Jung, C. G. : Los complejos y el inconsciente. Libro tercero: Los sueños. Del sueño al mito

Libro Tercero: Los sueños

8. Del sueño al mito
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Junto al método de asociaciones existen otros que permiten también acceder
al inconsciente. El primero, como hemos visto, nos ha hecho penetrar en una
capa bastante superficial, en un inconsciente en cierto modo relativo, en un
inconsciente personal. Por ejemplo, la enferma, cuya hija murió de fiebre
tifoidea, también habría podido perfectamente—no podemos evitar el
pensarlo—ser consciente de los móviles de su acto. Este caso nos muestra lo
que debemos representarnos por la noción de inconsciente personal;
constituye una capa psíquica formada de elementos que podrían ser también
perfectamente conscientes, pero que, por ciertos motivos de naturaleza muy
diversa, se mantienen inconscientes. Esta absorción de acontecimientos de
nuestra vida en el inconsciente personal es, durante nuestra existencia,
moneda corriente. Cuando concentramos toda nuestra atención en un cierto
trabajo que monopoliza la energía psíquica disponible, no podemos pensar al
mismo tiempo en otra tarea; ésta desaparece de nuestro horizonte
momentáneo en un grado tal que, al volverla a recordar, puede producirse
como un choque en nosotros; dicha desaparición completa y frecuente es
debida al hecho de que nuestra energía psíquica es impotente para mantener
en un grado suficiente de conciencia un número elevado de elementos.
Tenemos que utilizar el potencial de energía psíquica del que disponemos
para iluminar intensamente lo indispensable, dejando lo accesorio en la
sombra, donde, con «el tiempo, que en cada sombra pone otra más negra» (32) ,
ya no lo distinguimos, cayendo en desuso. Es en este dominio oscuro, en este
«lindero de la conciencia», como lo llama W. James, donde penetra la
experiencia de asociaciones. Ahora bien, no es preciso decir que podrían ser
también conscientes. En uno de nuestros ejemplos, el de la viuda de cincuenta
y seis años, hemos descubierto gracias a la experiencia de asociaciones que
esta mujer deplora la marcha de su hijo; de esta forma no hemos hecho más
que penetrar en un dominio en el que los seres reflexivos e introspectivos se
orientan sin dificultad e incluso más allá. Pero en este caso, y por ello fue
necesaria una experiencia de asociaciones, se trataba de una persona llena de
ansia, que no quería confesarse que había «puesto sus ojos» en su propio hijo.
A los seres a los que la debilidad moral hace dudar, y en los que el temor a la
verdad predomina, les resulta penoso tener que hacer, y tener que hacerse,
semejantes confesiones. Sin embargo, el sentido común no puede remediar el
decirse que la enferma habría podido tener conciencia de los motivos de sus
tribulaciones. La experiencia de las asociaciones, desde el punto de vista
terapéutico, no hace penetrar muy profundamente, pues es preciso siempre
plantearse la cuestión esencial de saber lo que hay tras estas complicaciones
«humanas, demasiado humanas». Ciertamente, esta mujer había bloqueado
excesivamente a su hijo, y en el fondo de sí misma esperaba mantenerse como
la única poseedora de aquel hijo-amante. Pero ¿qué era lo que motivaba en
ella ese apego tan excesivo? Si yo tuviera que tratar a esta enferma no bastaría
que le dijera que ha procedido a un desplazamiento afectivo y que su hijo
hacía para ella el papel de un amante de repuesto. Esto no le sería de una
gran ayuda terapéutica. Para que nuestras entrevistas le sean provechosas, yo
necesito ver claro en esas capas de su alma en las que residen los motivos que
condicionaron su actitud y que son los únicos que explican por qué las cosas
llegaron hasta ese punto. Ahora bien, la experiencia de asociación, en general,
no penetra a una profundidad suficiente para proporcionar las aclaraciones
necesarias. ¿Padecía originariamente esta mujer un viejo complejo paternal?
Esto no aparecería claro en una experiencia de asociaciones en la época en
que se la intentó, pues los complejos actuales eran los relativos al hijo, en
primer lugar, y no los relativos al padre; las revelaciones de la experiencia se
refirieron esencialmente al hijo; al mantenerse el complejo paternal en la
sombra en un principio, no le entreveríamos quizá sino en una experiencia
ulterior, una vez que los problemas relativos al hijo hubieran sido liquidados.
Sólo entonces habría posibilidades de que se pusiera en evidencia. Por otra
parte, yo no apostaría la cabeza a que ocurriría así, aunque esta posibilidad
es, simplemente, la más probable y la más favorable; sin embargo, exigiría
mucho tiempo para que pudiera ser realizada. Ahora bien, el tiempo es en
este dominio un factor esencial, y por eso la psicoterapia, muy
tempranamente, mucho antes de Freud, ha dirigido su atención hacia los sueños.
Los médicos de la antigüedad concedían una gran importancia a los sueños;
suponían que éstos podían eventualmente proporcionar informaciones sobre
la naturaleza de la enfermedad. Por eso se han conservado un gran número
de sueños de la antigüedad, tales como los que han sido recogidos por los
«Terapeutas». Formaban éstos una secta que habitaba en el valle del Jordán y
en las orillas del Mar Muerto; algunos de sus relatos han llegado hasta
nosotros. Eran consultados habitualmente cuando, en las cortes, los adivinos
oficiales agotaban su ciencia o no daban, por temor a responsabilidades, sino
una interpretación edulcorada. Estos terapeutas curaban mucho gracias a la
terapia psíquica y se interesaban regularmente por los sueños. San Juan
Bautista fue, probablemente, uno de ellos.
Los sueños son manifestaciones que, bien analizadas, corresponden a los complejos.
El sueño surge mientras dormimos, estado que nos sume en una
inconsciencia aparente, pero que nos deja, sin embargo, un resto de actividad
psíquica; mientras se duerme se procede al desarrollo de la imaginación
onírica y a su fijación incierta, desde luego, por el recuerdo. Ni siquiera un
cierto razonamiento es ajeno al sueño; en él se hacen a veces reflexiones, se
pregunta uno qué significa, de dónde procede o qué pretende la imagen que
se percibe, bastando para todas estas operaciones, en tal ocasión, los restos de
conciencia que subsisten durante el sueño. Los sueños surgen en el estado de
conciencia crepuscular debido al reposo nocturno, al igual que los complejos
en plena conciencia. Este paralelismo que se constata entre los sueños y los
complejos y que incita a compararlos se ilustra también por la fuerte
afectividad que marca frecuentemente a las imágenes oníricas y que, como
hemos visto, es asimismo un atributo de los complejos. Además, éstos,
cuando nos asaltan, no se presentan jamás a nuestra mente en su forma
completa; sólo algunos de sus jirones llegan a la conciencia. Si el recuerdo de
un acontecimiento nos acosa, son, por ejemplo, fragmentos de una
conversación lo que acude a nuestra memoria: «Ella dijo entonces…, yo le
contesté…»; es así como un complejo hilvana un diálogo tal como se ha
producido o tal como habría podido producirse en la realidad; igualmente,
tras una disputa, uno sigue debatiéndose a solas consigo mismo durante
horas, enfrentando tesis y antítesis. No está muy lejos esto del procedimiento
propio del sueño, el cual, en parte con la ayuda de materiales anteriormente
adquiridos, esboza sus construcciones después de que ciertas reglas oníricas,
por el juego de su interposición, han venido a introducir entre el sueño y la
vida diurna una discontinuidad, una ruptura que abre la puerta a una
abigarrada diversidad. Si se ha vivido en el día un episodio impresionante, se
puede estar seguro, cuando el estado psíquico es bueno, que por la noche se
soñará—si se sueña—con otra cosa. Así se ha comprobado que los novios
raramente sueñan el uno con el otro; si esto ocurre, a menudo es el indicio de
una situación problemática, pues los sueños descartan en general las
imágenes que suscitan impresiones demasiado intensas. He aquí otros ejemplos
de la discontinuidad habitual entre la vida diurna y el sueño: al anotar
todos mis sueños durante mi expedición por África, observé que no había
soñado jamás con un negro, sino sólo con blancos. Sólo encontré la siguiente
excepción: Se me acercaba un negro con unas enormes tenacillas y me
recomendaba que me rizara el pelo; llevaba una chaqueta blanca.
Al despertarme me pregunté dónde había podido ver a aquel hombre: ¡era mi
peluquero habitual en los Estados Unidos! Durante la guerra se comprobó
que, mientras los soldados soñaban con su casa, todo iba bien; en cambio, se
sabía que convenía retirarles de las primeras líneas en cuanto empezaban a
soñar con guerra y con explosiones. En efecto, la mayoría de los
combatientes, mientras su estado físico se mantenía satisfactorio, soñaban con
su hogar, con la vida civil y nunca con la guerra. Estos ejemplos atestiguan la
discontinuidad que se opone normalmente en la prolongación pura y simple
en el sueño de los acontecimientos y de los complejos vividos en la vida consciente.
En cualquier caso podemos decir que los sueños, por la forma en que
aparecen, dejan traslucir un singular parentesco con los complejos: un mal
sueño puede perseguirnos durante todo el día siguiente, estropeándonos el
humor y la jornada o incluso podemos despertarnos «en medio» de un sueño
que nos deja dolores de cabeza o repugnancias inmotivadas, etc. En realidad,
los sueños no son en absoluto tan pueriles como se suele pretender. Freud se
ha interesado por los sueños porque había presentido que contienen
materiales que dependen de los complejos y que son comparables a éstos. Se
ha esforzado por crear una técnica que permitiera llegar a ellos: el método de
las asociaciones libres. Consistía en tomar una a una las diferentes imágenes de
un sueño y en reunir, a propósito de cada una de ellas, todas las ideas en
correlación con dicha imagen que se presentaban a la mente del que había
soñado. El método en sí habría sido excelente si en su ejecución no se
hubieran deslizado postulados teóricos que todavía tendremos que discutir, y
si se hubiera tenido en cuenta los siguientes hechos: si, a partir de un punto
de partida cualquiera se establece una cadena de asociaciones, se llega
indefectiblemente a un complejo, sin que haya necesidad para ello de un
sueño. Nosotros hemos hecho la experiencia utilizando como trama de las
asociaciones los temas más triviales, por ejemplo, un anuncio municipal: «Se
prohibe, bajo pena de infracción…», e incluso un letrero en ruso. A los pocos
eslabones asociativos ya pisamos en los complejos, para cuya detección los
sueños son superfluos. La preocupación central de Freud era llegar a los
complejos y para ello utilizó los sueños, como nosotros hemos hecho con el
anuncio municipal, sin preguntarse en el fondo lo que significaban en sí
mismos los sueños que utilizaba. Como ya hemos dicho, habría podido
utilizar lo mismo un juego de cartas o una página de un diccionario, etc. Pues
las asociaciones libres pueden dejar el contenido del sueño perfectamente al
margen y hundirse en complejos que no son necesariamente esenciales. Nos
encontramos aquí, en efecto, con un dominio pródigamente rico en
posibilidades de errores. Un error posible es el atrincherarse tras complejos
menores, a fin de disimular los más penosos. Confesamos complejos que, en
el fondo, sabemos benignos—los pecados veniales—, pero callamos la
diablura que en verdad importa. Hay personas que nos descubren gustosas
una parte de suciedad diciéndonos: «¡Vea qué clase de individuo soy!»; pero
este descubrimiento no es a menudo más que un pretexto para encubrir una
abominación—un verdadero pecado mortal—de la que se intenta apartar al
observador. Los sueños, por su parte, tratan de los hechos esenciales,
específicos, eficaces, por encima de lo que la índole de cada uno pueda tener
generalmente de débil y culpable. Por eso, el objetivo que deben proponerse
las asociaciones libres—con las que, por otra parte, yo estoy enteramente de
acuerdo—es interpretar un sueño y no llegar al magma de complejos que
dormitan en todo soñante (33). Por consiguiente, las asociaciones deben ser
canalizadas, limitadas a la periferia inmediata del sueño, a los elementos que
están en relación con éste. Es preciso respetar el principio de que no hay que
retener sino los materiales que se agrupan en torno de la representación
onírica a elucidar y que forman su contexto y no aquellos que, gradualmente,
pueden llegar hasta el infinito. Es preciso prescindir de las asociaciones que
superan excesivamente el contenido del sueño. Cuando quien ha soñado con
una locomotora, por ejemplo, habla de ferrocarril, pasa luego a Siberia, y a los
bolcheviques, para llegar a la Sociedad de Naciones, esto es impropio y no
significa ya nada en relación con el sueño, pudiendo cada cual hacer otro
tanto a partir de cualquier cosa. Lo que yo deseo saber es lo que significa la
locomotora personalmente para quien tuvo el sueño, y por eso las
asociaciones no deben apartarse exageradamente de esta locomotora. Yo no
temo, por ejemplo, preguntar al sujeto: dígame, entonces, lo que evoca en
usted una locomotora.
—Últimamente he visto una muy grande; esto es todo lo que se me ocurre.
—Suponga que yo no sé en absoluto lo que es una locomotora: explíqueme lo
que es y lo que usted piensa de ella.
Puede ocurrir entonces que el sujeto del sueño nos cuente una historia muy
interesante, que nos dé una definición que contenga eventualmente la
significación que tiene la locomotora en su sueño. Pues la locomotora en el
sueño es realmente una locomotora. Esta afirmación constituye también una
diferencia esencial entre mi concepción de los sueños y la de Freud. Como dice la
Cabala, el sueño es realmente un sueño; lleva en sí mismo su significación; el
sueño es lo que es, entera y exclusivamente lo que es; no es una fachada, no
es algo a propósito o preparado, una engañifa cualquiera, sino una
construcción terminada (34). Cuando ríos atenemos a la hipótesis de que el
sueño es lo que es y de que se contiene íntegro en sí mismo, se hallará en cada
caso específico la limitación necesaria para las asociaciones libres, limitación
que nos hará quedarnos siempre en el contexto, en la trama y en las
proximidades inmediatas del sueño.
Antes que aventurarme en la abstracción prefiero mostrar, mediante un
ejemplo práctico, la forma de abordar un sueño. El sueño que me propongo
comentar fue precedido por otros dos que ya he referido en otro capítulo de
esta obra. El lector puede encontrarlos en La utilización práctica del análisis
onírico [pág. 316: «Un hombre de elevada posición social…», hasta «… que la
catástrofe se hizo realidad»].
La anamnesia y el relato de estos dos sueños exigieron más o menos toda la
primera consulta, al final de la cual intenté participar al paciente mi
concepción, que no tuvo la fortuna de agradarle. Yo tuve la impresión de que
él creía saber mucho mejor que yo lo que había que hacer. Semejante actitud
en un enfermo no me hace perder la calma, por lo que me limité a decirle:
«Naturalmente, también se puede concebir las cosas de otra forma: ¡le deseo
un sueño reparador y una buena digestión!», sabiendo de antemano que su
demonio personal no le abandonaría así como así y que le obligaría,
martirizándole, a reconsiderar sus opiniones. Por eso, todo lo que yo hubiera
podido añadir habría sido superfluo. Su inconsciente, me dije, le acosará y le
molestará en sus posiciones actuales de forma infinitamente más refinada que
mis mejores discursos. Pero vayamos al sueño que queremos analizar más a fondo.
El sujeto del sueño se halla en la granja de una campesina desconocida. Le
cuenta que proyecta hacer un largo viaje hasta Leipzig, y que tiene que
hacerlo a pie. La campesina le contempla con los ojos abiertos de admiración,
lo que no deja de disgustarle. El mira en ese momento por la ventana y
contempla el campo, donde están trabajando los segadores. De pronto, en el
trasfondo de este paisaje, estando el sujeto del sueño fuera, aparece un
enorme cangrejo o un enorme lagarto; se ve entonces enfrentado con el
monstruo, el cual se dirige primero hacia la izquierda y luego hacia la derecha,
de modo que él se siente cogido en el ángulo de estos dos movimientos,
como entre las hojas de unas tijeras. El monstruo se aproxima lentamente, y él
se pregunta qué debe hacer. Se da cuenta entonces de que tiene en la mano
una varita mágica; le da un golpe con ella al monstruo, que muere
instantáneamente. El sujeto, de pie ante el cadáver, tiene que contemplarlo
larga e intensamente. Se despierta en el transcurso de este largo recogimiento.
