitud, acabó acostumbrándose a la interpretación, lo hizo mucho más fácilmente en la medida en que desde hace añares la religión la habituó a ella.
Incluso es de este modo con cierta obscenidad universitaria, la que se denomina hermenéutica, hace su agosto con el psicoanálisis.
En nombre del pattern y del filos ya evocado, del patrón-amor que es la piedra filosofal del fiduciario intersubketivo y sin que nadie se haya detenido nunca en el misterio de esta heteróclita Trinidad, la interpretación brinda amplia satisfacción… apropósito, ¿a quién? Ante todo al psicoanalista que despliega en ella el moralismo bendecidor cuyas intimidades acabo de exponer.
Es decir, que se cubre por actuar siempre en función del bien: conformismo, herencia y fervor reconciliador constituyen la triple mama que éste ofrece al pequeño número de quienes, por haber oído su llamado, ya son elegidos.
Así, las piedras con las que tropieza su paciente no son más que los adoquines de sus propias buenas intenciones, modo, sin duda, para el psicoanalista de no renegar de la esfera de influencia del infierno a la que Freud se había resignado (Si nequeo flectere Superos…).
Pero no es quizá con esta pastoral, con estas palabras de pastoril poesía como Freud procedía. Basta con leerlo.
Que haya llamado mitología a la pulsión, no quiere decir que no haya que tomar en serio lo que en ella muestra.
Lo que en ella se demuestra, diremos más bien nosotros, es la estructura de ese deseo que Spinoza formuló como la esencia del hombre. Ese deseo que de la desideración que confiesa en las lenguas romances, sufre aquí la deflación que lo devuelve a su deser.
Si el psicoanalista dio en el punto justo, por su inherencia a la pulsión anal, pues el oro es mierda, es bastante bufo verlo calmar esa llaga en el flanco que es el amor, con la pomada de lo auténtico, cuyo oro es fons et… origo.
Por eso el psicoanalista ya no interpreta como en la belle époque, se sabe. Porque él mismo mancilló su fuente viva.
Pero comoo es necesario que camine erguido, desteta, es decir corrige el deseo e imagina que desteta (frustración, agresión, …, etc.).
Castigat mores, diremos: ¿riendo? No, ¡desafortunadamente!, sin reír: castra las costumbres de su propio ridículo.
Remite la interpretación a la transferencia, lo que nos lleva a nuestro uno (on).
Lo que el psicoanalista de hoy le ahorra al psicoanalizante es, precisamente, lo que antes dijimos: no es lo que le concierne, que está dispuesto a tragarse de inmediato, pues le dan las formas, las formas de la poción… Abrirá gentilmente su piquito de besito, lo abrirá no lo abrirá. No, lo que el psicoanalista encubre, porque con ello se cubre, es que algo pueda decirse sin que ningún sujeto lo sepa.
Mené, mené, thékel, oupharsin. Si eso aparece en la pared para que todo el mundo lo lea,, eso echa por tierra un imperio. La cosa es trasladada al lugar preciso.
Pero, sin siquiera tomar nuevo aliento, se atribuye la farsa al Todo-Poderoso, en forma tal que el agujero se vuelve a cerrar con el golpe mismo con que se lo produce; y ni siquiera se cuida de que por este artificio el estruendo mismo sirva de bastión al deseo mayor, el deseo de dormir. Aquel del que Freud hace la instancia última del sueño.
Sin embargo, ¿no podríamos percatarnos de que la única diferencia, esa diferencia que reduce a la nada aquello de lo que difiere, la diferencia de ser, ésa sin la cual el inconsciente de Freud es fútil, que se opone a todo lo que antes suyo se produjo bajo el label de inconsciente, pues señala claramente que un saber se libra desde un lugar que difiere de toda aprehensión (prise) del sujeto, pues sólo se entrega en aquello que es la equivocación (méprise) del sujeto?
El Vergreifen [cf. Freud: la equivocación (méprise) es su término para los actos sintomáticos], superando la Bergriff (la aprehensión o la prise), promueve una nada que se afirma y se impone debido a que su negación misma la indica en la confirmación que no faltará de su efecto en la secuencia.
Súbitamente surge una pregunta por aparecer la respuesta que la preveía al ser su(b)-puesta. El saber que sólo se libra a la equivocación del sujeto: ¿cuál puede ser el sujeto que lo supiese antes?
Por más que podamos muy bien suponer que el descubrimiento del número transfinito se abrió debido a que Cantor tropezó al manosear decimales diagonalmente, no por ello llegamos a reducir la pregunta acerca del furor que su construcción desencadena en un Kroenecker. No obstante, esta pregunta no debe enmascararnos otra que concierne al saber así surgido: ¿dónde puede decirse que esperaba el número transfinito, como «nada más que saber», al que resultaría su descubridor? ¿Si no es en ningún sujeto, es en algún uno (on) del ser?
El sujeto supuesto al saber, Dios mismo para llamarlo con el nombre que le da Pascal, cuando se precisa su contrario: no el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacobo, sino el Dios de los filósofos, despojado aquí de su latencia en toda teoría. Teoría, ¿sería el lugar en el mundo de la teo-logía?
De la cristiana seguramente desde que ella existe, gracias a lo cual el ateo se nos presenta como quien más se aferra a ella. Lo sospechábamos: y que ese Dios estaba un poco enfermo. No lo volverá más animoso una cura de ecumenismo ni, me temo, el Otro con una A mayúscula en francés, el de Lacan.
