Constitución psíquica y trauma. Algunas reflexiones sobre trauma y vulnerabilidad social
CLARA R. SCHEJTMAN
Diversos autores han relacionado creación con trauma
La simbolización artística representa a menudo una buena solución social a la zona traumática primaria de un sujeto, pero desde un punto de vista intrapsíquico no es productora de lazos organizadores, por eso debe ser compulsivamente repetida (Roussillon, 1998). Este autor diferencia entre el “deseo de crear” (tentativa simbolizante de reducir la distancia planteada por la paradoja winnicottiana de lo encontrado-creado), y la «obligación de crear», ligada a la necesidad de tratar de reducir una rajadura sobrevenida en la trama de la subjetividad. La rajadura en la subjetividad, en ocasiones producida por el trauma, y su sutura a través de la producción artística pueden ligarse, entonces, a la relación entre locura y creación artística.
El autor argentino Abelardo Castillo dice: “Un artista es un hombre que se mete lúcidamente en su infierno personal y regresa de allí. Que con su propio mundo despedazado y en un mundo exterior despedazado construye un claro objeto poético y cuando puede agrega en el universo algo bello para los demás” (Castillo, 2000).
En sus cartas, Van Gogh escribe a Theo: “…lo que hace falta es no olvidar nunca que un cántaro roto es un cántaro roto… el riesgo que me sobrevenga un ataque de estos hallándome contigo o con otros es grave… pero en tal caso cabe recluirse uno, mientras dure, en algún manicomio o incluso en la prisión del partido donde suele haber un calabozo para detenidos peligrosos”.
La posibilidad de sobrevivir a la creación artística sin enloquecer y el logro del dominio de la forma son el desafío estético del artista, y es esto lo que, según los expertos, diferencia una obra artísticamente significativa de una mera expresión del impulso a crear. La necesidad de perfección y de precisión formal es la que caracteriza a los grandes artistas, sean locos o no.
Poder cifrar todo ese mundo caótico en el marco de un cuadro de caballete exige control sobre el pincel, sobre la materia y sobre sí mismo, como si a través de la forma se intentara contener ese mundo alucinatorio, desarbolado, y se lograra encajonar la racionalidad dentro de márgenes muy claros. La grandeza de los pequeños cuadros de Van Gogh se liga a sus trastornos psíquicos. Van Gogh pintando murales sería un hombre perdido en lo informe. Él podía controlar su pintura dentro de límites muy precisos y muy dolorosos que, en la medida en que pudieran dominarse, lo iban conteniendo, y daban como resultado la producción de una obra genial (Castillo, 2000).
Frente a la amenaza de descomposición del sostén identificatorio colectivo, la participación comprometida en proyectos culturales y artísticos permite nuevas formas de vinculación y de creación de “espacios potenciales y transicionales”. Estos pueden proponer objetivos instrumentales creativos, ya sea en las artes, las artesanías o el enriquecimiento intelectual y al mismo tiempo crear redes afectivas y un sentimiento de solidaridad por el bienestar del semejante más vulnerable, produciendo nuevas ligaduras simbolizantes.
Una experiencia compartida permite elaborar duelos individuales por la identidad perdida y construir nuevas formas de subjetividad y de pertenencia comunitaria.
La personalidad pierde toda unidad a medida que deja de ser un conjunto coherente de roles sociales. A menudo, esto lleva a escapes a un Yo demasiado débil, desgarrado, que huye a la autodestrucción y a la diversión agotadora.
La transformación del individuo en sujeto sólo es posible a través del conocimiento de un otro con quien conjuntamente se trabaja para combinar una memoria cultural con un proyecto instrumental.
Touraine define la desmodernización como la ruptura de los vínculos que unen la libertad personal y la eficacia colectiva. Dice que la subjetivación es el deseo de ser actor y ese proceso sólo puede desarrollarse si existe una interfaz suficiente entre el mundo de la instrumentalidad y el de la identidad.
Cada cultura y cada sociedad ubican momentos y circunstancias que amenazan la vivencia de sentirse actor de los acontecimientos.
Si los años ‘70 se caracterizaron por las utopías y la militancia, y en los ‘90 la escena global fue debilitando pertenencias e identidades nacionales, Ignacio Lewcowicz (2002), plantea que en la actualidad del 2000 sobrevuela en la escena de la subjetividad el fantasma de sentirse superfluo. Este fantasma ligado a la necesidad de reconocimiento constitutiva produce desarrollos patológicos ligados al vacío del ser y a la banalidad.