Cuando el Poder del Estado ejerce arbitrariedades, cuando no cumple la ley ni la hace respetar, cuando se desentiende de las necesidades básicas de la gente y se promueve el “sálvese quien pueda y cómo se pueda”, se ejerce violencia en forma cotidiana.
Dice J. M. Domenach (publicado en 1981): “Preguntarnos si hay más o menos violencia hoy que antaño, no nos llevaría a ninguna parte, porque la conciencia y la intolerancia ante ella, son fenómenos que recientemente han adquirido dimensiones considerables. Es cierto que antaño existía una violencia manifiesta que se encuentra en vías de desaparición en las sociedades industrializadas. Hoy son raros el duelo, las ejecuciones y castigos públicos, los pugilatos en la calle. Ello no impide que crezcan las formas violentas de la delincuencia. He aquí una paradoja: a medida que se desarrolla una conciencia civilizada, que no tolera el espectáculo de la violencia, ésta se disimula y se desplaza en dos direcciones. Por una parte, se interioriza y se expresa de manera indirecta, a través del discurso filosófico y crítico cada vez más áspero y excluyente o bien por la explosión del altercado, del tumulto en ocasión de manifestaciones, eventos como el fútbol, recitales, fiestas, etc. La violencia común se “desahoga” de múltiples maneras, a través de una agresividad flotante sobre algún chivo expiatorio. Hay también una violencia de la técnica que es la expresión conjunta de la racionalidad mundial y de la voluntad de poder. La técnica, a través del cual los hombres se comunican, que está creando un universo común a todas las naciones, es al mismo tiempo la que sojuzga a la naturaleza y a los hombres. Dicen Adorno Y Horkheimer, filósofos de la escuela de Francfort: después de haber destruido las mitologías, la Razón matemática y técnica está aplastando al Yo con su imperialismo.
Tras las formas colectivas de la violencia que nuestra época ha conocido, ¿no se encuentra acaso una especie de utopía tecnocrática, un empeño de someter igualmente a los hombres a una voluntad única, a un Estado global? La técnica no se contenta con proporcionar a la política instrumentos de control y coacción: ofrece un modelo de incitación a la dominación total. Cuando se posee el último poder sobre la materia es difícil admitir que el espíritu resista”.
Junto con la revolución tecnológica, se asiste a la coexistencia de las formas más primitivas y crueles de violencia que el proceso de la civilización parecía haber atenuado. Es así que la cultura que teóricamente debiera contener y ofrecer las posibilidades de neutralización y catarsis sublimatorias de las pulsiones, se constituye por diversos motivos en un caldo de cultivo para las mismas.
Lo abrupto de los cambios del entorno ha afectado el sentimiento de identidad, vivido por muchos como despersonalización. Para Carlisky y Katz esto genera el deseo de destruir la identidad del diferente, por resentimiento ante la injuria recibida y con la expectativa de recuperar la propia identidad. En situaciones de crisis, (concepto que para Kaës significa “ruptura de un orden dado”), aparecen lo que Theodor Adorno llamaba los “grandes simplificadores”: líderes mesiánicos, salvadores y carismáticos que prometen el paraíso, o autoritarios que proclaman orden y seguridad a cambio de obediencia incondicional.
Emergen dogmas y fundamentalismos y recrudecen las ideologías violentas basadas en la intolerancia y la discriminación. El auge de los fundamentalismos tiene de cómplice silencioso a la indiferencia social frente a los mismos. Cuando la violencia se acrecienta y se generaliza se producen respuestas contradictorias. En tanto promueve miedo e inseguridad
se la banaliza defensivamente, se la “naturaliza”: “guerras hubo siempre”, se afirma.
La cultura de la violencia hace del miedo una institución. A su vez, la incertidumbre y el miedo continuos tienen efecto de impensabilidad.