Las imágenes de este sueño son muy sencillas y muy claras; ¿cómo
abordarlas? Yo procedo de la siguiente forma. Divido una página en tres columnas;
en la de la izquierda escribo el sueño espaciando sus fases sucesivas;
en la del centro, que es un poco más ancha, viene el contexto onírico
(constituido con ayuda de las asociaciones libres, como hemos dicho más
arriba); en la de la derecha, por último, figuran las conclusiones a las que se
puede llegar sobre el conjunto. Tratamos, pues, el sueño como si fuera una
inscripción fragmentaria que acabara de ser descubierta, que no pudiéramos
descifrar y que intentáramos hacer legible con la ayuda de informaciones y
complementos extraídos de otros dominios. Provistos de estos paralelismos,
tenemos que proceder a las interpretaciones. La segunda columna, la del
contexto, debe alimentarse de los materiales proporcionados por el sujeto del
sueño mismo, pues él es el único que puede describir lo que ciertas cosas
significan en sí mismo, mientras que a nosotros nos es imposible saber, desde
fuera, qué función asume una imagen dada en su psiquismo. Un observador
exterior no podría decir a priori ante qué y cómo reacciona un ser, y por eso
los símbolos del sueño son de naturaleza esencialmente individual. Necesitamos
encontrar en el psiquismo del que sueña de qué contexto, es decir, de qué
conjunto se han desprendido las imágenes oníricas, qué atmósfera las
rodeaba. Una vez establecido el contexto, la estructura del sueño aparece
mucho más claramente y podemos arriesgarnos a llegar a conclusiones.
Supongamos que ya hemos escrito nuestro sueño en la columna de la
izquierda y que atacamos la cuestión del contexto.
Si yo les pregunto lo que evoca en ustedes «una granja y una campesina»,
estoy seguro de que muchos de ustedes pensarían que se trata de la casa
materna y de la propia madre. Mi pregunta, sin embargo, sería un ejemplo de la
forma en que no hay que proceder, pues esta asociación no es la de nuestro
sujeto; esta granja evoca en él algo muy distinto, es decir, el hospicio de Saint-
Jacques, donde, en 1444, mil quinientos confederados encontraron una
muerte heroica (35). Esto es lo que evoca en la mente del sujeto la casa de su
sueño; ninguno de nosotros habría pensado en esa evocación y él era el único
que podía darla. Más adelante tendremos que tener en cuenta esta asociación,
tan significativa.
En cuanto a «la campesina», no le recuerda en absoluto a su madre, sino a
una posadera, una viuda poco culta con la que charlaba de vez en cuando.
«El gran viaje a Leipzig» le hace pensar en la gran empresa que proyecta (es
decir, la ascensión a las altas cimas, que es el origen de su mal de altura
figurado); espera, en efecto, que le nombren profesor en Leipzig; en ello tiene
puesta su máxima ambición.
«Tiene que ir a pie», es decir, explica, por sus propios medios, por sus méritos
personales y no gracias a la suerte.
«El asombro admirativo de la buena mujer» significa, a sus ojos, que él se
mueve en un medio demasiado modesto (36).
«La imagen de los segadores» evoca en su mente un cuadro que tiene en su
casa, una litografía que representa a campesinos en las faenas de la cosecha.
Nada más. «Este es el origen de esa escena de mi sueño» (37).
Con el «cangrejo» asocia que es una especie de monstruo, un animal híbrido y
fabuloso, caracterizado por el hecho de que nada hacia atrás. En el sueño,
manifiestamente, el animal busca un camino dirigiéndose primero hacia la
izquierda, luego hacia la derecha. La izquierda (sinister), naturalmente, no le
es favorable, y la derecha tampoco, puesto que el animal encuentra en esta
dirección la muerte, sucumbiendo al golpe de la varita mágica. El sujeto del
sueño destaca el ángulo en que se encuentra, formado por las dos direcciones
seguidas por el monstruo (38).
«El combate con el monstruo» evoca para él la lucha del héroe y del dragón.
«La varita mágica» le recuerda una varita maravillosa, una varita de hada.
La razón de «su largo recogimiento» sigue siendo oscura para él. Necesitó
contemplar al monstruo muerto, pero no sabe por qué ni qué significación
puede ello tener.
Estos son los materiales. Cuando se descubre una inscripción y se saca a la
luz del día, el terreno que la ocultaba no proporciona su traducción; lo mismo
ocurre con el sueño y su contexto. La traducción, en un caso como en otro, es
la labor de la inteligencia humana, que dispone de trozos y de fragmentos,
pero para la que el conjunto permanece problemático. Para darle un sentido
inteligible al sueño, es preciso cotejarlo con los elementos de comparación
que se ofrecen gracias al contexto. Desde cierto punto de vista, nuestro sueño
se intercala maravillosamente en la serie ya comenzada. Los dos sueños
precedentes llaman la atención sobre un retorno a la juventud, sobre la vida
sencilla, sobre la indispensable circunspección que permitiría evitar el peligro
que habría en lanzarse a todo vapor y esperar que todo marchara bien, y, en
fin, sobre la prisa dañina y vana. Muchas de estas ideas son equivalentes
entre sí. En este tercer sueño, el sujeto que sueña se halla de nuevo en una
casa sencilla, frente a una campesina más o menos maternal. Ahora bien,
como hemos visto, le resulta desagradable que le recuerden su modesto
origen social (39); siente un poco de vergüenza de sus padres campesinos y
preferiría ser hijo de algún gran personaje.
Aquí, al comienzo del sueño, el sujeto es llevado indudablemente a su origen
modesto por una evocación que contrasta con su concepción y su forma de
vida actuales y que, de modo indirecto, evoca también a su madre;
precisamente porque el sujeto del sueño tiene razones subjetivas para ocultar
su origen nos es preciso introducir éste en el cuadro de conjunto y tener en
cuenta este estado de cosas. Este comienzo de sueño encubre un episodio del
pasado, gracias al hospicio de Saint-Jacques, en el que un combate
desproporcionado contra un enemigo de superioridad aplastante ocasiona
muertos heroicos. Esta evocación anuncia el combate que va a enfrentar al
héroe con el dragón; hace presagiar imaginaciones semejantes a las que se
han precipitado en los mitos étnicos de los héroes, imaginaciones que van a
ser responsables de la facilidad con la que nuestro sujeto vencerá al
monstruo. Tales imaginaciones, tal facilidad para desembarazarse de un
monstruo angustioso, contienen, evidentemente, un elemento compensador:
de un origen social muy modesto, que se esfuerza por olvidar, el autor del
sueño se siente interiormente empujado, obligado, a llegar a ser un gran
hombre, una especie de héroe, pues los héroes han tenido siempre en la
imaginación de los pueblos una doble estirpe, humana por un lado u
sobrehumana por otro, ya que durante su infancia mamaban leche de
inmortalidad. Nuestro sujeto compensa así cierto sentimiento de inferioridad
debido a su origen; de ahí sus fanfarronadas ante su posadera, que encarna
su propia sencillez y ante la cual siente la necesidad de afirmar tanto su
capacidad personal como el glorioso porvenir que da por descontado; como
la posadera es también su madre, que evoca de un modo natural su infancia y
su pasado, es ante su propio pasado ante quien tiene que afirmar sus
impulsos de heroísmo, sus ambiciones desmesuradas, a las que se abandona enteramente.
En este momento aparecen los segadores, trabajadores de la tierra que
realizan el trabajo simple que fuera el de sus antepasados y que viven la
existencia común de las gentes del campo.
Esta imagen pasa rápidamente, ahuyentada, en cierto modo, por una imagen
mucho más impresionante que nos va a sumir en la mitología. Una falla
profunda, una solución de continuidad separa estas dos imágenes del sueño,
que hasta este momento se había movido en el dominio de la psique personal,
es decir, en el dominio de los recuerdos y de los conflictos propios del autor.
El debate pasa de pronto a un plano más elevado y alcanza dimensiones
mitológicas; de pronto ya no se trata de la lucha de una ambición exagerada,
que aspira a una cátedra honorífica, frente a unos orígenes modestos y una
capacidad que aconsejaría más modestia; de todo esto, bruscamente, no
queda ni huella. Asistimos a un desplazamiento sobre el plano mítico; nuestro
profesor se convierte en un Sigfredo que ya no se preocupa de ir a Leipzig,
sino de vencer al monstruo. Aparece un elemento nuevo, inexplicable para el
sujeto del sueño, que se encuentra de pronto trasladado a un mundo de
hadas. El sueño se abre sobre un horizonte más vasto y depende de capas
más profundas del psiquismo. Un destino individual, humano, demasiado
humano, se encuentra ensanchado hasta las proporciones de un problema
mitológico y de una descripción mítica. Es esto algo insólito y, para nosotros,
muy poco familiar. Sin embargo, la medicina antigua—la de los egipcios, por
ejemplo— estaba familiarizada con este problema y se esforzaba siempre por
elevar a este plano superior la enfermedad, el estado de inferioridad que se
abate sobre el ser humano. Supongamos, por ejemplo, que un egipcio de la
antigüedad, el equivalente a un Monsieur Dupont de nuestros días, va a pasear
y es mordido en el pie por una víbora de las arenas; para nosotros,
cuando Monsieur Dupont ha sido picado por una serpiente, se trata de un
aciago accidente y tenemos que recurrir con urgencia a alguna medicación. El
médico egipcio, que era al mismo tiempo sacerdote, procedía para la curación
de un modo muy distinto; se esforzaba por hacer pasar al accidente concreto
al plano mitológico, remitiéndose a algún texto sagrado que contaba cómo el
gran Dios-Sol recorría sus dominios y cómo la Diosa-Madre había puesto en
su camino, secretamente oculta entre la arena, una serpiente venenosa. El
Dios ponía el pie encima, era mordido por el reptil y gritaba de dolor; los
demás dioses sentían compasión, suplicaban a la Diosa-Madre—que había
creado al reptil venenoso—que creara también un contraveneno eficaz; ésta
condescendía y curaba al Dios herido. Este es el texto que el sacerdote-médico
le leía al enfermo, y a esto se limitaba el tratamiento, cuyo alcance no
logramos comprender. No obstante, debemos reconocer que al nivel psíquico
en que estaban los egipcios de entonces este relato constituía perfectamente
un procedimiento terapéutico: a ese nivel, en efecto, el hombre podía ser
sumido todavía fácilmente en el inconsciente colectivo mediante un simple
relato, cuyas imágenes se apoderaban de todo su ser con una potencia tal que
su sistema vascular y sus regulaciones humorales restablecían el equilibrio
comprometido. Esto es lo que explica, por otra parte, en general, el valor
curativo de la medicina mágica al nivel primitivo, mientras que nosotros no
concebimos la posibilidad de eficacias de esta clase más que en el plano del
dominio moral. En él asistimos, en efecto, a acciones semejantes y encontramos
formas enteramente semejantes. Cuando, por ejemplo, padecemos alguna
inferioridad moral, algún conflicto psíquico o una gran preocupación, vamos
a la iglesia, escuchamos el texto sagrado, las palabras salvadoras que elevan
nuestro sufrimiento personal a la dignidad de un sufrimiento de la colectividad,
a un nivel mítico en el que no somos ya un ser único, sino en el que
encarnamos al mismo tiempo la totalidad humana, la humanidad sufriente.
Nuestro problema, en cierto modo, se encuentra resuelto; se invoca para este
problema la gracia divina, cuando en realidad simplemente se le ha elevado
hasta un plano mítico en el que no hay problema que no tenga su solución;
pues esta mitología del inconsciente colectivo está caracterizada por una
especie de derramamiento que hace brotar de un modo natural un tema
nuevo de un motivo que acaba. En ningún punto encontramos en él un
estancamiento efectivo; todas las situaciones difíciles llegan a su culminación,
se resuelven y engendran situaciones nuevas. De este modo se desarrolla la
melodía infinita de la vida, como una corriente salvadora en la que nos
vemos momentáneamente sumergidos. Si nos abandonamos un momento en
este flujo soberano, no dejaremos de salir de él con una actitud rectificada, lo
que ayuda a curar el mal moral que padecemos.
Me han hecho dos preguntas. La primera se refiere a esa madre que tuvo la
desgracia de hacer morir a su hija (40).
LA PREGUNTA es la siguiente: «¿Cómo se habría comportado esta mujer si
hubiera sido consciente de la tendencia que la dominaba y que la empujaba a
suprimir a su hija?»
RESPUESTA: En ese caso, es probable que la catástrofe no se hubiera producido.
El conocimiento que la enferma habría tenido de su tendencia homicida
íntima habría engendrado un conflicto al chocar con su ser moral; por lo
menos habría suspendido su despreocupación pura y simple, la habría
incitado a hablar de ello a su marido o a alguna persona de confianza; o,
incluso, su lucha interior le habría ocasionado quizá una neurosis tal que se
habría hecho indispensable un tratamiento. En resumen, de una u otra forma,
es muy probable que el homicidio y la psicosis se habrían evitado.
Por otra parte, podemos generalizar la cuestión y preguntarnos qué hay que
hacer cuando semejantes tendencias surgen en un ser. ¿Qué se hace cuando
se siente de pronto una propensión a ejecutar un acto que es un crimen? Estos
impulsos están lejos de ser una rareza excepcional. En toda población hay un
cierto porcentaje de homicidas reales, al margen de los cuales todo hombre
comparte también con ellos una cierta inclinación al mal; todos, en un cierto
porcentaje—el porcentaje estadístico, por decirlo así—tenemos algo de
asesino. Y por ello debemos guardarnos de sentirnos demasiado orgullosos
de nuestras virtudes, que están siempre acompañadas de la sombra que
proyectan las estadísticas humanas. Pues todos somos hombres, portadores
del mal, que es una de las características absolutas del hombre. El mal puede
extender su influjo, desproporcionadamente, sobre la vida interior de ciertos
individuos predispuestos; si se resisten a él, son presas de un conflicto; si se
abandonan, llegan al crimen. Es una suerte, para nosotros, los médicos, que
no entremos en contacto sino raramente con los casos más difíciles: la
experiencia muestra, en efecto, que en los seres predestinados por su
temperamento a caer en el crimen, las tendencias al mal, que son en ellos
completamente naturales, no determinan en absoluto neurosis. En los
grandes centros educativos de América, donde, por creer que sólo les ha
faltado una educación enérgica, se educa a los niños que se han desviado con
la esperanza de deshabituarles, de ayudarles a desprenderse del mal, se ha
hecho la siguiente experiencia: los niños que han caído en la criminalidad
infantil sólo por abandono moral y por la desgracia de su medio,
trasplantados a un ambiente moral, se aprovechan de ello de un modo, en general,
satisfactorio; aquellos otros, en cambio, a los que la naturaleza parece
haber dotado de una vocación para el mal que están obligados a encarnar, se
desenvuelven mediocremente en un clima educativo, tienen el sueño
inquieto, padecen dolores de cabeza, se vuelven histéricos. Cuando un ser ha
sido elegido por el destino para vivir el mal, nadie podrá apartarle de él, pues
los malos tienen que realizar la voluntad creadora particular que los habita,
del mismo modo que los buenos tienen que realizar la voluntad de bien que
hay en ellos. Por eso no es grande el peligro de que un ser bueno en el fondo
caiga en la ignominia y sea ganado por el mal. Pues, en realidad, éste le
repugna de tal manera que cuando adquiere conciencia de su amplitud
retrocede ante su ejecución. Es posible que tenga un conflicto, que sienta
angustia; pero todo acabará por volver al orden a poco que se tenga la
paciencia necesaria y con tal de que el Creador le haya hecho participar
realmente del bien. Por consiguiente, hay tan poco mérito en ser bueno como
poco vicio o pecado en ser malo: en esto nosotros no hacemos sino
representar los papeles que nos han dado. Esto es lo que la sabiduría oriental
expresa al decir: «Tú harás el papel de un rey o el de un mendigo o el de un
criminal, según la voluntad de los dioses.» La segunda pregunta es relativa a
la ástrología; habría sido extraño que no hubiera surgido sobre el tapete. Es la
siguiente:
PREGUNTA: «Si, como usted pretende, nuestra psique está proyectada en las
cosas, a las que anima con sus propios datos inconscientes, ¿cómo es posible
que la astrología y las demás ciencias ocultas tengan interés a los ojos del
hombre reputado consciente?»
RESPUESTA: La astrología tiene una gran importancia y yo estoy lejos de
subestimarla. Ello no quiere decir que haya que suponer que las constelaciones
eternas sean responsables de los caracteres de cada uno y de sus
particularidades. Las constelaciones nos sirven esencialmente para precisar
nuestra posición en el espacio y para medir el tiempo. Pero no seamos
nosotros como ese célebre aficionado a la astronomía que la admiraba
ciegamente porque le permitía saber los pesos y la composición química de
las estrellas pero, sobre todo, descubrir sus nombres. Las estrellas no tienen
nombres que posean a priori, sino los que nosotros les hemos dado y que nos
sirven en parte como hitos en el tiempo; es aquí donde comienza el gran
problema de la astrología. ¿Cómo es posible que una época, un período dado,
posean ciertas cualidades que se reflejan en las cosas y en los seres que han
vivido o han nacido en ellos, cualidades que permiten también sacar
conclusiones sobre la época en que estas cosas han sido engendradas? Este
problema, desde un punto de vista filosófico, parece extremadamente
complicado, pero en la práctica es muy sencillo: yo tengo en mi casa, por
ejemplo, un viejo armario del que un entendido competente me diría que fue
hecho hacia 1720 en tal o cual lugar, por tal o cual maestro. ¿Cómo lo sabe?
