Los escritos de Jacques Lacan: El seminario sobre La carta robada (1956)

Nuestra investigación nos ha llevado al punto de reconocer que el automatismo de repetición (Wiederholungszwang) toma su principio en lo que hemos llamado la insistencia de la cadena significante. Esta noción, a su vez, la hemos puesto de manifiesto como correlativa de la ex-sistencia (o sea: el lugar excéntrico) donde debemos situar al sujeto del inconsciente, si hemos de tomar en serio el descubrimiento de Freud. Como es sabido, es en la experiencia inaugurada por el psicoanálisis donde puede captarse por que sesgo de lo imaginario viene a ejercerse, hasta lo mas intimo del organismo humano ese asimiento de lo simbólico. La enseñanza de este seminario está hecha para sostener que estas insistencias imaginarias, lejos de representar de representar nuestra experiencia, no entregan de ella sino lo inconsciente, a menos que se les refiera a la cadena simbólica que las conecta y las orienta.    
Sin duda sabemos la importancia de las impregnaciones imaginarias (Prägung) en esas parcializaciones de la alternativa simbólica que dan a la cadena significante su andadura. Pero adelantamos que es la ley propia de esa  cadena lo que rige los efectos psicoanalíticos determinantes para el sujeto: tales como la preclusión (forclusión, Vewerfung), la represión (Verdrängung), la denegación (Verneinung) misma -precisando con el acento que conviene que esos efectos siguen tan fielmente el desplazamiento (Entstellung) del significante que los factores imaginarios, a pesar de su inercia, sólo hacen en ellos el papel de sombras y de reflejos.    
Y aún ese acento se prodigaría en vano si no sirviese a los ojos de ustedes como para abstraer una forma general de fenómenos cuya particularidad en nuestra experiencia seguiría siendo para ustedes lo esencial, y cuyo carácter originalmente compuesto no se rompería sin artificio.
Por eso hemos pensado ilustrar para ustedes hoy la verdad que se desprende del momento del pensamiento freudiano que estudiamos, a saber que es el orden simbólico el que es, para el sujeto, constituyente, demostrándoles en una historia la determinación principal que el sujeto recibe del recorrido de un significante. Es esta verdad observémoslo, la que hace posible la existencia misma de la ficción. Desde ese momento una fábula es tan propia como otra historia para sacarla a la luz -a reserva de pasar en ella la prueba de su coherencia Con la salvedad de esta reserva, tiene incluso la ventaja de manifestar la necesidad simbólica de manera tanto más pura cuanto que podríamos creerla gobernada por lo arbitrario. Por eso, sin ir más lejos, hemos tomado nuestro ejemplo en la histeria misma donde se inserta la dialéctica referente al juego de par o impar, del que muy recientemente sacamos provecho. Sin duda no es un azar y esta historia resultó favorable para proseguir un curso de investigación que ya había encontrado en ella apoyo. Se trata, como ustedes saben, del cuento que Baudelaire tradujo bajo el titulo de: Le lettre volée (La carta robada). Desde un principio se distinguirá en él un drama, de la narración que de él se hace y de las condiciones de esa narración. Se ve pronto. por lo demás, lo que hace necesarios esos componentes, y que no pudieron escapar a las intenciones de quien los compuso.  La narración, en efecto, acompaña al drama con un comentario en el cual no habría puesta en escena posible. Digamos que su acción permanecería. propiamente hablando, invisible para la sala -además de que el diálogo quedaría, a consecuencia de ello y por las necesidades mismas del drama vacío expresamente de todo sentido que pudiese referirse a él para un oyente: dicho de otra manera, que nada del drama podría aparecer ni para la toma de vistas, ni para la toma de sonido, sin la iluminación con luz rasante, si así puede decirse, que la narración da a cada escena desde el punto de vista que tenía al representarla uno de Ios actores. Estas escenas son dos, de las cuales pasaremos de inmediato a designar a