Convendría separarla de la Dio-logía, cuyos Padres se despliegan desde Moisés a James Joyce, pasando por Meister Eckhart, pero cuyo lugar, nos parece, es nuevamente Freud quien mejor lo marca. Como lo dije: sin ese lugar marcado, la teoría psicoanalítica se reduciría a lo que es, para mejor o para peor, un delirio de tipo schreberiano; Freud no se engañó al respecto y no vacila en reconocerlo (cf. precisamente su «caso Schreber»).
Ese lugar de Dios-el-Padre es el que designé como Nombre-del-Padre y el que me proponía ilustrar en lo que debía ser el decimotercer año de mi seminario (mi undécimo en Sainte-Anne) cuando un pasaje al acto de mis colegas psicoanalistas me forzó a ponerle punto final después de mi primera lección. Nunca retomaré ese tema, pues veo en él que ese sello no podría aún ser abierto por el psicoanálisis.
En efecto, la posición del psicoanalista está suspendida a una relación muy hiante. Pero no sólo a ella, pues se le requiere que construya la teoría de la equivocación esencial del sujeto en la teoría: lo que llamamos el sujeto supuesto al saber.
Una teoría que incluye una falta que debe volverse a encontrar en todos los niveles; inscribirse aquí como indeterminación, allí como certeza yformar el nudo de lo ininterpretable; en ella me esfuerzo, sin dejar de experimentar su atopia sin precedentes. La pregunta aquí es: ¿qué soy yo para osar una tal elaboración? La respuesta es sencilla: un psicoanalista. La respuesta es suficiente, si se limita su alcance a lo que tengo de un psicoanalista: la práctica.
Ahora bien, es precisamente en la práctica donde el psicoanalista debe estar a la altura de la estructura que la determina, no en su forma mental, ¡por desgracia! Allí justamente se encuentra el impasse, pero en su posición de sujeto en tanto que inscrita en lo real: una tal inscripción es lo que define propiamente el acto.
En la estructura de la equivocación del sujeto supuesto al saber, el psicoanalista (pero ¿quiés es y dóde está y cuándo está, agote usted la lira de las categorías, es decir, la indeterminación de su sujeto, el psicoanalista?), no obstante, debe encontrar la cereza de su acto y la hiancia que hace su ley.
¿Llegaré acaso a recordarles, a quienes algo saben de esto, la irreductibilidad de lo que queda de ello al final del psicoanálisis y que Freud indicó (en Análisis terminable e interminable) bajo los términos de castración, incluso de envidia del pene?
¿Acaso puede evitarse que dirigiéndome a una audiencia a la que nada prepara para esta intrusión del acto psicoanalítico, pues ese acto sólo se le presenta bajo disfraces que lo degradan y desvían, el sujeto que mi discurso delimita, no siga siendo lo que es para nuestra realidad de ficción psicologizante: en el peor de los casos el sujeto de la representación, el sujeto del obispo de Berkeley, punto muerto del idealismo; en el mejor, el sujeto de la comunicación, de lo intersubjetivo del mensaje y de la información, inútil incluso como contribución a nuestro problema?
Aunque hayan llegado al punto de decirme, para que acuda a este encuentro, que era popular en Nápoles, no puedo ver en el éxito de mis Escritos más que el signo de que mi trabajo emerge en este momento del presentimiento univeersal, que resulta de otras emergencias más opacas.
Esta interpretación es sin duda justa, si se comprueba que este eco produce más allá del campo francés, donde esta acogida se explica mejor por la exclusión en la que la mantuve durante veinte años.
Desde la publicación de mi libro, ningún crítico cumplió con su oficio, que es el dar cuenta, salvo uno llamado Jean-Marie Auzias, en uno de esos libritos de morondanga cuyo bajo costo no disculpa las negligencias tipográficas, que se llama: Claves del estructuralismo, en el que se me consagra el capítulo IX y usa mi referencia en los restantes. Jean-Marie Auzias, repito, es un crítico estimable, avis rara.
A pesar de su caso, sólo espero de aquellos a quienes aquí hablo que confirmen el malentendido.
Retengan al menos lo que testimonia este texto que ofrezco a vuestro ingenio: que mi empresa (enterprise) no supera el acto del que está presa (prise) y que, por ende, su única posibilidad es la de la equivocación (meprise).
Y aún habría que decir del acto analítico que por ser, desde su revelación original, el acto que nunca triunfa tan bien como cuando es fallido, esta definición no implica (al igual en otras partes que en nuestro campo) la reciprocidad, noción tan cara a la divagación psicológica.
Esto quiere decir que no basta con que fracase para triunfar, el mero malogro no abre la dimensión de la equivocación aquí en cuestión.
Cierto retraso del pensamiento en el psicoanálisis -dejando a los juegos de lo imaginario todo lo que puede proferirse de una experiencia continuada en el lugar en que Freud la hizo- constituye un malogro sin un plus de significación.
Por eso toda una parte de mmi enseñanza no es acto analítico, sino tesis, y la polémica a ella inherente, acerca de las condiciones que redoblan la equivocación propia del acto, con un fracaso de sus incidencias.
Al no haber podido cambiar esas condiciones, dejo mi esfuerzo en el suspenso de este fracaso.
La falsa equivocación, estos dos términos anudados como en una comedia de Marivaux, encuentran aquí un sentido renovado que no implica ninguna verdad de hallazgo. Es en Roma, como recuerdo de un hito de mi empresa, donde daré mañana, como se pueda, la medida de este fracaso con sus razones.
La suerte dirá si está preñado del futuro, que está en manos de aquellos que he formado.