¡Esta es la ciencia del buen anticuario! Del mismo modo, un fino conocedor
de vinos podrá precisar el año, la cosecha y la cueva de tal o cual muestra. El
catador sabe que el vino de tal año y de tal viñedo, a causa de las condiciones
especiales que reinaron entonces, ha adquirido un sabor que le distingue de
los vinos que esas mismas viñas produjeron otros años. Lo mismo ocurre con
los hombres: hemos nacido en un momento dado, en un lugar dado, y, como
las cosechas célebres, tenemos las cualidades del año y de la estación que nos
ha visto nacer. La astrología no pretende más.

2 (41)
Como hemos visto, hemos planteado un problema difícil. En cuanto se
aborda un sueño, siento desazón; y no puedo por menos de sentirla, pues no
se tarda en chocar con alguna oscuridad en que las dificultades se
amontonan. He buscado largamente en mi colección un sueño sencillo,
propio para la exposición que me propongo hacer; durante mucho tiempo he
reflexionado y el que ofrezco aquí era el más sencillo que encontré.
Ciertamente, existen sueños de una gran sencillez aparente, pero que, en
cuanto se intenta comprenderlos, resultan mucho menos sencillos de lo que
se creía. Es preciso hacerse a la idea de que intentar la interpretación de un
sueño equivale a sumirse en la oscuridad. Pues, cualquiera que sea la
experiencia que se pueda poseer en este dominio, no por ello es menos
necesario considerar cada sueño como algo enteramente nuevo y desconocido.
Yo no abordo jamás el estudio de un sueño sin adoptar esta actitud.
El que un sueño se presente totalmente incomprensible no significa que uno
se deba abandonar a una sensación de inferioridad; es importante, incluso,
confesarse que hay problemas que superan nuestra comprensión. Por eso yo
me he habituado a ver en principio en un sueño algo impenetrable; esto me
da el valor y la fuerza para plantearme cuestiones a menudo tontas y de
apariencia pueril, que pueden aportar, sin embargo, aclaraciones importantes.
Estas cuestiones simplistas, en efecto, sólo se plantean si se está
profundamente impresionado por la oscuridad que reina en torno a un
sueño. En efecto, los sueños, sencillos en un primer momento, conducen en
seguida a vastas penumbras. En nuestro sueño, por ejemplo, ¿qué sentido
tiene ese cangrejo? La dificultad de comprender el sueño sería mucho menor
si no apareciera. El sueño, hasta ahí, tiene apariencias muy abordables: este
hombre complicado, tanto más imbuido de su importancia cuanto que sus
comienzos fueron muy humildes, que se cree muy superior a su medio
originario, este hombre tan pagado de sí mismo se ve retrotraído a su pasado
modesto. Sus asociaciones nos han revelado la amplitud de sus aspiraciones,
su esperanza de que le nombren profesor en Leipzig, y la ilusión de su valor
personal le lleva a identificarse con los mil quinientos suizos que contuvieron
a los armagnacs en Saint-Jacques. Y, de repente, en este conjunto de datos
asignables y humanamente comprensibles surge ese cangrejo, cuya razón de
ser se nos escapa por completo. Estamos un poco como ese granjero del Oeste
que, al ir a Nueva York por primera vez, contempla en el jardín zoológico un
casuario, ave sin alas, y expresa su asombro con la siguiente reflexión:
«¡Caray, no es posible que haya aves así!» Esta exclamación podría ser a
fortiori la nuestra, pues verdaderamente no hay cangrejos, lagartos o
monstruos zoológicos de dimensiones tan colosales: es una pura imaginación.
Sin embargo, es preciso que observemos que si la realidad los ignora, en la
mitología sí se los encuentra. Tenemos, por ejemplo, en Basilea, un monstruo
parecido, un basilisco, que, sin embargo, ningún basiliense ha visto jamás
vivo. Pero tales quimeras hierven en nuestras imaginaciones, en las almas,
que son la fuente de toda mitología. La mitología no tiene una procedencia
exterior, no es un hecho empírico. Si estos monstruos, estas entidades
imaginativas, no figuraran en nuestros sueños, como no existen en el mundo
exterior, jamás se les habría descubierto. Estas imágenes no habrían sido forjadas,
estos monstruos no habrían servido de expresiones simbólicas si ello
no respondiera en nosotros a alguna necesidad. ¿Habría podido hablar
nuestro sueño igual de un oso o de un león? Parece que no. Sin duda, no
habría sido suficiente; sólo un animal particularmente complicado e irreal
podía expresar, al parecer, un elemento psíquico ajeno, también él, a la
realidad concreta. Los primitivos tienen expresiones particulares para
expresar los fenómenos que les parecen tan incongruentes como
inconcebibles y que para ellos son siempre de naturaleza mágica. Cuando un
animal se comporta de forma inusitada, se emancipa de sus hábitos normales:
por ejemplo, cuando un oso hormiguero aparece en pleno día, siendo así que
comúnmente se le ve de noche, los primitivos sienten una terrible excitación,
más o menos como si entre nosotros el río Birse remontara el Jura [o la
Tarasca el valle del Ródano]. Ello sería, en efecto, muy alarmante, un fallo
grave en el orden de la naturaleza, y esto es lo que siente el primitivo en el
caso del oso hormiguero; el animal debe ser inmolado; y es preciso proceder a
ritos purificadores para abolir la incongruencia, que podría provocar alguna
catástrofe. Antaño en Basilea se procesó a un gallo que había puesto un
huevo, acto tan incongruente como nefasto pues se creyó que si este huevo
hubiera sido incubado por una rana, de él habría nacido un basilisco, que
habría traído consigo la gran peste.
Y he aquí que surge en nuestro sueño un animal fabuloso, incongruente, de
dimensiones colosales; es decir, un aguafiestas que viene a meter la pata de
forma tan inaudita como inesperada. Imaginémonos el estado de ánimo
corriente de nuestro pequeño burgués de brillante posición: vive en el más
razonable de los mundos, regido por un gobierno adecuado y en el que se
puede aspirar con los años a subir los escalones de una brillante carrera.
Quizá fue primeramente maestro; trabajador como es, continúa sus estudios,
obtiene un pequeño puesto, llega a ser encargado de curso en la universidad,
luego profesor extraordinario y, por fin, profesor ordinario. ¿Por qué no va a
continuar la ascensión, ya que el Creador previsor lo ha querido así para los
seres ambiciosos? De esta manera deben suceder las cosas en el mundo de los
hombres conscientes y organizados, en el que él cree vivir y del que está
proscrito lo extraordinario. Tal es nuestro profesor; y los hombres de este
temple son en general considerados como buenas personas trabajadoras que
constituyen para un Estado pilares tranquilizadores. Pero, de pronto, he aquí
a nuestro hombre presa de un trastorno inexplicable. ¿De dónde puede venir
esta especie de mal de altura? Naturalmente, el paciente ha consultado a una
multitud de médicos, algunos de los cuales, que eran sinceros, quizá le
habrán podido decir: «Mi querido señor, usted padece simplemente una
neurosis; las pastillas no le harán nada: habrá que buscar otra cosa».
Finalmente, llega a mí y yo tengo que decirle: «Sí, usted padece efectivamente
una neurosis, trastornos del psiquismo.» Pero él no ha tenido jamás semejante
enfermedad; en su mundo hay sitio para una carrera, pero no para una neurosis,
incongruencia emparentada con lo nunca visto y con lo extraordinario.
Si fuéramos paseándonos por los alrededores de Basilea, por el parque de
Langen-Erlen, y de pronto viéramos surgir, aproximándose en zigzag, un
monstruo semejante, mitad cangrejo, mitad lagarto, sentiríamos, no sólo
asombro sino también angustia; creeríamos que teníamos una pesadilla o que
nos habíamos vuelto locos; como mínimo, nos sentiríamos en un peligro
inminente. No es este el caso de nuestro sujeto, quien, dado que en su sueño
se ha convertido en un héroe, está por ello mismo familiarizado con los
dragones. Pues, quienquiera que tenga la presunción de pasar por un héroe, por esta
misma presunción desafiará al dragón con el que tenga que combatir. Su
sobrestimación personal amontona en su alma grandes peligros psíquicos.
Algo, que debería provocar su temor, se alza ante nuestro hombre. Pero él
toma el peligro a la ligera y mata al monstruo de un golpe de varita mágica.
Como logra conjurar con tanta facilidad aparente el inmenso peligro que le
amenazaba, esperamos verle como triunfador y que diga: «La prueba no era
tan terrible: ¡era una bagatela!» Sin embargo, no ocurre así, y el sueño termina
con esa nota singular de la necesidad que siente de contemplar largamente al
animal muerto. ¿Qué puede significar esto? ¿Qué piensan ustedes? ¿Por qué
esa larga meditación ante el cadáver? ¿Por qué el sueño añade este apéndice,
que parece insignificante?
RESPUESTA DE UN OYENTE:—Eso señala el comienzo de la curación.
PROFESOR JUNG:—No es un comienzo de curación.
RESPUESTA DE OTRO OYENTE: —Manifiestamente, ese monstruo es un animal
singular: quizá hay que pensar que necesita contemplar largamente el
cadáver para ver qué clase de animal es.
PROFESOR JUNG : —He aquí una idea más correcta; pero, a causa de la facilidad
con que inmola al monstruo, se presenta a la mente otra concepción.
RESPUESTA DE OTRO OYENTE: —La prueba ha sido tan fácil que se queda
pensativo, sin lograr separarse de él.
PROFESOR JUNG: —En efecto, filosofa, examina pensativamente la situación. El
sueño le dice: «Reflexiona sobre lo que acabas de hacer y sobre lo que
significa el haber matado a este animal.» Se despierta en medio de estas
reflexiones. Ahora bien, nos despertamos durante un sueño—prescindiendo
de las perturbaciones externas—en el momento en que su sentido ha
alcanzado su punto culminante y en que el sueño, una vez agotado su tema,
pone un trazo final a su propio desarrollo. El despertar es probablemente
debido a que la fascinación ejercida por el sueño cesa de pronto y la energía
así liberada provoca una vuelta a la conciencia. Todos sabemos que nos
despertamos a veces sobresaltados al final de ciertos sueños.
Así, pues, el final de este sueño debe inducirnos a la reflexión. Cuando yo
analizo un sueño de esta clase, siempre procuro impregnarme de su atmósfera,
situarme en su perspectiva; supongo, para ello, que me encuentro en
la situación del que lo ha soñado, que yo acabo de matar al monstruo con
facilidad y que estoy allí, pensativo, con mi paciente frente al hecho realizado;
continuando la ficción, me pregunto: «¿De qué se trata, en el fondo? ¿Por qué
he matado a este dragón, por qué ha ocurrido así y no de otra forma?» El desenlace
del sueño implica un enigma que exige reflexión. ¿Por qué no tener en
cuenta esta invitación? Me esfuerzo por conformarme a ella. Permanezco con
mi enfermo, por así decirlo, ante el monstruo; doy con él una vuelta en torno
suyo, lo inspecciono; entablamos una larga conversación sobre los dragones,
sobre sus actos, sus poderes, sus significaciones, hasta que, poco a poco,
penetramos el sentido de este episodio.
¿Hacemos aquí lo mismo? Como el sueño nos ha llevado a muchas
digresiones, recapitulemos previamente lo esencial: en un primer sueño el
sujeto se ve en su pueblo natal, lo que constituye manifiestamente una
llamada acerca de su modesto origen social. En el segundo, el maquinista de
la locomotora pone a ésta a todo vapor, provocando así una catástrofe. En el
tercero, en fin. el sujeto del sueño está al comienzo en su casa; aparece
claramente que sus vastos proyectos son fanfarronadas, algo destinado a
deslumbrar a los que no saben distinguir el oropel de lo verdaderamente
precioso. Es, por su parte y sin que él se dé cuenta, una actitud muy negativa;
hace caso omiso de ella. Entonces surge ese monstruo que constituye
indudablemente un grave peligro; el sujeto lo conjura en seguida de la forma
más simple, gracias a un golpe de varita mágica. Tras lo cual, sin embargo,
necesita reflexionar sobre su acto. ¿No les dice nada esto, aunque sea de
forma puramente intuitiva? Dejando aparte la ciencia, siento curiosidad por
saber si se les ocurre alguna idea sobre ello; no les oculto, por lo demás, que
esta parte del sueño ha sido para mí un rompecabezas. ¿Qué gran peligro,
prescindiendo de la neurosis, puede asaltar a un ser en tal situación y
expresarse así en un sueño?
RESPUESTA DE UN OYENTE:—El peligro de ser devorado por el dragón.
PROFESOR JUNG: —¿Qué quiere decir? El peligro de ser tragado por el dragón
podría significar el peligro de ser tragado por el inconsciente. Pero, a su vez,
¿qué quiere decir ser tragado por el inconsciente? ¿Qué pasa entonces? El
sujeto se vuelve loco, inconsciente y desorientado, y pierde todo contacto
consigo mismo y con el mundo que le rodea. Es, evidentemente, un peligro
inmenso. Sin embargo, nuestro paciente es, dejando aparte su neurosis, muy
normal, y es poco probable que caiga jamás en la locura. Tenemos que buscar
otra cosa. ¿Qué otra posibilidad queda? RESPUESTA DE UN OYENTE: —El
monstruo, junto a los peligros que encarna, podría estar también lleno de
posibilidades de curación.
PROFESOR JUNG:—Sí, eso es, el dragón es, al mismo tiempo, una posibilidad de
curación, una posibilidad de renacimiento; cuando un individuo es devorado
por un dragón, ello no es sólo un acontecimiento negativo; cuando el
personaje es un héroe auténtico, llega hasta el estómago del monstruo; la
mitología dice que el héroe llega con su embarcación y sus armas al estómago
de la ballena. Allí, con los restos de su barquichuelo, se esfuerza por romper
las paredes estomacales. Se encuentra sumido en una oscuridad densa, y el
calor es tal que pierde su cabello. Luego enciende un fuego en el interior del
monstruo y trata de alcanzar un órgano vital, el corazón o el hígado, que
hiere con su espada. Durante estas aventuras, la ballena ha navegado por los
mares desde el occidente hasta el oriente, donde queda varada en una playa,
ya muerta. Al darse cuenta de ello, el héroe abre el costado de la ballena y
sale, como un recién nacido, en el momento en que el sol aparece. No es esto
todo; él no deja solo la ballena, en el interior de la cual ha encontrado a sus
parientes difuntos, a sus espíritus ancestrales y hasta los rebaños que
constituían los bienes de su familia. El héroe los saca a todos a la luz; es, para
todos ellos, un restablecimiento, una renovación perfecta de la naturaleza. Tal
es el contenido del mito de la ballena o del dragón.
Si consideramos nuestro sueño en la perspectiva abierta por este mito,
querría decir que si nuestro paciente era tragado por el monstruo podría
encontrarse en la situación de un héroe real, lo que sería un camino hacia su
resurrección. Pues tal es el tema mítico de la resurrección, objeto de todos los
misterios, tanto primitivos como cristianos.
Las representaciones concretadas en estos mitos no están naturalmente
deducidas de una experiencia exterior; corresponden a necesidades del alma
humana, necesidades que se forjan esas singulares expresiones. Intentemos
comprenderlas. Llegamos aquí a una zona psíquica en la que, en general, las
asociaciones del que sueña no proyectan ya ninguna luz. Recurramos al
esquema 4 (fuera del texto, pág. 151). El círculo más exterior del esquema
representa en cierto modo nuestra superficie externa, gracias a la cual
entramos en contacto con nuestro medio y sus objetos: es nuestra «función de
sensación». Si las sensaciones nos faltaran, no conoceríamos ningún dato del
mundo exterior. Helen Keller era sordomuda y ciega y no podía entrar en
contacto con él salvo por el tacto. Si este supremo sentido del tacto le hubiera
faltado también, se habría encontrado hundida en un horrible abismo; nada
ni nadie habría podido llegar hasta ella. Nosotros dependemos de unas
cuantas líneas de transmisión, que constituyen nuestros sentidos; son como
pasare- las tendidas entre el mundo y nosotros, pasarelas exteriores en
relación a la conciencia, que no es periférica sino que está anclada en lo más
profundo de nuestro cuerpo y que se alimenta de las sensaciones que le
transmiten las terminaciones nerviosas sensoriales. En el fondo, si se nos permite
la comparación, vivimos en una especie de espacio absolutamente
oscuro que, en cierto modo, no está relacionado con el mundo exterior más
que por unas cuantas líneas telegráficas. Como lo representa el esquema, el
yo, el complejo del yo (en blanco, número 5) está instalado en el interior de
sus funciones de relación con el mundo exterior (zona oscura, números 1, 2, 3
y 4). El yo está formado de sus recuerdos, de sus afectos, etc., (zona más clara,
números 6, 7, 8 y 9), a los que engloba. Luego, continuando este orden de
interioridad creciente, nos encontramos con una zona oscura en nosotros; la
experiencia de las asociaciones nos enseña que esa zona contiene elementos,
complejos personales que podrían ser igualmente conscientes (número 10).