la primera con el nombre de escena primitiva y no por inadvertencia, puesto que la segunda puede considerarse como su repetición, en el sentido que está aquí mismo en el orden del día. La escena primitiva pues se desarrolla, nos dicen, en el tocador real, de suerte que sospechamos que la persona de mas alto rango, llamada también la ilustre persona, que está sola allí cuando recibe una carta, es la Reina. Este sentimiento se confirma por el azoro en qué la arroja la entrada del otro ilustre personaje, del que nos han dicho ya antes de este relato que la noción que podría tener de dicha carta pondría en juego para la dama nada menos que su honor y su seguridad. En efecto, se nos saca prontamente de la duda de si se trata verdaderamente del Rey, a medida que se desarrolla la escena iniciada con la entrada del Ministro D… En ese momento, en efecto, la Reina no ha podido hacer nada mejor que aprovechar la distracción del Rey, dejando la carta sobre la mesa «vuelta con la suscripción hacia arriba». Esta sin embargo no escapa al ojo de lince del Ministro, como tampoco deja de observar la angustia de la Reina, ni de traspasar así su secreto. Desde ese momento todo se desarrolla como en un reloj. Después de haber tratado con el brío y el ingenio que son su costumbre, los asuntos corrientes, el Ministro saca de su bolsillo una carta que se parece por el aspecto a la que está bajo su vista, y habiendo fingido leerla, la coloca al lado de ésta. Algunas palabras más con que distrae los reales ocios, y se apodera sin pestañear de la carta embarazosa, tomando las de Villadiego sin que la Reina, que no se ha perdido nada de su maniobra, haya podido intervenir en el temor de llamar la atención del real consorte que en ese momento se codea con ella. Todo podría pues haber pasado inadvertido para un espectador ideal en una operación en la que nadie ha pestañeado y cuyo cociente es que el Ministro ha hurtado a la Reina su carta y que, resultado más importante aún que el primero, la Reina sabe que es él quien la posee ahora, y no inocentemente. Un resto que ningún analista descuidará, adiestrado como está a retener todo lo que hay de significante sin que por ello sepa siempre en qué utilizarlo: la carta, dejada a cuenta por el Ministro, y que la mano de la Reina puede ahora estrujar en forma de bola. Segunda escena: en el despacho del Ministro. Es en su residencia, y sabemos, según el relato que el jefe de policía ha hecho al Dupin cuyo genio propio para resolver los enigmas introduce Poe aquí por segunda vez, que la policía desde hace dieciocho meses, regresando allá tan a menudo como se lo han permitido las ausencias nocturnas habituales del Ministro, ha registrado la residencia y sus inmediaciones de cabo a rabo. En vano: a pesar de que todo el mundo puede deducir de la situación que el Ministro conserva esa carta a su alcance. Dupin se ha hecho anunciar al Ministro. Este lo recibe con ostentosa despreocupación, con frases que afectan un romántico hastío. Sin embargo Dupin, a quien no engaña esta finta, con sus ojos protegidos por verdes gafas inspecciona las dependencias. Cuando su mirada cae sobre un billete muy maltratado que parece en abandono en el receptáculo de un pobre portacartas, de cartón que cuelga, reteniendo la mirada con algún brillo barato, en plena mitad de la campana de la chimenea, sabe ya que se trata de lo que está buscando. Su convicción queda reforzada por los detalles mismos que parecen hechos para contrariar las señas que tiene de la carta robada, con la salvedad del formato que concuerda.
Entonces sólo tiene que retirarse después de haber «olvidado» su tabaquera en la mesa, para regresar a buscarla al día siguiente, armado de una contrahechura que simula el presente aspecto de la carta. Un incidente de la calle, preparado para el momento adecuado, llama la atención del Ministro hacia la ventana, y Dupin aprovecha para apoderarse a su vez de la carta sustituyéndole su simulacro; sólo le falta salvar ante el Ministro las apariencias de una despedida normal.
