Obras de S. Freud: Acciones casuales y sintomáticas (tercera parte)

Psicopatología de la vida cotidiana: Acciones casuales y sintomáticas

El actor, que nada sabe de un propósito que se les enlace, no se las imputa a sí mismo ni se considera responsable de ellas. En cambio, el otro, que por regla general valoriza también estas acciones de su copartícipe para extraer inferencias sobre sus propósitos e intencíones, discierne sobre los procesos psíquicos del extraflo más de lo que este mismo está dispuesto a admitir y más de lo que cree haber comunicado. Pero este último se indigna cuando se le exponen las ínferencias extraídas de sus acciones sintomáticas, las declara infundadas, puesto que a él le falta la conciencia de semejante propósito al ejecutarlas, y se queja de malentendido por parte del otro. Bien mirado, ese malentendido se basa en un comprender demasiado y con excesiva finura. Cuanto más «nerviosos» sean dos seres humanos, más serán,las ocasiones de recíproca desinteligencia que ellos se ofrezcan; cada uno desconocerá, respecto de su persona propia, el fundamento de esas discrepancias tan terminantemente como lo juzgará cierto para la persona del otro. Es sin duda el castigo por la insinceridad interior que caracteriza a los seres humanos esto de expresar, so pretexto de olvido, de trastrocar las cosas confundido o de no obrar adrede, mociones que mejor habrían hecho en confesarse a sí mismos y declarar a los demás sí no podían dominarlas. En verdad, se puede aseverar universalmente que cada persona practica de continuo un análisis psíquico de sus prójimos, y por eso los conoce mejor de lo que cada quien se conoce a sí mismo. El camino para obedecer al precepto Obras de Freud, acciones causales y sintomáticas (1) pasa por el estudio de las propias acciones y omisiones de apariencia casual. Entre los creadores literarios (2) que en ocasiones se han pronunciado sobre las pequeñas acciones sintomáticas y operaciones fallidas, o se han servido de ellas, ninguno ha discernído su naturaleza secreta con tanta claridad ni ha prestado al relato una tan ominosa animación como lo hizo Strindberg, cuyo genio para tal discernimiento era sustentado, ciertamente, por una profunda anormalidad psíquica (3). El doctor Karl Weiss (4) de Viena, me ha señalado el siguiente pasaje de una de sus obras: «Después de un rato el conde llegó realmente y se acercó a Esther con calma, como si la hubiera convocado para un encuentro, »-¿Has esperado mucho? -preguntó con voz apagada. »-Seis meses, como tú sabes -respondió Esther- Pero, ¿me has visto hoy? »-Sí, hace un momento, en el tranvía; y te miré a los ojos, de suerte que creía hablar contigo. »-Muchas cosas han «sucedido» desde la última vez. »-Sí, y yo creí que todo había terminado entre nosotros. »-¿Cómo es eso? »-Todos los pequeños regalos que tenía de ti se hicieron pedazos, y de misteriosa manera. Y esta es una antigua advertencia. »-¡Qué me dices! Ahora recuerdo una multitud de sucedidos que juzgué casuales. Cierta vez mi abuela, cuando éramos buenas amigas, me regaló unos quevedos. Eran de cristal de roca pulido, excelentes para las autopsias, una verdadera maravilla que yo guardaba con todo cuidado (5). Cierto día rompí con la anciana, y ella me cobró inquina. Y entonces, en la autopsia siguiente, sucedió que los lentes se cayeran sin causa. Creí que simplemente se habían partido; los envié a reparar. Y no; siguieron rehusándome su servicio: fueron puestos dentro de un cajón y se han perdido. »-¡Qué me dices! Es curioso que lo atinente a los ojos sea lo más sensible. Tenía unos prismáticos que me regaló un amigo; tanto se adecuaban a mis ojos, que usarlos era un goce para mí. Este amigo y yo nos enemistamos. Tú sabes, eso pasa sin causa visible; a uno le parece como si no estuviera de acuerdo consigo mismo. La vez siguiente que quise usar esos prismáticos de ópera no pude ver claro. El vástago era demasiado corto y yo veía dos imágenes. No ne ‘ cesito decirte que ni se había acortado el vástago, ni la distancia entre mis ojos había aumentado. He ahí un milagro que sucede todos los días, y que el mal observador no advierte. ¿La explicación? La fuerza psíquica del odio es mucho mayor de lo que creemos. – Por otra parte, el anillo que me regalaste ha perdido la piedra y no se deja reparar, él no se deja. ¿Quieres ahora separarte de Mí? … » (6). También en el campo de las acciones sintomáticas (7) » debe la observación analítica ceder la prioridad a los poetas. No le queda má s que repetir lo que ellos han dicho de antiguo. El señor Wilhelm Stross me ha señalado el siguiente pasaje de la famosa novela humorística Tristram Shandy, de Lavrence Sterne (volumen VI, capítulo 5): « … y de ningún modo me maravilla que Gregorio Nacianceno, cuando percibió en Juliano los gestos ligeros y volubles, predijera que llegaría a ser un apóstata. – O que San Ambrosio echara a su amanuense por causa de un movimiento indecente que este hacía con la cabeza, que se le iba de un lado al otro como látigo de trillar. – O que Demócrito notara enseguida que Protágoras era un sabio viendo que, al liar un haz de lefia, ponía en el medio las ramitas más delgadas. – Hay miles de inadvertidas aberturas, prosiguió mi padre, a través de las cuales un ojo agudo puede descubrir de un golpe el alma; y