En general, se piensa que con semejante enumeración se ha agotado la
nomenclatura psíquica. Las psicologías freudiana y adleriana, por ejemplo,
imaginan que han acabado con las profundidades del alma cuando han hecho
adquirir a su paciente conciencia de esta capa del inconsciente personal, más
allá de la cual no distinguen ya nada. Sin embargo, los hechos psíquicos no
llegan en ella a su término. En lenguaje filosófico, podemos expresar esto de
la forma siguiente: representémonos el espacio en su expansión infinita; si,
partiendo de la capa más externa, de nuestro esquema, nos alejamos hacia el
exterior, caemos en el espacio de lo infinitamente grande; mientras que si
desde la zona más clara penetramos en la zona más oscura, dirigiéndonos
hacia el centro, nos hundimos en lo infinitamente pequeño; infinitamente
pequeño al que no podríamos asignar límite, dado que, en el espacio cósmico
y de forma absoluta, no podríamos determinar lo que es grande y lo que es
pequeño. Por eso no es una contradicción entre los términos el situar en esta
zona central oscura una expansión indefinida en lo infinitamente pequeño,
expansión que si se encuentra proyectada en el espacio imaginativo adquiere
dimensiones enormes. Si, procedentes de nuestro mundo, penetramos en esta
zona oscura central, ésta parece disminuir cada vez más hasta que,
penetrando aún más, desvela de pronto un horizonte inmenso que sería
insensato querer minimizar. Aparece éste, por ejemplo, cuando el más vulgar
de los individuos tiene un sueño que ofrece representaciones y conjuntos
imaginativos de los que en vano se buscaría la huella y el origen en su
experiencia personal, pero que yo, con no poco asombro, he encontrado en
viejos mitos o textos antiguos, de los que el sujeto del sueño, sin embargo, no
había tenido jamás conocimiento.
En el caso que tratamos, puedo asegurarles que el pensamiento de nuestro
sujeto no estaba en absoluto enfocado hacia los mitos, los dragones o los
monstruos, lo que no impedía que estas representaciones estuvieran impresas
en él, dado que son inherentes a todo el género humano: no hay tribu, pueblo
o raza en que no se pueda señalar su presencia. Nos encontramos aquí con
una capa psíquica común a todos los humanos, formada en todos por
representaciones similares (que se han concretado a lo largo de las edades en
los mitos), capa a la que yo he llamado por eso el inconsciente colectivo
(número 11). No es este producto de experiencias individuales; es innato en
nosotros, al igual que el cerebro diferenciado con el que venimos al mundo.
Esto equivale simplemente a afirmar que nuestra estructura psíquica, del
mismo modo que nuestra anatomía cerebral, lleva en sí las huellas
filogenéticas de su lenta y constante edificación, que se ha extendido a lo
largo de millones de años. Nacemos, en cierto modo, en un edificio
inmemorial que nosotros resucitamos y que se apoya en cimientos
milenarios. Hemos recorrido todas las etapas de la escala animal; nuestro
cuerpo tiene numerosas supervivencias de ellas: el embrión humano
presenta, por ejemplo, todavía branquias; tenemos toda una serie de órganos
que no son sino recuerdos ancestrales; en nuestro plan de organización,
estamos segmentados como gusanos, de los que poseemos también el sistema
nervioso simpático. Así, llevamos en nosotros, en la estructura de nuestro
cuerpo y de nuestro sistema nervioso, toda nuestra historia genealógica; ello
es cierto también para nuestra alma, que revela asimismo las huellas de su
pasa- do y de su devenir ancestral. Teóricamente, podríamos reconstruir la
historia de la humanidad partiendo de nuestra complexión psíquica, pues
todo lo que existió una vez está todavía presente y vivo en nosotros. El
simpático es algo más que un recuerdo sentimental de una existencia paradisíaca:
es un sistema que existe y vive en nosotros, que continúa viviendo,
funcionando y trabajando, como lo hacía en tiempos inmemoriales. En la
esfera psíquica, el inconsciente colectivo está constituido por un conjunto de
supervivencias. Sin duda, no hay individuo que no haya oído hablar de
dragones. Pero ¿será ello un motivo suficiente para que nuestro sujeto soñara
con uno? Nuestro sujeto no se habría molestado en imaginar durante su
sueño toda esta historia—y precisamente esta historia de un monstruo mitad
cangrejo, mitad lagarto—si no tuviera para él algún significado. Asistimos
aquí a una síntesis nueva, hecha con ayuda de tesoros ancestrales,
combinación que se justifica por su espontaneidad orgánica y que da lugar a
un dragón moderno, a un dragón que es, al mismo tiempo, una concesión a nuestra época.
Pero ¿cuál es la significación del monstruo en sí mismo? Lo que nos
sorprende en primer lugar es la incertidumbre sobre la naturaleza real del
monstruo. ¿Es un cangrejo o es un lagarto gigante, un saurio? ¿Cuáles son,
comparadas con el hombre, las características de estos dos animales? Ambos
pueden vivir en el agua. El cangrejo, además de este carácter acuático, tiene
otros rasgos distintivos: es un animal con caparazón; esto le distingue
fundamentalmente de los saurios, que no lo tienen, pero que, al presentar en
cambio una columna vertebral y una medula espinal, son indudablemente de
una familia más elevada en el orden filogenético. La naturaleza ha procedido
a dos grandes experiencias: primero creó animales con caparazón, cuyo
esqueleto es exterior, protegiendo una masa interior blanda; luego encontró
esto insuficiente; parece como si hubiera pensado que era demasiado torpe
tener que perder todos los años la propia armadura y quedar durante algún
tiempo completamente desnudo, blando y a merced de todos los peligros,
condiciones poco favorables para un desarrollo y un cultivo más elevados. La
naturaleza, entonces, situó la materia dura en el interior, dejando en el exterior
la parte blanda, y así fue como surgieron los vertebrados. Los saurios,
aunque son vertebrados, tienen en común con los cangrejos el ser animales de
sangre fría. La diferencia esencial sigue siendo pues, que los saurios tienen un
cerebro y una medula espinal, mientras que los crustáceos no poseen sino un
sistema nervioso simpático. Estos son los puntos que debemos retener. El
sistema nervioso humano, por su parte, tiene tres subdivisiones: un cerebro,
sede de la conciencia, una medula espinal, sensitiva y motora, y el simpático,
que es un sistema nervioso especial. Por tanto somos a la vez cangrejo (por el
simpático) y saurio (por la medula espinal), pero no vivimos sino la capa
superior de nuestra psique, como seres hechos sólo de conciencia y que se
parecen a esos angelotes cuya corporalidad está reducida a una cabeza y dos
alas, como si el resto de nuestro cuerpo y de nuestro organismo psíquico
fuera inexistente, cuando, en realidad, no es más que tabú.
Este cangrejo enfrenta a nuestro paciente con la parte inferior de su psique,
enfrentamiento que parece tanto más indispensable cuanto que—personalidad
eminente, todo él razón consciente— nuestro sujeto no había
realizado ni vivido hasta entonces sino la parte superior de su ser. Esta actitud
unilateral le había hecho vivir en una especie de mundo de dos
dimensiones, en el que reinaba como dueño indiscutible el papel impreso,
mundo cuya tercera dimensión, la de la profundidad, la profundidad oscura,
estaba totalmente proscrita. Aquí estaba el origen de su neurosis, que estalló
precisamente en el momento en que se ve confrontado con el otro aspecto del
hombre, con el aspecto oscuro de la naturaleza humana, que se remonta a
tiempos inmemoriales y a los saurios prehistóricos. Su alma, en la medida en
que estaba localizada en su medula espinal y en su simpático—lo que se
podría llamar su «psiquismo espinal» y su «psiquismo simpático»—había
sido para él tan inconsciente como para cualquiera. Pero cuando adoptamos
un comportamiento que no se gana la adhesión del vertebrado primitivo y
del animal con sistema nervioso simpático que hay en nosotros, se declara
una neurosis. La mayoría de las histerias están en correlación más o menos
lejana con trastornos abdominales. Nuestro «psiquismo espinal» y nuestro
«psiquismo simpático» mantienen nuestro comportamiento posible dentro de
límites estrechos. El cuerpo se rebela cuando el hombre moderno, que preside
el destino de su vida aparentando una superioridad, en el seno de la
conciencia, los ignora y, por sus exageraciones, los sobrepasa. Nuestro sujeto
creía que podía imponer, por las acrobacias de su voluntad, todas las
presiones de su ambición. Pero no era más que una quimera; vivía sin
preocuparse de saber si, abajo, los demás seres, por los que también estaba
constituido, le seguían en sus marchas forzadas. Era como la vanguardia de
un ejército que se hubiera puesto en movimiento sin preocuparse del grueso
de las fuerzas, infinitamente más lento y menos móvil. Siempre olvidamos que
nuestra conciencia no es más que la vanguardia de nuestro ser psíquico. El segundo
sueño, el del tren, muestra en cierto modo al saurio, al lagarto monstruoso; es
ese paralelismo, sin duda, lo que hace «serpentear» al tren a la salida de la
estación, mientras el torpe maquinista que lo conduce lo pone a todo vapor,
haciendo descarrilar la cola del convoy. Desde ese momento, el cuerpo del
durmiente escapa a su control; sus entrañas funcionan con toda
independencia, sin que parezca que se preocupan ya del conjunto; tiene
vómitos, palpitaciones, aturdimientos, sus músculos le traicionan, etc. Hemos
de tener en cuenta al grueso de nuestro ejército, al saurio que hay en
nosotros, del que nuestro sujeto había hecho totalmente abstracción, esta es la
razón, por otra parte, ahora que acaba de sacrificarlo, de que necesite
reflexionar sobre el alcance de su acto. Se tiene una neurosis por haber
desconocido las leyes fundamentales del cuerpo viviente y por haberse alejado de él; el
cuerpo entonces se rebela y aparece bajo una forma monstruosa, que está destinada
a impresionar profundamente al sujeto; éste no parece preocuparse
apenas de este factor eminentemente peligroso y lo neutraliza gracias a su
varita mágica. ¿Qué es esta varita mágica? ¿En qué puede consistir la magia de
la conciencia? ¿Cómo puede ésta hacer sortilegios? ¡La conciencia puede
imaginar! Podemos negar una cosa con el pensamiento, negarnos a
considerarla, convenir y decretar que es insignificante, instituir en torno a ella
la conspiración del silencio. De este modo podemos, si llega el caso, cerrarnos
a una realidad que pretendemos relegar al rango de asunto liquidado. Podría
citar una multitud de ejemplos, grandes y pequeños. La atribución de
insignificancia: esta es la varita mágica, la propiedad peligrosa y divina de la
conciencia, propiedad creadora que puede abstraer a voluntad un mundo y postular
otro. Para la vida, el peligro manifiesto que emana de la conciencia es que ésta
puede instituir, suprimir o desplazar, según su capricho, tal o cual cosa a la
que se está entregado. De este modo surgen las epidemias mentales y otros
fenómenos de esta clase. Es bueno que tengamos en nosotros un aparato
regulador, nuestro «psiquismo espinal» y nuestro «psiquismo simpático»,
capaces, si llega la ocasión, de elevar protestas. Cuando un filósofo edifica un
sistema, o cuando un fundador predica una religión que suscita en él dolores
corporales—como, por ejemplo, trastornos estomacales—ello es, a mis ojos, el
mentís más severo que se le pueda hacer. Algo debe haber en ella que esté en
contradicción con las verdades eternas de la naturaleza. Por eso yo siempre
pregunto: «¿Es un neurótico o no?». Si es un neurótico, sus afirmaciones más
solemnes están invalidadas y recibe un mentís, aunque la lógica esté con él: el
monstruo le dice «¡No!». Cuando quiero saber si una verdad es buena y saludable,
si es una auténtica verdad, me la incorporo, la asimilo, por así
decirlo; si me va bien, si colabora armoniosamente en el seno de mi
organismo con los demás elementos de mi psiquismo, si continúo
funcionando bien, comportándome bien y si nada en mí se rebela contra el
intruso, me digo que aquello es una verdad buena, que no es venenosa, que
no me daña. Sé por experiencia que las cosas que son realmente verdaderas,
que están realmente a la altura del hombre, son para él de tal plenitud que
todo su ser se encuentra en ellas perfectamente expresado. Una gran verdad
crea en quien la percibe una sensación general de alivio y de expansión. Esto
es lo que quiso decir San Pablo cuando aseguró que todas las criaturas
esperan con nosotros la revelación, esa revelación que resuelve y restaura
todo. Una verdad que no hace sino seducir a mi intelecto, sino darme vueltas
en la cabeza, sin tener en cuenta al saurio y al cangrejo que duermen en mí, es
una verdad ruin, a la que tengo en poco, pues su valor es escaso. El monstruo
que hemos visto surgir en el sueño es verdaderamente un animal de impresionantes
dimensiones, medidas con el metro de nuestro universo. Ese
monstruo encarna una ley general que no se puede contravenir sin atentar
gravemente contra la naturaleza humana.
Llegamos así al término de la interpretación de nuestro sueño; no se la
comuniqué con todos estos detalles al sujeto del sueño, sino que se la resumí
en un lenguaje más intelectual. Un oyente me pregunta cuál puede ser el alcance
práctico de una interpretación semejante. Es realmente interesante saber si el
análisis onírico tiene un alcance práctico y si, por ejemplo, el sueño del que
acabamos de hablar es susceptible de una aplicación. Sin duda, no todo el
mundo tiene un temperamento filosófico que le haga complacerse en ideas
semejantes a las que acabamos de desarrollar y de las que pueda extraer una
rica sustancia, capaz de causar transformaciones profundas en su realidad. La
mayoría de los individuos prefieren a estas consideraciones algo más
concreto, y tal era también el caso de nuestro sujeto. Era de los que piensan
que todo lo que hay en el hombre está en él esencialmente para servir a sus
fines, al estilo de ese sabio de la Edad Media que daba gracias a Dios por
haber hecho que pasara un río por cada gran ciudad. Es éste, después de
todo, un punto de vista que no merece, a pesar de su aspecto ridículo, ser
rechazado a la ligera.
Quisiera mostrarles ahora el beneficio que nuestro sujeto obtuvo de su sueño
o, más exactamente, que habría debido obtener, y lo que, en realidad, ha
ocurrido. Juzgó, ciertamente, que se podía considerar el sueño bajo el aspecto
en que yo le había descrito, pero nada probaba que este aspecto fuera
precisamente el bueno. Yo le respondí: «No, eso no está probado, sólo es una
concepción, un punto de vista, una hipótesis. Ahora tenemos que ver,
suponiendo que esta interpretación se ciña bastante al significado del sueño,
qué influencia tendrá sobre usted y a qué consecuencias dará lugar en usted.»
Nadie espere que yo pueda darle a un enfermo una receta con todo previsto y
que le diga: «¡Haga tal o cual cosa!» No es este mi objetivo cuando establezco
un tratamiento; pues ello equivaldría a mantener al paciente en su universo
de dos dimensiones, en el que, como más arriba decíamos con una metáfora,
el hombre no tiene más que una cabeza y dos brazos, universo en el que se ha
movido hasta entonces y que no es el mundo real. Un mundo tal es un
mundo infantil, un mundo puerilmente razonable. El mundo real está
constituido por la causalidad, por las leyes universales de la naturaleza, por
la sumisión a estas leyes, por la aceptación de verdades generales y
obligatorias, pero ignora las recetas perfectas. Si le hubiera dicho a mi
enfermo: «Ahora tiene usted que frenar, que limitar sus ambiciones», le
habría parecido una tontería. Pues él es tan inteligente como yo y cree saber
lo que hace. En su mundo, en el que él ha hecho una brillante carrera, basta
querer una cosa para poder realizarla, según la célebre divisa, que él ha hecho
suya: «Donde hay una voluntad, hay también un camino.» De aquí su
resistencia a aceptar mi concepción, que no le dice nada que valga la pena y
que prácticamente rechaza. Pues a él le parece terriblemente poco moderno el
que se esté atado de pies y manos y no se pueda hacer lo que uno pretende.