Aquí también todo ha sucedido, si no sin ruido, por lo menos sin estruendo. El cociente de la operación es que el Ministro no tiene ya la carta, pero él no lo sabe, lejos de sospechar que es Dupin quien se la hurtó. Además, lo que le queda entre manos está aquí muy lejos de ser insignificante para lo que vendrá después. Volveremos a hablar más tarde de lo que llevó a Dupin a dar un texto a la carta ficticia. Sea como sea, el Ministro, cuando quiera utilizarla, podrá leer en ella estas palabras trazadas para que las reconozca como de la mano de Dupin:
…Un dessein si funeste S’il n’est digne d’Autrée est digne de Thyeste […Un designio tan funesto, si no es digno de Atreo es digno de Tieste] que Dupin nos indica que provienen de la Atrea de Crébillon. ¿Será preciso que subrayemos que estas dos acciones son semejantes? Sí, pues la similitud a la que apuntamos no está hecha de la simple reunión de rasgos escogidos con el único fin de emparejar su diferencia. Y no bastaría con retener esos rasgos de semejanza a expensas de los otros para que resultara de ello una verdad cualquiera. Es la intersubjetividad en que las dos acciones se motivan lo que podemos señalar, y los tres términos con que las estructura. El privilegio de éstos se juzga en el hecho de que responden a la vez a los tres tiempos lógicos por los cuales la decisión se precipita, y a los tres lugares que asigna a los sujetos a los que divide.  Esta decisión se concluye en el momento de una mirada. Pues las maniobras que siguen, si bien se prolonga en ellas a hurtadillas, no le añaden nada, como tampoco su dilación de oportunidad en la segunda escena rompe la unidad de ese momento. Esta mirada supone otras dos a las que reúne en una visión de la apertura dejada en su falaz complementariedad, para anticiparse en ella a la rapiña ofrecida en esa descubierta. Así pues, tres tiempos, que ordenan tres miradas, soportadas por tres sujetos, encarnadas cada vez por personas diferentes. El primero es de una mirada que no ve nada: es el Rey y es la policía.  El segundo de una mirada que ve que la primera no ve nada y se engaña creyendo ver cubierto por ello lo que esconde: es la Reina, después es el Ministro.
El tercero que de esas dos miradas ve que dejan lo que ha de esconderse a descubierto para quien quiera apoderarse de ello: es el Ministro, y es finalmente Dupin.
Para hacer captar en su unidad el complejo intersubjetivo así descrito, le buscaríamos gustosos un patrocinio en la técnica legendariamente atribuida al avestruz para ponerse al abrigo de los peligros; pues ésta merecería por fin ser calificada de política, repartiéndose así entre tres participantes, el segundo de los cuales se creería revestido de invisibilidad por el hecho de que el primero tendría su cabeza hundida en la arena, a la vez que dejaría a un tercero desplumarle tranquilamente el trasero; bastaría con que, enriqueciendo con una letra [en francés] su denominación proverbial, hiciéramos de la politique de l’autruche (política del avestruz) la politique de l’autruiche (autrui: «prójimo»), para que en sí misma al fin encuentre un nuevo sentido para siempre. Dado así el nódulo intersubjetivo de la acción que se repite, falta reconocer en él un automatismo de repetición en el sentido que nos interesa en el texto de Freud.  La pluralidad de los sujetos, naturalmente, no puede ser una objeción para todos los que están avezados desde hace tiempo en las perspectivas que resume nuestra fórmula: el inconsciente es el discurso del Otro. Y no habremos de recordar ahora lo que le añade la noción de la inmixtión de los sujetos, introducida antaño por nosotros al retomar el análisis del sueño de la inyección de Irma.  Lo que nos interesa hoy es la manera en que los sujetos se relevan en su desplazamiento en el transcurso de la repetición intersubjetiva.  Veremos que su desplazamiento está determinado por el lugar que viene a ocupar el puro significante que es la carta robada, en su trío Y es esto lo que para nosotros lo confirmará como automatismo de repetición. No parece estar de más, sin embargo, antes de adentrarnos en esa vía, preguntar si la mira del cuento y el interés que tomamos; en él, en la medida en que coincidan, no se hallan en otro lugar.  ¿Podemos considerar como una simple racionalización, según nuestro rudo lenguaje, el hecho de que la historia nos sea contada como un enigma policíaco? En verdad tendríamos derecho a estimar que este hecho es poco seguro, observando que todo aquello en que se motiva semejante enigma a partir de un crimen o de un delito -a saber, su naturaleza y sus móviles sus instrumentos y su ejecución, el procedimiento para descubrir su autor, y el camino para hacerle convicto- está aquí cuidadosamente eliminado desde el comienzo de cada peripecia. El dolo, en efecto, es conocido desde el principio tan claramente como los manejos del culpable y sus efectos sobre su víctima. El problema, cuando nos es expuesto, se limita a la búsqueda con fines de restitución del objeto en que consiste ese dolo, y parece sin duda intencional que su solución haya sido obtenida ya cuando nos lo explican. ¿Es por eso por lo que se nos mantiene