yo afirmo, continuó diciendo, que un hombre razonable no puede quitarse el sombrero cuando entra en una habitación, ni ponérselo cuando sale, sin que algo se le escape que lo delate». Ofreceré todavía una pequeña colección de variadas acciones sintomáticas en sanos y neuróticos (8): Un colega de edad avanzada a quien no le gusta perder a las cartas desembolsó cierta velada una gran suma sin lamentarse, pero con un talante curiosamente envarado. Una vez que hubo partido, descubrió que había dejado sobre su asiento casi todo cuanto llevaba encima: anteojos, tabaquera y pañuelo. Esto pide la evidente traducción: «¡Eh, ustedes, ladrones! Me han desplumado bonitamente». Un hombre afectado por una impotencia sexual que le sobreviene en ocasiones, y cuyas raíces se extienden a la intimidad de sus relaciones infantiles con la madre, informa tener la costumbre de signar escritos y apuntes con una S, la inicial del nombre de su madre. No soporta que las cartas que vienen de su casa entren en contacto sobre su escritorio con otra correspondencia no santa, y por eso se ve forzado a guardar separadamente las primeras. Una dama joven abre con brusquedad la puerta del consultorio donde todavía se encuentra la paciente que le antecedió. Se disculpa aduciendo su «irreflexión»; pronto se averigua que ha manifestado la curiosidad que en su tiempo le hizo penetrar en el dormitorio de sus padres. Muchachas orgullosas de sus hermosos cabellos saben manejar peinetas y prendedores tan diestramente que se sueltan el pelo en medio de la conversación. Muchos hombres (estando acostados), durante la sesión misma, esparcen por el suelo monedas del bolsillo del pantalón, y así retribuyen el tratamiento según el monto en el cual lo tasan ellos. Quien olvida en casa del médico objetos que trajo consigo, como lentes, guantes, cartera, indica con ello que no puede desprenderse y que le gustaría regresar pronto. E. Jones (9) dice: «One can almost measure the success with which a pbysician is practising psychotherapy, for instance, by tke size of the collection of umbrellas, handkerchiefs, purses, and so on, that he couId make in a month» (10). Los desempeños habituales más triviales, y ejecutados con mínima atención, como dar cuerda al reloj antes de irse a dormir, apagar la luz al salir de una habitación, etc., están sometidos a veces a perturbaciones que demuestran el influjo de los complejos inconcientes sobre los «hábitos» supuestamente más arraigados. Maeder, en la revista Coenobium (11), cuenta sobre un médico de hospital que a causa de un asunto importante resolvió ir cierta noche a la ciudad, aunque estaba de guardia y no habría debido abandonar el hospital. De regreso, le asombró ver luz en su habitación. Había olvidado apagarla al salir, cosa que ántes nunca le había ocurrido. Pero pronto advirtió el motivo de ese olvido. El director del hospital, que residía en la casa, debió de deducir la presencia de su médico interno en ella por la luz de su habitación. Un hombre abrumado por preocupaciones, y que de tiempo en tiempo caía en estados de desazón, me aseguró que como regla hallaba su reloj sin cuerda por la mañana cuando a la noche anterior la vida le había parecido demasiado dura y hostil. Así, mediante esa omisión de dar cuerda a su reloj, expresaba simbólicamente que no le importaba vivir el día siguiente. Otro (12), de quien no tengo conocimiento personal, escribe: «Alcanzado por un duro golpe del destino, la vida me pareció tan dura y hostil que pensé que no hallaría fuerzas bastantes para vivir el siguiente día; entonces comencé a notar que casi todos los días olvidaba dar cuerda a mi reloj, cosa que antes nunca omitía, pues lo hacía regularmente, de una manera poco menos que mecánica e inconciente, antes de dormir. Ahora sólo me acordaba de hacerlo rara vez (13), cuando al otro día me esperaba algo importante o muy cautivador. ¿Sería también esta una acción sintomática? Yo no pude explicármelo». Quien quiera tomarse el trabajo, como lo han hecho Jung y Maeder (14) de reparar en las melodías que uno canturrea entre sí sin proponérselo, y a menudo sin notarlo, podrá descubrir que su texto se vincula de manera asaz regular con un tema que da quehacer a la persona. También (15) el determinismo más fino de la expresión del pensamiento en el habla y en la escritura merecería considerarse con cuidado. En general, uno cree que elige las palabras con las que viste sus pensamientos o la imagen con la cual quiere disfrazarlos. Una observación más atenta muestra que otros miramientos deciden sobre esa elección, y que en la forma del pensamiento se trasluce un sentido que suele no ser deliberado. Las imágenes y los giros predilectos de una persona casi nunca son indiferentes para la apreciación que de ella se haga, y, según suele comprobarse, algunos aluden a un tema que por el momento es mantenido en el trasfondo, pero que ha causado fuerte conmoción en el hiblante. En cierta época oí repetir a alguien, en pláticas sobre cuestiones de teoría, este giro: «Si a uno de repente se le atraviesa algo por la cabeza… ». Ahora bien, yo sabía que poco antes él había recibido la noticia de que un proyectil ruso atravesó de lado a lado la gorra de combate que su hijo llevaba puesta. (16)

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