«¿Cree usted—piensa dirigiéndose a mí—que por ese sueño imbécil voy a
ahogar todas mis aspiraciones y no voy a escribir ya el gran tratado en diez
volúmenes que proyecto? Tengo derecho a hacer lo que quiera y nadie me lo
impedirá.» Tal es la reacción de su psique consciente: con un golpe de varita
mágica aniquila al monstruo molesto. En efecto, en la continuación de nuestra
conversación, se comportó como si el monstruo—la dificultad que había en
él—hubiera sido suprimido o se hubiera volatilizado. Interiormente, hace
caso omiso de todo lo que le he dicho, pensando: «Eso no está probado, no es
científico, no son más que elegantes elucubraciones cuyo principal artesano
es el azar.» La ciencia, sin embargo, no se autoriza a sí misma a repudiar pura
y simplemente lo que, de momento, cuadra mal con sus postulados; sabe que
el paso de las causas a los efectos exige tiempo y que antes de llegar a
conclusiones es preciso esperar los resultados. Por eso yo le repliqué a mi
paciente: «Como usted quiera: yo no afirmo nada; lo que he aventurado no
constituye sino una proposición en la esperanza de llegar a una mejoría.
Piense usted de ello lo que quiera. Me doy cuenta de que usted no ve en todo
esto más que una trama de absurdos, pero preste atención a su próximo
sueño. ¡Vamos a ver lo que dirá sobre la situación!» Si el enfermo hubiera
admitido el fundamento de mis palabras y si se hubiera molestado en
reflexionar, habría acabado por decirse: «Yo contravengo principios
fundamentales de la naturaleza humana; eso equivale a lanzar un desafío a
una potencia que me tiene bajo su poder y contra la cual mi voluntad no
puede hacer nada. Todo me dice que debo tener cuidado con este peligro y
ser prudente; no pensar en ello no me sería de ninguna ayuda, puesto que, al
contrario, la reflexión es conveniente.» Y, sin duda, se habría planteado la
cuestión: «De este conflicto con una potencia a la que, quiera o no, tengo que
tener en cuenta ¿qué conclusión debo sacar? Mi situación, mi actitud actual
sólo me procuran escasas satisfacciones; tengo que adoptar una línea de
conducta que le vaya más a todo mi ser, que me produzca la sensación de que
estoy contento de mí mismo y la seguridad de ocupar mi puesto legítimo.»
Quizá habría pensado entonces que sería bueno conceder un poco más de
atención a su familia, a su mujer, a sus hijos, pues también aquí las cosas iban
más bien renqueando. En efecto, su mujer, también de origen humilde, no
estaba a la altura de las ambiciones de nuestro hombre con delirio de
grandeza. Por ello, la pareja vivía con una cierta tensión. En el fondo, mi
enfermo se había abandonado a la ambición con la esperanza de encontrar en
ella algo nuevo; pues no estaba satisfecho ni con lo que poseía ni con lo que
era, dado que su vida privada no tenía un puerto sentimental en el que la
tranquilidad y la calma serena restablecieran la paz en su corazón. Se
encontraba como «sentado entre dos sillas», posición muy poco agradable y
extremadamente incómoda. Si hubiera hecho caso de lo que yo le había
dicho, habría comprendido que, en su situación, no se trataba, sin embargo,
de su mujer, de su familia o de su cátedra en Leipzig, sino de ponerse en armonía
con la potencia superior que, en los sueños referidos, le había advertido
imperiosamente que se detuviera en su carrera; que se trataba para él de
realizar una vuelta a sí mismo, de reflexionar en los fundamentos de su ser, a
fin de ponerse de nuevo de acuerdo con las leyes generales de la vida
humana. Tal vez una reflexión, una meditación sobre él mismo, sobre la
esencia de la vida, sobre los motivos de su descontento, le habría devuelto la
paz. Penetrando en sus propias profundidades llegaría a esa capa
caracterizada por el saurio, a esos parajes donde fluye una corriente de vida
eterna, corriente que atraviesa la naturaleza, en la cual y por la cual se efectúa
todo crecimiento oportuno, y donde todo se realiza de forma tan perfecta que
no queda ya ni ansia ni extravagancias. Semejante inmersión en uno mismo,
esta vuelta al propio ser, es muy conocida en Oriente. Se le concede allí la
mayor importancia; quisiera ilustrarlo con una breve historia; se la debo a mi
llorado amigo Richard Wilhelm, quien vivió largo tiempo en China.
Una gran sequía desolaba la región de Kiautschau y los habitantes estaban
desesperados. Los católicos hicieron procesiones expiatorias; los protestantes,
por su parte, elevaron el domingo su rogativa para la lluvia; y los chinos, en
fin, no vacilaron en ofrendar unos fuegos artificiales. Pero todo fue en vano;
el Consejo Provincial decidió entonces llamar a un experto, «hacedor de
lluvia», de una provincia del interior, de Shantung. Este respondió a la
invitación. Le fueron a recibir a las puertas de la ciudad, donde le
preguntaron: «Maestro, ¿qué podemos hacer por ti? ¿Qué deseas?»
Respondió: «Procuradme, fuera de la ciudad, una casita en la que no me
molesten.» Se retiró a la casita, rodeada de un pequeño jardín, y en ella
estuvo encerrado durante tres días. A la mañana del cuarto día, cayó nieve a
grandes copos, lo que, en aquella estación, superaba todas las esperanzas de
los más optimistas. El entusiasmo fue grande y la multitud gritaba por las calles:
«¡Es el hacedor de lluvia, es el hacedor de lluvia!» Richard Wilhelm, que
estaba de paso en la ciudad, fue a visitar a este hombre y le preguntó si le
quería explicar cómo había logrado la lluvia. El chino le respondió con
cortesía: —No la he logrado yo.
—¿Por qué te llaman entonces el «hacedor de lluvia»? —¡Oh! Puedo decírtelo,
es muy sencillo: yo vengo de Shantung, donde llovía normalmente, como
debe llover, y donde todo estaba en orden; por consiguiente, yo también
estaba en el orden. Pero yo vengo a Kiautschau, donde reina la sequía, cosa
que no está dentro del orden, lo que hace que esta tierra no esté en orden y
que yo, que llego a ella, no esté tampoco en el orden. Por eso necesito una
casita donde pueda estar tranquilo, donde me pueda hundir en el Tao.
Durante tres días y tres noches he trabajado sobre mí mismo, hasta que, al fin,
he vuelto a alcanzar el Tao; entonces, naturalmente, una vez restablecido el
Tao, ha empezado a llover.
No se si se comprenderá toda la profundidad de esta breve historia.
Comprendiéndola, se comprende también a qué responde la aparición del
cangrejo: este monstruo es un animal propicio que quiere, en cierto modo,
tragarse a nuestro hombre para que renazca al equilibrio, para que encuentre
el «Tao» y para que su vida interior, tras la sequía devastadora, reciba, de
forma figurada, una lluvia saludable. Pero la inteligencia de nuestro sujeto le
impide al dragón toda actividad, pues la única que tolera es la suya propia; y
por eso no pasa nada. Mi paciente, por exceso de inteligencia, no encuentra el
acceso a sus profundidades; está hipnotizado por la pretendida omnipotencia
de la voluntad; y, cuando todo podría haberse arreglado todavía, él no cede:
sacrifica al monstruo, con gran perjuicio para él. Pues este monstruo encarna
a su sistema nervioso inferior, a su instinto, al que mata dentro de sí. Ahora
bien, desprovisto de instintos, el hombre es semejante a una mariposa
embriagada que revolotea sin objeto. Este fue, por desgracia, el destino de
nuestro sujeto: rechazando mis advertencias, encontró poco interesante mi
proposición de esperar a los sueños siguientes; en el fondo, había dado por
descontado que yo haría desaparecer su neurosis por algún truco, por
encantamiento, lo que le habría permitido perseverar en sus ambiciosas
aspiraciones. Como yo no hice nada de esto, juzgó que yo era también un
incapaz, y se puso a seguir la prescripción que, en el fondo, había esperado
de mí: no preocuparse por su neurosis y proseguir su camino gracias a un
esfuerzo mayor de voluntad. Yo le había dicho: «Sus sueños contienen una
advertencia. Usted se comporta exactamente como el maquinista que tiene el
frenesí de la velocidad o como los suizos que se lanzaron contra el enemigo
con loca osadía. Si se comporta como ellos, se encaminará hacia una
catástrofe.» No quiso saber nada y continuó su camino con más energía, lo
que tuvo como triste consecuencia el que, tres meses más tarde, perdiera su
posición y tuviera que aceptar una mucho más modesta. Así se puso punto
final a la brillante carrera ambiciosamente soñada. Fue un caso muy
infructuoso, el caso eterno del hombre de éxito que se engríe exageradamente y al que
su inconsciente contradice. La contradicción se expresa primero en los sueños; si el
sujeto no los acepta, será a la realidad a la que incumbirá la misión de imponer esta
aceptación, con todos los choques fatales que esto implica.
Espero que ya hayan comprendido lo que es a mis ojos la interpretación de
los sueños. Naturalmente, la interpretación así entendida es complicada y
supone muchos rodeos; pero no podría ser de otra forma, pues el hombre
sueña según lo que es y en función de su naturaleza profunda. Los seres
sencillos tienen sueños sencillos, y los seres complicados, que tienen cerebros
más diferenciados, tienen sueños complicados. Prescindiendo de esto, todos
los sueños tienen en común el que preceden, en cierto modo, a la conciencia
de quien los sueña. Yo, en principio, no comprendo mis propios sueños mejor
que cualquier otra persona los suyos, pues siempre están un poco más allá de
mis expectativas y de mi alcance, y experimento con ellos las mismas
dificultades que cualquiera. El saber no es una ventaja absoluta cuando se
trata de los propios sueños. Los sueños de niño pueden ser ya de una
profundidad inaudita. Yo podría contarles algunos que son simplemente
fabulosos, hasta el punto que uno se pregunta, «mesándose los cabellos»,
cómo es posible que un niño sueñe cosas de las que, sin duda, no ha oído
hablar jamás. En este orden de ideas, se constata fenómenos análogos en el
curso de las enfermedades mentales, en las que se producen con frecuencia
oleadas de representaciones que exigen, para su comprensión, conocimientos
profundos. Ocurre con los sueños como con la naturaleza en general, que parece
atestiguar una sutileza infinita mientras que, en el fondo, es de una sencillez
tal que no alcanzamos a comprenderla. ¿Cómo puede, por ejemplo, una
luciérnaga fabricar luz sin perder calor? ¿Cómo es posible que mientras
nuestras mejores máquinas sólo tienen un rendimiento práctico del cuarenta
al cincuenta por ciento las que utiliza la naturaleza trabajen sin pérdida? En
cuanto comparamos nuestras obras con los hallazgos de la naturaleza, nos vemos
obligados a reconocer que no somos más que niños; la naturaleza
dispone de conocimientos maravillosos; ello es igualmente cierto para nuestra
alma, creación de la naturaleza, naturaleza ella misma, que posee, por ello,
conocimientos increíbles que lleva en sí sin saberlo; conocimientos de los que
nosotros, sin embargo, podemos adquirir conciencia concediendo a las
operaciones psíquicas toda la atención y toda la seriedad que requieren,
entregándonos, por ejemplo, al estudio de sueños de la especie de aquel que
hemos comentado. Nuestra mirada penetra entonces cada vez más
profundamente en el trasfondo, donde sorprendemos hechos que antes no
nos habríamos atrevido ni siquiera a imaginar.
Como me estoy esforzando por hacerles captar en lo vivo la técnica del
análisis y la interpretación onírica, volvamos a un punto que hemos dejado
hasta ahora en la sombra. Es fácil interpretar un sueño superficialmente, de
un modo aproximado, de acuerdo con la sensación que se tiene de él. Pero en
tal caso no encontraremos en él más que lo que estemos dispuestos a
encontrar. Así, cuando consideramos la naturaleza superficialmente diciendo:
no es más que un guijarro o sólo es un lagarto, no sorprendemos en ella gran
cosa; mientras que si la observamos con amor, si le consagramos toda nuestra
atención, entrevemos entonces el maravilloso secreto que constituye ese
mismo lagarto que antes nos parecía tan trivial. Si adoptamos esta última
actitud para abordar un sueño, comprobaremos que hierve literalmente de
significados y que está pleno de cosas inauditas. Pero, repitámoslo una vez
más, esto sólo ocurrirá si le consagramos la atención necesaria, pues un sueño
sólo revela su secreto si lo llenamos, como de una savia, con nuestra
reflexión. Nos habría sido muy fácil pasar por alto ese monstruo torpe e
incómodo; pero, entonces, el sueño no nos habría enseñado nada. Un sueño,
estudiándolo como lo hemos hecho, puede en ocasiones hacer surgir y poner
sobre el tapete el problema fundamental, crucial de un individuo, cuyas
profundidades revela, extrayendo de ellas lo esencial y actualizando en un
supremo debate su concepción de las cosas. Sueños tan reveladores son
naturalmente menos frecuentes en los seres que piensan de un modo sencillo,
aunque yo he conocido sueños de personas de carácter muy simple y que
expresaban en los términos más simples pensamientos infinitamente profundos.
Intencionadamente, a este respecto, les he contado la historia del «hacedor de
lluvia»; pues, exteriormente, es la historia más simple y modesta que se
pueda imaginar, lo que no le impide contener todo el misterioso secreto del Oriente.
El sueño del que ya hemos hablado tan extensamente sugiere aún otro
problema. Nuestro paciente tiene cuarenta y dos años y su neurosis comenzó
cuando tenía treinta y siete o treinta y ocho, es decir, al comienzo de la segunda
mitad de la vida, en ese momento crítico en el que la psique, llegada a su punto
culminante, se vuelve—o debería volverse—hacia su ocaso, para descender la
pendiente que hasta allí ha subido. Pero los signos que invitan a ello escapan
fácilmente a todo aquel que viva sólo una vida cerebral y brillante, relegando
el resto de su ser al rango de accesorios molestos. Esta es la razón por la que
surgen tantas neurosis entre los cuarenta y los cuarenta y dos años en el
hombre, y entre los treinta y cinco y cuarenta en la mujer, en ese período de la
vida en el que se diría que empieza una nueva vida, la vida del atardecer de la
existencia, cuando la mayor parte de los datos esenciales de la época anterior
tienden a invertirse. Las supremas ambiciones de la juventud no son totalmente
ciertas y dejan paso a otras aspiraciones. Pero éstas son cosas que la
mayoría de los seres ignoran, pues nosotros, al contrario que en Oriente, no
tenemos para este punto de vista ni educación ni cultura. En cierta ocasión
realicé una encuesta que me habían sugerido unos teólogos relativa a la
siguiente cuestión: los seres que padecen dolores morales ¿prefieren confiar
sus males íntimos a un médico del alma o a un sacerdote? Mi cuestionario
cayó por azar en manos de un chino, quien respondió sencillamente: de joven
me confiaría al médico; de mayor me dirigiría a un sabio.
En nuestro sueño, el monstruo que avanza tan pronto hacia la derecha como
hacia la izquierda tiene una importancia especial por el hecho de que se
dirige contra el sujeto del sueño, es decir, contra la actitud consciente
adoptada, contra la corriente de vida actual. Esto habría debido obligar al
sujeto a reconocer la existencia de una potencia que se enfrenta con su
conciencia; confesión que, naturalmente, es muy desagradable de hacer, pues
no nos gusta conceder que dentro de nosotros existen potencias cuyas
voliciones son diferentes de las nuestras y que exigen ser tomadas en
consideración. Se ignora lo que son estas potencias, pero se las aborda con
una desconfianza insuperable; y, sin prestarles más atención, se las reprime.
Ahora bien, hay muchas cosas preciosas que, a primera vista, nos parecen
muy modestas e insignificantes. Pero, «si Dios le da vida», si nosotros le
concedemos una atención suficiente y le damos tiempo para desarrollarse, el
tosco capullo del gusano de seda puede engendrar una magnífica mariposa.
Yo no evoqué con mi, paciente este aspecto del problema, pues, a causa de su
actitud mental, no habría encontrado en él ninguna simpatía.