en suspenso? En efecto, sea cual sea el crédito que pueda darse a la convención de un género para suscitar un interés específico en el lector, no olvidemos que; el Dupin que aquí es el segundo en aparecer es un prototipo, y que por no recibir su género sino del primero, es un poco pronto para que el autor juegue sobre una convención. Sería sin embargo otro exceso reducir todo ello a una fábula cuya moraleja sería que para mantener al abrigo de las miradas una de esas correspondencias cuyo secreto es a veces necesario para la paz conyugal, baste con andar dejando sus redacciones por las mesas, incluso volviéndolas sobre su cara significante. Es éste un engaño que nosotros por nuestra parte no recomendamos a nadie ensayar, por temor de que quedase decepcionado, si confiase en él. ¿No habría pues aquí otro enigma sino, del lado del jefe de la policía, una incapacidad en el principio de un fracaso -salvo tal vez del lado de Dupin cierta discordancia, que confesamos de mala gana, entre las observaciones sin duda muy penetrantes, aunque no siempre absolutamente pertinentes en su generalidad, con que nos introduce a su método, y la manera en que efectivamente interviene? De llevar un poco lejos este sentimiento de polvo en los ojos, pronto llegaríamos a preguntarnos si, desde la escena inaugural que sólo la calidad de los protagonistas salva del vaudeville, hasta la caída en el ridículo que parece en la conclusión prometida al Ministro, no es el hecho de que todo el mundo sea burlado lo que constituye aquí nuestro placer. Y nos veríamos tanto más inclinados a admitirlo cuanto que encontraríamos en ello, junto con aquellos que aquí nos leen, la definición que dimos en algún lugar de pasada del héroe moderno, «que ilustran hazañas irrisorias en una situación de extravío». ¿Pero, no nos dejamos ganar nosotros mismos por la prestancia del detective aficionado, prototipo de un nuevo matamoros, todavía preservado de la insipidez del superman contemporáneo?  Simple broma -que basta para hacernos notar por el contrario en este relato una verosimilitud tan perfecta, que puede que la verdad revela en él su ordenamiento de ficción. Pues tal vez es sin duda la vía por la que nos llevan las razones de esa verosimilitud. Si entramos para empezar en su procedimiento, percibimos en efecto un nuevo drama al que llamaremos  complementario del primero, por el hecho de que éste era lo que suele llamarse un drama sin palabras, mientras que es sobre las propiedades del discurso sobre lo que juega el interés del segundo. Si es patente en efecto que cada una de las dos escenas del drama real nos es narrada en el transcurso de un diálogo diferente, basta estar pertrechado con las nociones que hacemos valer en nuestra enseñanza para reconocer que no es así tan sólo por la amenidad de la exposición, sino que esos diálogos mismos toman, en la utilización opuesta que se hace en ellos de las virtudes de la palabra, la tensión que hace de ellos otro drama, el que nuestro vocabulario distinguirá del primero como sosteniéndose en el orden simbólico. El primer diálogo –entre el jefe de la policía y Dupin– se desarrolla como el de un sordo con uno que oye. Es decir que representa la complejidad verdadera de lo que se simplifica ordinariamente, con los más confusos resultados, en la noción de comunicación. Se percibe en efecto con este ejemplo cómo la comunicación puede dar la impresión, en la que la  se detiene demasiado a menudo, de no comprender en su transmisión sino un solo sentido, como si el comentario lleno de significación con que lo hace concordar el que escucha, debiese, por quedar inadvertido para aquel que no escucha, considerarse como neutralizado. Queda el hecho de que, de no retener sino el sentido de relación de hechos del diálogo, aparece que su verosimilitud juega con la garantía de la exactitud. Pero resulta entonces más fértil de lo que parece, al demostrar su procedimiento: como vamos a verlo, limitándonos al relato de nuestra primera escena. Pues el doble e incluso el triple filtro subjetivo bajo el cual nos llega: narración por el amigo y pariente de Dupin (al que llamamos desde ahora el narrador general de la historia) del relato por medio del cual el jefe de la policía da a conocer a Dupin la relación que le hace de él la Reina, no es aquí únicamente la consecuencia de un arreglo fortuito. Si, en efecto, el extremo a que se ve llevada la narradora original excluye que haya alterado los acontecimientos, haríamos mal en creer que el jefe de la policía esté habilitado aquí para prestarle su voz únicamente por la falta de imaginación de la que posee, por decirlo así, la patente. El hecho de que el mensaje sea retransmitido así nos asegura de algo que no es absolutamente obvio: a saber, que pertenece indudablemente a la dimensión del lenguaje. Los aquí presentes conocen nuestras observaciones sobre este punto, y particularmente las que hemos ilustrado por contraste con el pretendido lenguaje de las abejas: en el que un lingüista no puede ver sino un simple señalamiento de la posición del objeto, dicho de otra manera una función imaginaria mas diferenciada que las otras.   Continuación…