Comunicación presentada a la XIII conferencia de psicoanalistas de lengua francesa (29 de mayo de 1950) en colaboración con michel Cenac
Del movimiento de la verdad en las ciencias del hombre.
Si la teoría en las ciencias físicas nunca ha escapado realmente a esa exigencia de coherencia interna que es el movimiento mismo del conocimiento, las ciencias del hombre, porque éstas se encarnan en comportamientos en la realidad misma de su objeto, no pueden eludir la pregunta sobre su sentido, ni impedir que la respuesta se imponga en términos de verdad.
Que la realidad del hombre implique este proceso de revelación, es un hecho que induce a algunos a concebir la historia como una dialéctica inscrita en la materia; es incluso una verdad que ningún ritual de protección «behaviourista» del sujeto respecto de su objeto no castrará su punta creadora y mortal, y que hace del científico mismo, dedicado al conocimiento «puro», un responsable de primera clase.
Nadie lo sabe mejor que el psicoanalista que, en la inteligencia de lo que le confía su sujeto como en la maniobra de los comportamientos condicionados por la técnica, actúa por una revelación cuya verdad condiciona la eficacia.
La búsqueda de la verdad no es por otro lado lo que hace el objeto de la criminología en el orden de los asuntos judiciales. también lo que unifica estas dos caras: verdad del crimen en su aspecto policíaco, verdad del criminal en su aspecto antropológico.
De qué forma pueden ayudar a esta búsqueda la técnica que guía nuestro diálogo con el sujeto y las nociones que nuestra experiencia ha definido en psicología, es el problema del cual trataremos hoy: menos para decir nuestra contribución al estudio de la delincuencia (expuesta en otros reportes) que para fijar sus límites legítimos, y no ciertamente para propagar la letra de nuestra doctrina sin preocupación de método, sino para repensarla, como nos es recomendado hacerlo incesantemente en función de un nuevo objeto.
De la realidad sociológica del crimen y de la ley y la relación del psicoanálisis con su fundamento dialéctico.
Ni el crimen ni el criminal son objetos que se puedan concebir fuera de su referencia sociológica.
La sentencia de que la ley hace el pecado sigue siendo cierta al margen de la perspectiva escatológica de la Gracia en que la formuló san Pablo.
Se la ha verificado científicamente por la comprobación de que no hay sociedad que no contenga una ley positiva, así sea ésta tradicional o escrita, de costumbre o de derecho. Tampoco hay una en la que no aparezcan dentro del grupo todos los grados de transgresión que definen el crimen.
La pretendida obediencia «inconsciente», «forzada», «intuitiva» del primitivo a la regla del grupo es una concepción etnológica, vástago de una insistencia imaginaria que ha arrojado su reflejo sobre muchas otras concepciones de los «orígenes», pero que es tan mítica como ellas.
Toda sociedad, en fin, manifiesta la relación entre el crimen y la ley a través de castigos, cuya realización, sea cuales fueren sus modos, exige una asentimiento subjetivo. Que el criminal se vuelva por si solo el ejecutor de la punición, convertida por la ley en el precio del crimen, como en el caso del incesto cometido en las islas Trobriand entre primos matrilineales y cuya salida nos relata Malinowski en su libro, capital en la materia, El crimen y la costumbre en las sociedades salvajes (sin que importen los resortes psicológicos en que se descompone la razón del acto, ni aún las oscilaciones de vindicta que puedan engendrar en el grupo las maldiciones del suicida); o que la sanción prevista por un código penal contenga un procedimiento que exija aparatos sociales muy diferenciados, de cualquier modo este asentimiento subjetivo es necesario para la significación misma del castigo.
Las creencias gracias a las cuales este castigo se motiva en el individuo, así como las instituciones por las que pasa al acto dentro del grupo, nos permiten definir en una determinada sociedad lo que en la nuestra designamos con el término de responsabilidad.
Pero de allí a que la entidad responsable sea, siempre equivalente media alguna distancia. Digamos que si primitivamente se considera a la sociedad en su conjunto (en principio siempre cerrada, como lo han destacado los etnólogos) afectada, debido a uno de sus miembros, de un desequilibrio que se debe restablecer, este es tan poco responsable como individuo, que a menudo la ley exige satisfacción a expensas, o bien de uno de los defensores, o bien de la colectividad de un «in-group» que lo cubre.