3 (42)
Interpretando un nuevo sueño tendremos ocasión de abordar ciertas nociones
esenciales, como, por ejemplo, la del arquetipo, expresión que designa una imagen
originaria, que existe en el inconsciente. El arquetipo es también una forma de
complejo; pero, al contrario de los que hemos estudiado hasta aquí, no es ya
el fruto de la experiencia personal; es un complejo innato. El arquetipo es un
centro cargado de energía. El dragón, por ejemplo, constituye una de estas
imágenes originarias arquetípicas. Si, en el transcurso de mi existencia, no
encuentro al dragón que hay en mí, si llevo una vida que se mantiene libre de
esta confrontación, acabaré por sentirme a disgusto, un poco como si me
nutriera constantemente de alimentos carentes de vitaminas o de sal. Tengo
que encontrar al dragón, pues éste, del mismo modo que el héroe, es un
centro cargado de energía. Si el encuentro no se produce, esta carencia
provocará con la edad una contrariedad semejante a la que hace sentir la
omisión de una necesidad natural del hombre. Esto puede parecer paradójico,
pero estas imágenes originarias—de las que hay multitud— tienen cada una
su carga específica, de la que no somos beneficiarios hasta que, tras haberlas
descubierto, no las hemos incorporado de una forma cualquiera a la trama de
nuestra vida. El encuentro con el dragón puede efectuarse según diferentes
modalidades, siendo lo esencial que haya confrontación. Quizá consiga que
se comprenda mejor mi pensamiento diciéndoles que uno no se encuentra
completamente a gusto hasta que no se encuentra a sí mismo, hasta que no
tropieza consigo mismo; si no sé ha chocado con dificultades interiores, uno
se queda en la propia superficie; cuando un ser entra en colisión consigo
mismo, siente, inmediatamente, una sensación saludable que le procura bienestar.
Hay arquetipos que son esenciales, que pueden suscitar modificaciones
fundamentales en una vida humana. La zona más oscura que rodea al centro
en nuestro esquema 4 es un mundo mitológico y fabuloso, un mundo inferior
o un mundo superior —como se quiera—que está formado por núcleos de
potencial energético, núcleos que llenan nuestra vida: un ser que estuviera
desprovisto de ellos sería de una indiferencia inhumana.
Hemos dicho anteriormente que los símbolos del sueño son de naturaleza
esencialmente individual y que lo interesante es sobre todo interpretar una
serie de sueños, lo que confiere a la interpretación una seguridad
infinitamente mayor que cuando se hace sobre un sueño aislado. En lo que
sigue voy—al menos en apariencia—a contradecirme y a romper las reglas
hasta aquí establecidas: voy a interpretar un sueño aislado, que no forma
parte de una serie y a cuyo autor no conozco. Interpretaré este sueño
«arbitrariamente»; pero mi forma de proceder no estará, sin embargo,
injustificada. El sueño del que vamos a hablar emana, en efecto, del
inconsciente colectivo y está formado en lo esencial por una sustancia
mitológica. Ahora bien, si un sueño está formado de materiales personales, su
interpretación supone que se conozcan las asociaciones del sujeto, a las que el
analista apenas si puede añadir gran cosa, dado que precisamente una
persona es en su individualidad esencialmente diversa de cualquier otra. ¿No
tiene cada individuo su vida propia, sus imágenes y sus representaciones
propias? Pero esto, que es capital al nivel del inconsciente personal, no es ya
cierto para los materiales que emanan del inconsciente colectivo. Ante un
arquetipo, el analista puede y debe comenzar a pensar, pues depende de una
estructura común a la condición humana, a propósito de la cual mis
asociaciones serán tan válidas como las del sujeto del sueño. Yo puedo, pues,
proporcionar los paralelismos, los materiales comparativos, en resumen, el
contexto, con la sola condición de poseer un saber suficiente. En el sueño de
que acabamos de hablar, mis conocimientos han podido contribuir a elucidar
la significación universal del monstruo. Y esto es más o menos cierto para
cualquiera, pues todos hemos oído hablar de cuentos, leyendas y mitología.
El sueño del que me propongo hablarles procede de un joven que se
encontraba entonces en el estadio premonitorio de una psicosis maníacodepresiva.
El comienzo de las neurosis y de las psicosis frecuentemente está
marcado por la aparición de sueños que tienen una gran importancia por las
indicaciones que contienen sobre las causas y la significación del trastorno
que va a estallar. Parece como si se asistiera a una última tentativa por parte
del inconsciente para elevar, en un supremo impulso, hasta la conciencia del
sujeto los símbolos que podrían, en su confusión, proporcionarle una preciosa
línea de conducta. La explosión de una neurosis o de una psicosis está marcada
siempre por un período y un estado de perturbación, en el curso de los cuales
comienza a desaparecer la sensación de seguridad inherente a la vida normal.
El enloquecimiento y la inestabilidad que de ello resultan afectan
profundamente al inconsciente, que se rebela contra la perturbación, la
unilateralidad o la perversión de la conciencia, rebelión que provoca por
parte del inconsciente un sueño, verdadero mensaje de circunstancias.
Incluso no es raro que en ciertos sujetos aparezcan trastornos nerviosos en
una época de su vida en la que creían haber alcanzado una seguridad muy
particular; por ejemplo, cuando han hecho suya una convicción que les
parece irrefutable, pero que, resultando más o menos deficiente para su
inconsciente, provoca la rebelión de éste, que dirige un sueño capital al
consciente. Los sueños que tienen lugar al comienzo de una neurosis o de una
psicosis constituyen, junto con los sueños de la primera infancia, los sueños
más interesantes que se puedan encontrar.
Subrayemos aún, a modo de preámbulo, que yo no conocía al sujeto del
sueño. Fue un amigo mío, médico alienista en una clínica, quien, encontrando
el sueño particularmente significativo, me lo comunicó. Su enfermo era un
francés de veintidós años, muy inteligente y esteta. Como verán ustedes, las
expresiones, la versión del sueño, son absolutamente generales y no exigen,
por así decirlo, ninguna asociación personal, ya que los símbolos que utiliza
son de la especie que deja habitualmente a los pacientes faltos de
asociaciones. Los sujetos que tienen sueños de esta clase quedan bajo la
impresión de su extrañeza e ignoran de dónde pueden haber sacado
semejante imaginería. Por otra parte, los materiales asociativos que se
relacionan con las pocas alusiones personales incluidas en el sueño me han
sido comunicados, de modo que estamos en condiciones de comprenderlas.
Añadamos aún que el enfermo hizo un viaje a España y que las
representaciones que juegan un papel en el sueño son, en su mayoría, de
origen español. Fue a raíz de este viaje cuando estalló la depresión, que fue
diagnosticada de psicosis maníaco-depresiva. Al cabo de seis meses el
enfermo pudo salir de la clínica, pero pocos meses después se suicidó. Su
depresión parecía entonces prácticamente curada y el joven puso fin a sus
días en un estado aparentemente tranquilo y razonable. Su sueño nos hará
comprender por qué se suicidó. Es el siguiente: Bajo la catedral de Toledo hay
una cisterna llena de agua en comunicación subterránea con el Tajo. Esta
cisterna es una pequeña habitación oscura. En el agua hay una enorme
serpiente cuyos ojos brillan como piedras preciosas. Cerca de ella, una copa
de oro contiene un puñal. Este puñal es la llave de Toledo, y confiere a su
poseedor la soberanía de la ciudad. La serpiente—yo lo sabía—era amiga y
protectora de cierto señor E. C. Este se encontraba al principio conmigo en la
cámara oscura y pisaba con su pie descalzo en la boca de la serpiente, que se
lo lamía de la forma más amistosa, encontrando ambos en ello un placer. Así,
pues, B. C. no tenía miedo de la serpiente, porque era un niño sin malicia; en
el sueño, en efecto, B. C. no era adulto: sólo tenía siete años. Luego yo me
encuentro solo en la habitación oscura y hablo con la serpiente, por la que
siento un profundo respeto, desprovisto de temor. La serpiente me dice que
España me pertenece, puesto que soy un amigo de B. C., y me ruega que le
lleve al niño, a lo que yo me niego; le prometo, en cambio, descender yo
mismo hasta ella para prestarme a sus caricias. Pero, en vez de esto, me
decido de pronto a mandar a mi amigo S. (que desciende de los moros
españoles, como atestiguan su tinte oscuro y sus cabellos negros). Este
descenso exige, sin embargo, que él recupere previamente las fuerzas
ancestrales de su raza. Por eso le digo que se apodere de la espada con
empuñadura roja que está en la fábrica de armas de la otra orilla del Tajo,
espada antigua que procede de los atenienses o de los focenses de Massilia,
hoy Marsella. Este amigo fue a buscar la espada y bajó a la cisterna, donde yo
le dije que se traspasara la palma de la mano izquierda con la espada, cosa
que hizo. Pero no tuvo fuerza para permanecer en presencia de la serpiente;
subyugado por el dolor y el temor, palideció y, vacilando, volvió a subir la
escalera sin haberse apoderado del puñal. Por eso no pudo adueñarse de
Toledo y yo tuve que abandonarle allí, como si fuera un adorno.
He aquí lo que los primitivos, que juzgan la naturaleza de los sueños con
mucha finura, habrían llamado un gran sueño. Los otros, los sueños corrientes,
no cuentan a sus ojos. Pero si alguno de ellos tiene «un gran sueño», siente la
intuición inmediata de su significación colectiva, que le hace sentir la
necesidad de contar el sueño a todos los que le rodean, como si tuviera para
ello una obligación moral respecto a la tribu. Se reúne entonces el círculo de
hombres, que se sientan en el suelo y escuchan el relato del que tuvo el sueño.
Ciertos idiomas primitivos poseen una expresión para el sueño ordinario y
otra para el gran sueño. Este comportamiento singular no es sólo
característico de los primitivos; se encuentra también en Europa, en Roma,
donde duró hasta el final de la República. Sabemos, por ejemplo, que la hija
de un senador romano, a la que Minerva se le había aparecido en sueños, se
presentó ante el Senado para, de acuerdo con su sueño, reclamar la
restauración de un templo de Minerva que se había dejado que llegara a un
estado ruinoso. El Senado, impresionado, concedió las sumas necesarias. Este
relato expresa claramente la intuición inmemorial del carácter colectivo del
gran sueño, que no pertenece a quien lo tiene, sino a la colectividad, al
pueblo, a la totalidad de los seres. Si la interpretación de un sueño parece
acertada, todos obtendrán con ello un provecho, cosa que no se podría
pretender de los pequeños sueños que corrientemente se tienen.
Expongamos el contexto de este sueño impresionante. El sujeto, como ya he
dicho, ha estado en España y, en particular, largo tiempo en Toledo, que es
una ciudad de carácter inolvidable.
La joya de la ciudad es su catedral gótica, una de las más bellas de Europa; a
nuestro hombre le causó una profunda impresión. Todo el que haya entrado
en una catedral gótica ha sentido hasta qué punto la Edad Media cristiana y
su espiritualidad están vivos todavía en ella y se imponen al visitante. Debajo
de esta catedral, en cierto modo debajo del mundo espiritual y radiante de la
Edad Media, hay una cisterna cuya agua oscura está en comunicación con el
Tajo. El Tajo rodea a Toledo por tres lados; como todo río, constituye un
símbolo del fluir de la vida que pasa, del fluido paternal. Nosotros decimos,
por ejemplo: «Nuestro padre el Rin» (Vater Rhein!) Si alguna vez se han
encontrado ustedes a orillas de un río que corre tranquilo entre dos bosques y
han contemplado su curso permanente y regular, comprenderán el valor
simbólico que el Tajo puede tener en nuestro sueño. El río está unido por un
brazo subterráneo a la cisterna, que constituye así un remanso aislado de las
aguas apresuradas de la vida.
Toledo sigue siendo hoy una ciudad fortificada. En el pasado fue una
fortaleza de las más inexpugnables de España. Capital de Castilla durante
mucho tiempo, contaba en la Edad Media con doscientos mil habitantes y
estaba dominada por alcázares moros. Esta ciudad, llena de murallas y de
torres, causa en el viajero una impresión inolvidable de cohesión, de unidad,
de tensión altiva contra todas las influencias que provienen del exterior; es la
encarnación de una fuerza soberana; por eso la ciudad es, desde tiempos
inmemoriales, el símbolo de la totalidad perfecta, capaz de imponerse por su
propia potencia frente a todas las influencias disgregantes, el símbolo de la existencia
eterna, como la celeste Jerusalén, que encarna la plenitud de los cielos, un
estado duradero fuera del alcance del tiempo.
La cisterna es una sombría caverna situada bajo la iglesia. Debajo de las
iglesias de la Edad Media suele haber una cripta, que es entre nosotros
todavía un lugar para sepulturas y en donde antaño se procedía a los
misterios secretos. En el agua de la cisterna nada una serpiente. La serpiente,
como hemos dicho a propósito del sueño anterior, es un animal de sangre
fría, un vertebrado que encarna la psique inferior, el psiquismo oscuro, el
inconsciente, lo que hay de raro, incomprensible, monstruoso en nosotros, lo
que puede alzarse, enemigo de nosotros mismos, capaz de ponernos, por
ejemplo, mortalmente enfermos. La serpiente tiene ojos que relucen como
piedras preciosas, lo que desde los primeros tiempos constituyó—no faltan
las tradiciones que lo confirman— un atributo de la serpiente mágica. Las
piedras preciosas, al igual que la copa de oro, subrayan todo lo que hay allí
de inestimable. La copa representa un tesoro; contiene un puñal que es, al
mismo tiempo, la llave de la ciudad; éste es ese tesoro que un dragón siempre
tiene por misión guardar. La palabra «dragón» viene del latín draco, que
significa simplemente serpiente. El dragón, símbolo del alma instintiva e
inferior, es un animal considerado como nefasto en Occidente, mientras que
en Oriente pasa por ser un animal propicio. En las leyendas suizas, por
ejemplo, los dragones acechan siempre en las orillas de los ríos, a menudo
son guardianes de fuentes, guardianes en ocasiones demasiado
amenazadores. Aparecen casi siempre en relación con algún tesoro que se le
quiere sustraer: en este caso es la llave de la ciudad, de la que el héroe, el
amigo del sujeto del sueño, debía apoderarse. Pero esta llave no es una llave
ordinaria. Es, al mismo tiempo, un puñal; pues las representaciones de puñal
y de llave se han fundido una en otra, contaminadas recíprocamente hasta
formar las dos un todo, una unidad inimaginable. Es frecuente en los sueños que
significaciones diversas estén condensadas en un solo objeto que las expresa a todas.
Lo que el inconsciente pretende formular con esta llave-puñal no es expresable
ni por el puñal solo ni por la llave sola. Estos dos objetos definen dos aspectos
diferentes de un mismo dato inexpresable por una sola de nuestras
representaciones; es tarea del espíritu consciente el encontrar el denominador
común de estos dos objetos dispares. El puñal es un arma blanca que entra
por ello en la categoría genérica de arma, englobada ésta a su vez en el
concepto todavía más general de instrumento. El puñal, al igual que la
espada, la lanza o la flecha, es una pieza forjada para un fin preciso, en
respuesta a una intención, a una voluntad que ella indica. Todo instrumento
depende de una intención, de una voluntad determinante que concreta sus
medios de esta forma. Un telescopio expresa la voluntad de su constructor de
discernir los objetos lejanos, y un puñal la de traspasar; la voluntad de
traspasar ha tomado cuerpo en este objeto forjado en forma de punta. El
puñal desea lograr su objetivo; evoca la penetración en una dirección precisa,
lo que le acerca singularmente a ese otro instrumento que es la llave. Una
llave también desea penetrar; la intención de abrir una cerradura, cosa que
los dedos por sí solos son incapaces de realizar, se ha concretado en una llave.
Goethe dice acertadamente en su Fausto: «La llave rastreará el lugar deseado,
siguela hasta las profundidades: ella te conducirá hasta las Madres.» Fausto
desconoce el camino que conduce a ellas, pero la llave, que es intención
dirigida, lo conoce y encuentra su punto de aplicación propicia.
En este orden de ideas, los primitivos no piensan de su arma que son ellos
quienes la manejan con una destreza especial, sino que le atribuyen, como a
un ser mágico, un alma que conoce el objeto que hay que alcanzar. Si la punta
del puñal encuentra el corazón del adversario, ello quiere decir que lo ha
buscado, que ha querido penetrar hasta allí, conduciendo el puñal a la mano
del combatiente y no el combatiente al puñal. De hecho, en la psicología de
los primitivos, el instrumento, todavía no diferenciado de la intención que él
traduce, sirve de receptáculo de su proyección (43). Estos comentarios ponen de
relieve lo que hay de común entre un puñal y una llave: ambos buscan el
punto propicio y conducen a la realización de un objeto. El sueño,
naturalmente, no dice cuál es el elemento psíquico en nosotros que, simbolizado
por la llave-puñal, está al corriente del camino a seguir; en el caso de un
tratamiento habría que buscarlo.
Pasemos al amigo de nuestro hombre, a ese señor B. C., que tiene por demonio
protector a la serpiente, de la que también él es amigo. En la antigüedad, el
demonio individual estaba representado frecuentemente por una serpiente
que a menudo encarnaba, por ejemplo, el alma del héroe. Esta representación
se basa en una concepción primitiva. Los primitivos, cuando han enterrado a
uno de ellos, observan el montículo de tierra fresca que le recubre; el primer
animal que lo pisa es considerado el depositario del alma del difunto y se le
reverenciará con el mayor respeto. El amigo de nuestro sujeto es un amigo de
infancia; le había conocido cuando tenía unos siete años, y había sentido una
viva amistad por él. Estas amistades de infancia son a menudo de naturaleza
apasionada; si se las estudia de cerca y se investiga cómo están constituidas,
con frecuencia se encuentra que cada uno de los dos amigos ha proyectado en
el otro los elementos más nobles y más preciosos de su vida interior, su tesoro
íntimo. El origen de la expresión «Mi tesoro» del lenguaje afectivo es éste. Es,
sin duda, el más bello misterio de la amistad el que se pueda creer al amigo
eventualmente capaz de lo que uno no se atreve a esperar de sí mismo. Estas
amistades de infancia se basan con frecuencia en un secreto, en la intuición
infantil de valores inestimables, de un gran tesoro oculto al que el amigo
acaso tiene acceso. De nuestra vida escolar nos acordamos, sin duda, de que,
entre nuestros compañeros, algunos pasaban por «héroes»; eran
temperamentos especialmente dotados o estimables, a los que se quería
cariñosamente y a los que se creía capaces de realizar maravillas. Ese señor B.
C. había sido para nuestro hombre un amigo idealizado de este modo; a sus
ojos desconocía el miedo, era capaz de grandes cosas y, con toda pureza,
pasaba por ser un niño sin malicia. Por eso puede poner su pie en la boca de
la serpiente, por ser el pie la parte del cuerpo tradicionalmente designada—
ya en el catecismo nos lo decían—para las mordeduras de la serpiente. El
niño de nuestro sueño puede aventurarse en el antro de la serpiente, que
tiene para él sentimientos amistosos e incluso es su protectora. Encontramos
aquí de nuevo una representación primitiva y originaria: las tribus africanas
creen que sus hechiceros van acompañados de demonios, bajo forma de
reptiles, y al alma la consideran una serpiente; cuando un negro se pregunta
con perplejidad lo que debe hacer, dice, mientras se aleja: «Me voy a hablar
con mi serpiente», queriendo decir con ello que va a hablar con su alma. La
serpiente, en nuestro sueño, no sólo no aparece bajo una luz nefasta, sino que
parece ser de muy buen augurio; ama al muchacho y éste, manifiestamente,
le corresponde. El mismo motivo lo encontramos en el gran misterio de
Eleusis representado sobre un vaso funerario célebre, en que el iniciado
acaricia a la serpiente de Démeter, madre de la tierra. Del mismo modo, en la
mitología germánica se encuentra la leyenda según la cual quien logre besar a
la serpiente la transformaría en una bella joven; el cuento del Rey de las Ranas
(der Froschkönig) procede de una imaginación análoga. Sólo el niño sin
malicia, el hombre no desconfiado, puede no asustarse en presencia de una
serpiente: todos los demás seres humanos sienten un profundo terror. Es este
uno de los secretos de la infancia que se desvanece con ella: el ser, al crecer,
olvida el secreto de la totalidad infantil, del niño que sabe dejar vivir en él
todo un mundo sin paralizarlo con reflexiones, juicios, condenas; del niño
que vive en una especie de Jardín del Paraíso, donde todos los seres crecen
pacíficamente unos junto a otros. Desvaneciéndose este secreto con la edad,
podemos decir que sólo un perfecto insensato está en condiciones de presentir
después esa totalidad disipada y enfrentarse sin miedo con su demonio
interior. Gracias a su joven amigo la serpiente le dice al sujeto del sueño que
toda España le pertenece. El país entero significa, de nuevo, una idea de
totalidad. La posesión de España, del país entero, es un símbolo de la totalidad
ya implícitamente incluida en la soberanía de Toledo. Como la serpiente
impide el acceso a la totalidad del ser, es preciso—y él mismo expresa el
deseo—descender hasta ella; le dirige al que sueña la apremiante petición de
que le lleve otra vez al niño; en otros términos, y pasando a lo general, el
alma inferior localizada en la medula espinal, el instinto profundo en
nosotros, aspira a recuperar al niño. En vez de esto, corrientemente le
prodigan muchos consejos tenidos por razonables. La serpiente, no obstante,
reclama expresamente al niño juguetón y sin malicia; pues sólo con él puede
entenderse, y no con el adulto, el moralista raciocinante, que apenas sabe sino
pontificar desde lo alto de su conciencia. En cualquier caso, el ser consciente
del sujeto que sueña siente ante la serpiente deferencia, sentimiento que por
sí sólo atestigua cualidades poco comunes en nuestro enfermo; éste le habla a
la serpiente con respeto, pero sin temor; ¡quizá habría sido mejor que lo
sintiera! El descenso al antro de la serpiente, que representa un problema
central, es también una reviviscencia de un patrimonio cultural ancestral. La
iniciación, en efecto, ha sido imaginada siempre como un encaminamiento,
como un descenso a la caverna en la que yacen los secretos en los que se va a
ser iniciado. Nuestro sueño es, pues, como la rememoración de antiguos misterios de
iniciación. Un hombre lleno de mal- dad no puede participar en ella, pues se
expondría al peligro de ser mordido y envenenado; éste es, por otra parte, el
motivo por el que nuestro sujeto prefiere usar de expedientes. Le hace a la
serpiente la falaz promesa de bajar hasta ella—es lo que debería hacer—;
pero, en lugar de esto, delega la obligación que él tiene en otro amigo, en un
amigo de la edad adulta. El sueño relata por su cuenta que este nuevo amigo
desciende de los moros españoles, a los que Toledo perteneció en tiempos.
Estos moros no eran cristianos; al contrario, eran enemigos mortales de la
Iglesia cristiana de la Edad Media. Por tanto, un descendiente de ellos no
podría ser un verdadero cristiano; en el fondo sigue siendo un pagano, un
mahometano, un adversario irreductible de la Iglesia. Este joven tiene una tez
oscura y el pelo negro, lo que indica bien su ascendencia. En cualquier caso,
el que sueña le atribuye con precisión un conocimiento suficiente del español
o del árabe—o del idioma oportuno—para que le permita entablar una conversación
fructífera con la serpiente. Este amigo de tez oscura simboliza la
sombra del que sueña. Una de dos: o conocemos nuestra sombra o no la
conocemos; en este último caso, tenemos frecuentemente un enemigo
personal en el que proyectamos nuestra sombra (con la que le cargamos
gratuitamente), que la posee a nuestros ojos como si fuera la suya y a quien
incumbe enteramente su responsabilidad; es nuestra «cabeza de turco», a
quien vilipendiamos y a quien reprochamos todos los defectos, todas las
bajezas y todos los vicios, que son precisamente los nuestros. Deberíamos
aplicarnos una buena parte de los reproches con los que abrumamos a los
demás. En vez de ello actuamos como si nos fuera posible así liberarnos de
nuestra sombra; es la eterna historia de la paja y la viga. El joven de tez
oscura, el portador de la sombra del que sueña, debe realizar en el sueño, en
lugar del sujeto, lo que el destino exige de éste. Nuestro hombre prefiere descargarse
de este descenso al mundo reptiliano que subyace a la Iglesia
cristiana, en su doble oscuro, en el joven de piel de color, cuya inmoralidad
probada está en relación con su ascendencia pagana. «Que se las entienda él
con la serpiente», piensa, esperando engañar de este modo al reptil. No
obstante, temiendo que su oscuro amigo haya dejado decaer en él las fuerzas
morales de su raza y que ya no pueda intentar la prueba con éxito, el sujeto
del sueño recurre a un rito especial para dotarle de fuerza y de valor; se le
aconseja, para preparar el triunfo, que se apodere de una espada conservada
en una fábrica de armas situada en la otra orilla del Tajo. En efecto, esta
fábrica de armas blancas existe y funciona todavía en nuestros días. La
espada, que según el sueño se conserva allí, perteneció a los atenienses o a los
focenses y tiene un origen milenario. Una espada, naturalmente, tiene, en lo
esencial, el mismo significado que un puñal, sólo que es más grande y
constituye aquí la «espada mágica» por excelencia, la espada que siempre
necesita el héroe. Pensemos en Sigfrido. Se trata en este caso de un
instrumento cultural que data de los tiempos más antiguos. Como decíamos a
propósito del puñal, esta espada señala una intención; es la voluntad
concretada, mejor aún, concretable, del hombre que, gracias a ella, defiende
su vida y conquista tierras. La voluntad es un antiguo bien cultural cuyo
nacimiento coincide, en el fondo, con el origen de la cultura. Mientras la
voluntad no existe no se puede hablar de que exista cultura alguna. Por eso es
manifiestamente insensato querer inculcar la cultura a los negros. La voluntad
sólo ha surgido y ha adquirido fuerza a lo largo de los milenios, y por eso es
simbolizada siempre en los sueños bajo forma de instrumento transmitido desde los
tiempos más antiguos, de tesoro o de arma heredada de los antepasados. Este patrimonio cultural ancestral, del que es preciso que el doble del que está soñando
se apodere, debe conferirle una fuerza mágica gracias a la cual soportará
victoriosamente la prueba de la serpiente. Además, para hacerse fuerte, el
amigo debe infligirse una herida, que no es otra cosa sino una mutilación
mágica, un sacrificio ritual que se encuentra por todas partes en las formas
más diversas. Pensemos en la mutilación de Odín colgado de un árbol; quizá
conozcan ustedes el notable pasaje en el que dice: «Durante nueve noches,
herido por una lanza, permanecí colgado de un árbol sacudido por los
vientos, sacrificado a Odín, mi propia carne sacrificada a mí mismo.» El rito
mutilador no es de origen cristiano; es de inspiración puramente pagana. El
pasaje de nuestro sueño exige, también, que se le comprenda en este sentido:
recurriendo el sueño a una interpretación tradicionalmente pagana, se
concibe que sea el pagano que duerme en el corazón de nuestro sujeto quien
deba encargarse de bajar hasta el dragón. Mas para ello precisa una ayuda de
la que los antiguos tenían el secreto y que ha caído en el olvido; si la
poseyera, quizá tuviera el valor necesario para la prueba. La mutilación tiene
un objeto mágico; simboliza un sacrificio propiciatorio de sí mismo, que
anticipa, en cierto modo para desviarla, una catástrofe que amenaza. Esta
representación es aún extremadamente viva e intensa en los primitivos, como
lo atestigua el siguiente relato: un negro tuvo una noche una pesadilla en la
que se veía perseguido, atrapado y quemado vivo por sus enemigos. Al
despertarse reunió inmediatamente a todos sus parientes y les suplicó que le
quemaran vivo a fin de escapar a sus enemigos. No quisieron hacerlo, pero la
excitación del negro no cesó hasta que consintieron en atarle y encender bajo
sus pies un fuego. Sus quemaduras fueron de tal importancia que durante
nueve meses estuvo imposibilitado de andar y los pies le quedaron lisiados
para el resto de su existencia; nuestro negro, sin embargo, estaba satisfecho: la
catástrofe que le amenazaba había sido anticipada y, en su espíritu, había
sido conjurada gracias a una mutilación simbólica.
En el sueño, el amigo, que es al mismo tiempo el doble y la sombra del que
sueña, debe traspasarse simbólicamente la mano, a fin de conjurar la amenaza
del dragón. Obedece a esta orden y se traspasa la mano izquierda, pues el
lado izquierdo es siempre el lado desfavorable. (De aquí el doble significado
de la palabra latina sinister; el lado izquierdo es el lado oscuro e inconsciente,
mientras que el lado derecho es el lado consciente; es a la mano derecha a la
que la conciencia inerva principalmente, correspondiendo a la mano
izquierda el acompañamiento.) Sin embargo, a pesar de todos estos
preparativos, el dolor y el temor son demasiado intensos y dominan al amigo
moro; no supera la prueba y sube la escalera sin haber logrado apoderarse del
puñal, llave de la ciudad; a partir de este momento ésta se hace inaccesible
para nuestro sujeto.
Llegamos ya al final singular del sueño: el sujeto abandona al amigo como si
fuera un adorno. Un adorno puede ser un cuadro colgado en la pared, un
pequeño objeto artístico, una estatua de yeso, etc. El amigo es abandonado,
pues, a título de adorno, es decir, como algo fútil e insignificante, en una
postura artificial, privada de vida. El amigo ve cómo le retiran su razón de
ser; se convierte en una especie de estatua de sal, puramente decorativa y
totalmente ajena al papel de héroe al que primitivamente estaba llamado. Tal
es la conclusión del sueño: el que sueña no ha realizado la misión que le
correspondía; ha faltado a su promesa de bajar él mismo hasta la serpiente;
con falacia ha delegado en un amigo; el enfrentamiento de su problema vital es
abandonado a una parte inconsciente de su personalidad, como si nuestro hombre
le dijera en un aparte a ésta: «Arréglatelas como puedas, yo ya no me ocupo
de eso y me lavo las manos.» Ya hemos comentado esta actitud a propósito
del sueño anterior. Cuando nos acosa un problema difícil empuñamos la
varita mágica del intelecto, que lo expulsa de nuestro pensamiento. El
problema se encuentra entonces automáticamente abandonado al otro que
hay en nosotros, a nuestro genio, a nuestra sombra, a alguna parcela
inconsciente de nuestro ser, que debe asumirlo y que intenta, sí, resolverlo,
pero ¡Dios sabe cómo! ¿Han visto ustedes el film El estudiante de Praga?
Describe de maravilla toda esta psicología. Se trata de un estudiante que tiene
dificultades económicas. El diablo se le aparece y le ofrece una importante
cantidad de dinero a condición de que todo lo que hay en su habitación le
pertenezca. El estudiante acepta el trato, pues todo lo que posee—un espejo
casi desazogado, una cama desvencijada, una vieja espada de duelista y
algunas otras minucias—el diablo puede llevárselo cuando quiera. Pero el
diablo le ruega que se mire un instante y, mientras se está mirando en el
espejo, el diablo le hace una seña a su imagen, que desaparece y le sigue. El
estudiante no se preocupa demasiado; le resulta molesto en la peluquería no
verse en el espejo, pero la pérdida de su imagen no le produce, en principio,
otros inconvenientes. Sin embargo, el momento de pagar estaba cerca: el
estudiante se prometió con una joven y tuvo una disputa con un pariente de
ésta. Su futuro suegro, dado que el duelo era inevitable y el estudiante una
buena espada, le rogó que no matara a su adversario. Naturalmente, el estudiante
se comprometió por su honor a no hacerle más que un rasguño. Pero,
llegado el día del duelo, cuando se dirigía al lugar convenido en las afueras
de la ciudad, una rueda de su coche se rompió; tuvo que continuar a pie
bosque a través; llegaba con retraso e iba irritado; cuando le faltaba poco para
llegar, descubrió entre los árboles a un personaje que venía a su encuentro
espada en mano; al acercársele vio que era su doble y que estaba limpiando
en la hierba su espada goteante de sangre. Tuvo entonces la intuición de lo
que había pasado. Se precipitó en el claro. El duelo se había celebrado ya y el
adversario yacía muerto, rodeado de su sangre. Por lo tanto, había
incumplido su promesa. ¿Por qué? Porque había vendido su sombra al
diablo. Siempre es preferible saber lo que hay en nuestra sombra, para que el
«diablo» no se apodere de ella.