Hasta suele ocurrir que la sociedad se juzgue lo bastante alterada en su estructura como para recurrir a procedimientos de exclusión del mal bajo la forma de un chivo expiatorio y hasta de regeneración merced a un recurso exterior. Responsabilidad colectiva o mística, de la que nuestras costumbres guardan huellas; a menos que no intente salir a luz por expedientes invertidos.
Pero ni aun en los casos en que la punición se limita a recaer sobre el individuo autor del crimen se tiene a éste, ni en la función misma ni, si se quiere, en la misma imagen de éI mismo, por responsable, como resulta evidente si se reflexiona sobre la diferencia de la persona que tiene que responder de sus actos según sea que su juez represente al Santo Oficio o presida el Tribunal del Pueblo.
Aquí es donde el psicoanálisis puede, por las instancias que distingue en el individuo moderno, aclarar las vacilaciones de la noción de responsabilidad para nuestro tiempo y el advenimiento correlativo de una objetivación del crimen, a la que puede colaborar.
Porque efectivamente si, en razón de la limitación al individuo de la experiencia que constituye, no puede el psicoanálisis pretender captar la totalidad de objeto sociológico alguno, ni aun el conjunto de las palancas que actualmente mueven nuestra sociedad, sigue en pie que ha descubierto en ésta tensiones relacionales que parecen desempeñar en toda sociedad una función básica, como si el malestar de la civilización fuese a desnudar la articulación misma de la cultura con la naturaleza, Se puede extender sus ecuaciones, con la reserva de efectuar su correcta transformación, a las ciencias del hombre que pueden utilizarlas, especialmente, como vamos a verlo, a la criminología.
Agreguemos que si el recurso a la confesión del sujeto, que es una de las claves de la verdad criminológica, y la reintegración a la comunidad social, que es uno de los fines de su aplicación, parecen hallar una forma privilegiada en el diálogo analítico, es ante todo porque este, al podérselo impulsar hasta las mas radicales significaciones, alcanza a lo universal incluído en el lenguaje y que, lejos de poder eliminarlo de la antropología, constituye su fundamento y su fin, pues el psicoanálisis no es más que una extensión técnica que explora en el individuo el alcance de esta dialéctica que esconde los partos de nuestra sociedad y en la que la sentencia paulina recobra su verdad absoluta.
A quien nos pregunte adónde va nuestro discurso, responderemos, a riesgo, un riesgo asumido de buen grado, de descartar la autosuficiencia clínica y el fariseismo prevencionista, enviándolo a uno de esos diálogos que nos relatan los actos del héroe de la dialéctica, especialmente a ese Gorgias, cuyo subtítulo, que invoca la retórica y está como hecho a medida para distraer la incultura contemporánea, contiene un verdadero tratado de movimiento de lo Justo y lo Injusto.
Aquí Sócrates refuta la infatuación del Amo, encarnada en un hombre libre de esa Ciudad antigua cuyo límite está dado por la realidad del Esclavo. Forma que da paso al hombre libre de la Sabiduría al declarar lo absoluto de la Justicia, exigido en ella por la mera virtud del lenguaje bajo la mayéutica del Interlocutor. Sócrates, así no sin darle a percibir la dialéctica, sin fondo como el tonel de las Danaides y las pasiones del poder, ni ahorrarle el reconocimiento de la ley de su propio ser político en la injusticia de la Ciudad, lo lleva a hacerlo inclinar ante los mitos eternos en los que se expresa el sentido del castigo y corrección y mejora para el individuo y de ejemplo para el grupo, no obstante que el mismo acepta, en nombre de lo universal, su destino propio y se somete por anticipado al veredicto insensato de la Ciudad que lo hace hombre.
No es inútil recordar; ahora bien, el momento histórico en que nace una tradición que ha condicionado la aparición de todas nuestras ciencias y en la que se afirma el pensamiento del iniciador del psicoanálisis, cuando profiere con patética confianza: «La voz del intelecto es baja, pero no se detiene mientras no se la ha oído», en que creemos percibir, en un eco sordo, la voz misma de Sócrates al dirigirse a Calicles: «La filosofía dice siempre lo mismo».
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