Poseemos ya amplios materiales que forman el contexto del sueño y que nos
permiten concebir éste como un mito del dragón en forma individual. El
sujeto del sueño no era un sabio versado en mitología; sin duda, como a
todos, en su infancia le acunaron con cuentos y leyendas. Pero, ya adulto, no
se le habría ocurrido jamás forjar semejante mito ni habría esperado nunca
encontrarlo en su imaginación. No obstante, el sueño lo ha tenido realmente
él; es decir, que su inconsciente ha expresado, con ayuda de los materiales del
propio sujeto y bajo una forma personal, el cuadro completo de un mito del
dragón, con todas sus peripecias. Así, su situación consciente, entonces alterada,
cristalizó en él las grandes líneas de este mito. ¿Qué debemos pensar de
ello? Significa lo siguiente: «Tú te encuentras en una encrucijada, en la que el
ser humano, si intenta vivir plenamente la órbita de su vida, se ha encontrado
ya con frecuencia antes de ti. La situación que hoy es la tuya ha sido ya
vivida, en el transcurso de milenios, un número incalculable de veces.» Esto
es lo que demuestra el mito del dragón, que se encuentra en toda la
humanidad, que está difundido por toda la tierra, sin distinción de latitudes o
de climas, y que se da en todos los pueblos igual o en alguna variante que se
corresponde con él. En todas partes encontramos a un héroe que realiza
alguna empresa excepcional. La generalidad de esta imagen arquetípica
permite afirmar con certeza que corresponde a una experiencia corrientemente
vivida por el hombre y repetida hasta el infinito en el curso de las
edades; cada vez que el ser se enfrenta con una situación que no logra
dominar, el inconsciente, en respuesta a la representación de una misión
insoluble, de una exigencia impracticable, reacciona—haciéndola, de este
modo, resurgir siempre—reproduciendo la imagen socorrida del mito del
dragón. Estas imágenes arquetípicas tienen—ya lo hemos visto a propósito
del sueño anterior—una importancia que no pertenece a ellas; sirven para
incluir en un cuadro general y supraindividual el caso específico personal
que parece único e insoluble; muestran, al mismo tiempo, que el sufrimiento
de cada uno es también el sufrimiento de todos, y que la situación particular,
inextricable, constituye un problema humano absolutamente general. Hay en
ello una ventaja: el dardo doloroso que clava toda situación excepcional, la
impresión de aislamiento que provoca, se ven suprimidos y el individuo se
religa con la humanidad entera. Por eso los antiguos sacerdotes-médicos—ya
lo hemos dicho antes— utilizaban estas imágenes arquetípicas como medios
de curación. Hacían entrever a sus enfermos estas imágenes consoladoras que
les descubrían, en su aislamiento y en su abandono, que la humanidad
entera, desde siempre, había participado en sus dolores. Estas evocaciones
nos conmueven y hacen vibrar algo en nosotros que nos dice que, realmente,
no estamos ya solos. La filosofía japonesa expresa un aspecto de esta idea al
decir: «Cuando estás solo y crees que puedes hacer lo que quieres, no olvides
al viejo sabio que.habita en tu corazón.» Este viejo sabio es la encarnación
viviente en nosotros de las imágenes arquetípicas. Es el hombre tan viejo
como el mundo que, durante dos millones de años, ha vivido la vida humana
con todos sus sufrimientos y todas sus alegrías, que ha almacenado en sí las
imágenes fundamentales de la existencia y que, en nombre de su experiencia
eterna, evoca una imagen que hace comulgar con el fondo humano a toda
situación individual, en apariencia única. Aplicar oportunamente el arquetipo
que conviene no constituye sólo el arte del medicine-man primitivo y la sabiduría
de los sacerdotes-médicos que les sucedieron, sino también el de
nuestros directores de conciencia; pues el sufrimiento del héroe simbólico, en
el que se basa toda la religión cristiana, es también una imagen arquetípica de
esta clase que eleva, liberándolo así, el sufrimiento de cada uno al nivel del
sufrimiento de todos. ¿En qué consiste la acción apaciguadora de estas
imágenes? Un gran sufrimiento, una conmoción moral nos alejan de las bases
de la existencia y de los instintos; el sujeto afectado siente entonces una
particularización excesiva, un aislamiento, una desorientación; estas
imágenes saludables vienen a mostrar al alma doliente en qué estado se
encuentra el ser, qué episodio de la existencia vive; si es capaz de presentir lo
que ellas evocan, obtendrá de ello un inmenso beneficio. La vida cotidiana lo
atestigua; en ella utilizamos—sin disponer, no obstante, de los mismos
recursos de amplificación—un procedimiento análogo. Cuando algún
pariente nuestro sufre una desgracia que le pone fuera de sí, solemos decirle:
«No lo tomes demasiado por lo trágico» o «¡Es la vida, todos pasamos por
eso!» o «¡Lo que te queda por pasar!…», etc. De este modo un gran pesar, sin
que se necesite ni siquiera recurrir conscientemente a los arquetipos, es situado
en un terreno general, lo que lo hace más soportable. «Mal compartido,
sólo es medio mal», dice un proverbio alemán. Hay en ello un efecto
saludable que emana de los arquetipos.
El autor de nuestro sueño es presa de una honda confusión, de una
particularización, de una desorientación tales que ya no sabe encontrar su
camino. No se da cuenta de la tormenta que crece y amenaza, pero el
inconsciente le dice entonces: «Tú te enfrentas con un problema que está
expresado desde siempre por el mito del dragón.» El sueño utiliza incluso un
lenguaje más específico aún, que rejuvenece de forma histórica las viejas
imágenes primitivas, asociándoles la catedral de Toledo. Casi se podría
traducir su sueño en forma de diálogo o de apólogo. Por ejemplo, nuestro
sujeto visita al viejo sabio, ese viejo sabio del que hemos hablado hace poco, y
le pregunta: «¿Qué me pasa? ¡Ya no me comprendo!» «¿De dónde vienes?
Has estado en Toledo, en su catedral. ¿Qué has visto allí? ¿Qué es lo que te ha
causado la impresión más profunda?» Y el viejo sabio le hace adquirir
conciencia de su situación: «Has visto, además, bajo la catedral cosas muy
curiosas: una cisterna en la que había un dragón, una serpiente que guardaba
una copa de oro, la cual contenía la llave de la ciudad.» El joven no
comprende apenas este lenguaje enigmático. Si él pudiera resumir todas las
impresiones que ha tenido en Toledo—y que nosotros difícilmente podemos
imaginar, puesto que no hemos estado allí—, seguramente haría una descripción
viva y sorprendente de la época medieval en su magnificencia y su
potencia, y de esta ciudad que fue la sede de la Inquisición tras haber sido el
centro de la ciencia árabe. Se da en ella la curiosa mezcla de dos culturas, de
la cultura cristiana y de la cultura islámica y pagana. Esta fusión
desencadena, sin duda, en una persona culta, poderosas asociaciones que se
agrupan en torno de su concepción misma de las cosas y que alimentan sus
preocupaciones relativas, de una parte, al mundo cristiano, y de otra, a un
mundo diferente y opuesto. El mundo cristiano es el mundo del sujeto que
sueña, el mundo superior, mientras que el mundo pagano es un mundo
subterráneo que ha sido superado. Alfonso VI logró reconquistar España y
rechazar a los moros. La serpiente fue relegada y encerrada en los bajos
fondos, lo que constituye una imagen apocalíptica, innata al ser cristiano,
aunque falte toda educación religiosa. Siempre nos imaginamos que el
cristianismo consiste en una cierta profesión de fe y en la pertenencia a la
Iglesia. En realidad, el cristianismo es nuestro mundo. Todo lo que pensamos es
fruto de la Edad Media cristiana. Nuestra ciencia misma y, en una palabra,
todo lo que se agita en nuestros cerebros está formado, necesariamente, por
esta era histórica que vive en nosotros, de la que estamos impregnados para
siempre y que constituirá, hasta las épocas más lejanas, una capa de nuestra
psique, del mismo modo que nuestro cuerpo conserva las huellas de su
desarrollo filogenético. Nuestra mentalidad entera, nuestras concepciones de
las cosas, han nacido de la Edad Media cristiana, se quiera o no. El «siglo de
las luces» no ha borrado nada; la huella del cristianismo se encuentra hasta en
la forma en que el hombre quiso racionalizar el mundo. La visión cristiana
del mundo es, por consiguiente, un dato psicológico que escapa a las
explicaciones intelectuales. Es un pasado que, en sus rasgos y en sus consecuencias,
será, como todo pasado, un eterno presente. Estamos marcados, de una vez para
siempre, por el cuño del cristianismo. Pero no por ello es menos cierto que llevamos
en nosotros igualmente la marca de lo que le precedió. El cristianismo tendrá
pronto dos mil años; en la historia del mundo esto no es más que un breve
instante. Fue precedido por un cúmulo de siglos, de innumerables milenios
en los que todas las cosas eran distintas. La época histórica sólo se remonta a
cuatro mil años antes de Jesucristo. Antes habían transcurrido de ciento
cincuenta mil a doscientos mil años de una existencia primitiva de tribus,
existencia que ha arraigado sus tradiciones en los seres y de la que todavía
estamos impregnados. Lejos de haberse perdido esta tradición, continúa
viviendo en nosotros e incluso se puede demostrar fácilmente que se ha
fundido orgánicamente con nuestro cristianismo, pues la Iglesia católica se ha
alzado sobre la base de un sincretismo pagano. Sin embargo, la continuidad
histórica está interrumpida por una falla que se expresa exteriormente en el
hecho de que el cristianismo, según la enseñanza religiosa que todos hemos
recibido, surgió en la historia libre de todo pasado, como un relámpago en un
cielo sereno. Esta concepción fue, sin duda, necesaria, pero estoy persuadido
de que es falsa, pues no hay nada que no tenga su historia; y tampoco el
cristianismo, aunque pretenda ser una revelación única caída del cielo, deja
de tener su devenir propio, siendo sus comienzos, por otra parte, de una
claridad perfecta. No sólo ciertas prácticas de la misa, ciertos detalles de las
prendas sacerdotales están tomados del pasado pagano, sino que también las
ideas fundamentales del cristianismo tienen sus antecedentes históricos. La
falla en el seno de la continuidad no es debida, como hemos dicho, sino a la
impresión profunda causada por la pretendida unicidad del cristianismo,
impresión a la que todo el mundo ha sucumbido y que ha hecho, por decirlo
así, que se edifique una catedral sobre un templo pagano, cuyos vestigios se
ocultaron tan bien que su presencia cayó en el olvido. Así, bajo la catedral de
Toledo hay una cisterna que constituye una representación típica de un lugar
antiguo de iniciación y en la que se conserva la serpiente benéfica. Esta
representación de la serpiente en la cripta oscura es una imagen pagana, que
ha sobrevivido incluso en el seno de la tradición cristiana y de la que
poseemos una descripción significativa que data del siglo v después de Jesucristo.
¿Qué podemos concluir de todas estas consideraciones? Nuestro sueño
parece decir: bajo la concepción cristiana de las cosas subsisten los vestigios
indudables de la tradición pagana, vestigios que, naturalmente, faltan en la
tradición cristiana, pues estas supervivencias son inferiores y oscuras,
referentes al alma primitiva, al «psiquismo espinal», al ser amasado de
instintos. Pero si estos elementos faltan en la parte superior del psiquismo, en
la catedral cristiana, no por ello dejan de ser todavía vivaces en los bajos
fondos. Las imágenes mitológicas de su sueño habrían debido llamar la
atención del sujeto sobre el hecho de que el ser pensante y sensible, en el
sentido del credo cristiano, había llegado a una encrucijada en la que había
que adquirir conciencia de un secreto insospechado hasta entonces, del
secreto antiguo de la serpiente. La amistad que el sujeto del sueño tenía con
ese señor B. C., que sabía tratar a la serpiente, habría debido indicarle qué
actitud tenía que adoptar para abordar al dragón con provecho. ¿Qué secreto
guardaba éste? ¿Ante qué se ha cerrado, por consiguiente, la Iglesia cristiana?
¿Qué es lo que se ha perdido de vista, olvidado y cubierto por los siglos y que
los antiguos conocían aún? Es el secreto terrestre del alma inferior, del hombre
natural que no vive de forma puramente cerebral: aún tienen algo que decir
en él la medula espinal y el simpático. Se ha tratado de escrutar, de disecar
este secreto de forma racional, y se ha pretendido que se trataba de esto o de
aquello, de sexualidad o de otras cosas más; pero escapa a estas tentativas,
pues implica al mismo tiempo el problema de la concepción de las cosas y
resulta inabordable para todo aquel que no adopte una actitud religiosa y no se
detenga en los símbolos. Pues la comprensión de este misterio los exige y no se
podría profundizar en él hablando sólo con la razón y no diciéndole, por
ejemplo, al enfermo sino: «Haga esto o lo otro» o «Esto es bueno y aquello es
malo», o también, «No tenga vergüenza: vuelva a su propio ser y haga su mea
culpa»; pues todo ello se lo lleva el viento y semejantes discursos no cambian
nada en el estado real del enfermo. ¿Qué desean los que viven en nuestros
días? Todo antes que prédicas moralizadoras, cuya música conocen desde
hace mucho tiempo. Por eso consultan al médico, en el que esperan encontrar
un poco de comprensión humana y algo de conocimiento de la vida; se
explica, por otra parte, su decisión, pues su primer deseo es que se
comprenda que se trata, en ellos, de algo legítimo, algo refractario a las tentativas
de proscripción moral, tentativas que han practicado hasta la saciedad
desde hace mucho tiempo, con gran daño para ellos, y que les han conducido
al borde del abismo. Conflictos de esta naturaleza no pueden ser resueltos a
golpes de razón tonante; su solución, por el contrario—nos lo muestra la
psicoterapia moderna con mucha insistencia—, se actualiza de la forma más
misteriosa en un proceso de desarrollo psíquico apoyado en símbolos; esta
operación, por otra parte, supera nuestro entendimiento. Si hubiéramos
nacido chinos la comprenderíamos sin dificultad. Pero nuestro pensamiento
es diferente, tan estrictamente localizado en las capas superiores que no
logramos imaginar lo que pueden ser un desarrollo simbólico, una
metamorfosis insensible. Nosotros sólo concedemos crédito a la conciencia,
que nos ha permitido dominar el espacio exterior y domar a la naturaleza que
nos rodea y a la que ella nos hace inteligible. Pero no nos ha sido hasta ahora
de una gran ayuda para escrutar nuestra naturaleza íntima, el mundo de lo
infinitamente pequeño que duerme en nosotros (véase la zona central más
oscura del esquema 4), que constituye el secreto oscuramente presentido por
nuestro ser interior, pero del que nuestra conciencia lo ignora todo todavía.
Por eso yo he profesado desde siempre que es preciso afrontar estos dominios
desde el ángulo irracional e inquirir en primer lugar lo que el inconsciente
puede decirnos de ellos. Si yo tuviera que tratar a este paciente, comenzaría
nuestras conversaciones poniendo la visión cristiana del mundo sobre el
tapete; le diría: «Usted es, sin duda, de una alta moralidad, pero vive con una
concepción de las cosas que, siendo demasiado razonable, le ha hecho perder
de vista a la serpiente. Naturalmente, su ortodoxia cristiana consciente le
apunta que se trata del diablo, huésped de las profundidades, y que la
serpiente que le encarna debe estar proscrita en los subterráneos, como un
peligroso comensal al que no hay que frecuentar. Pero cuando se está en los
pródromos de una psicosis, hay por fin motivos para preocuparse de esa serpiente a la
que los viejos sabios atribuían también virtudes salvadoras. Y, debido a que este
saber se oscureció con el tiempo, fue por lo que el sueño tuvo que recurrir al
instrumento antiguo de conocimiento, a la espada discriminadora que los
antiguos se habían forjado.» He olvidado aún algo: la empuñadura de la espada
es roja. El rojo es el color de la sangre. Cuando la sangre está en juego, la
situación se hace seria y las coartadas falaces no tienen valor.
¿Qué falta comete nuestro enfermo? El no sospecha en qué situación se
encuentra e ignora por qué ha llegado a ella; ignora también que el problema
que le hace sufrir no es particular suyo, sino que constituye un mal del siglo.
¿Qué es un problema contemporáneo? Decir de un problema que es general, es
decir que existe en los cerebros de numerosos hombres; éstos son elegidos
por la suerte, en virtud de su naturaleza íntima, para sufrir una
incompatibilidad grave, que se hace aguda en el mundo moderno, y para
elevarla a la dignidad de problema a resolver. Son siempre individuos,
tomados uno a uno, que sienten un problematismo latente y que lo sufren en
lo más profundo de sí mismos, quienes están llamados a responder a él y a
contribuir a su solución, buscándole, puesto que no pueden evitarlo, una
solución en sus propias vidas. El joven sujeto de nuestro sueño forma parte
de aquellos que deben encontrar respuesta a estas preguntas: «¿Qué es lo que
nos falta hoy? ¿Qué hemos omitido? ¿Qué tenemos que saber todavía?»;
forma parte de los que están encargados de tender un puente entre el hombre
contemporáneo y el ancestral, a fin de que salvemos el abismo abierto en
nosotros entre las capas superiores de nuestro psiquismo, formadas por
nuestros pensamientos y nuestros sentimientos racionales y las capas
inferiores que existen desde siempre. Es inútil decir: «Debería ser de otra
forma», porque es así. Esta fórmula estereotipada, sin embargo, se oye
siempre en cuanto surgen dificultades en un orden cualquiera, aunque no
constituye una contribución nueva a la cuestión planteada, puesto que todos
la conocemos de antemano. Es como si se le dijera a un tífico que no debería
tener la fiebre tifoidea, que él padece precisamente y que es todo su mal.
Debemos esforzarnos por perder la costumbre del sempiterno: «Debería…»
Esta pobre fórmula no cambia ya nada. Cuando un paciente viene a consultarme
no basta que yo le diga: «¡No debería usted meterse en tales
problemas!», pues los lleva en sí y es preciso que contemos con ellos. En
cuanto se utilizan escapatorias y frases huecas, todo está, naturalmente,
perdido; el enfermo se queda en su noche y no se sabrá jamás dónde le duele
la herida ni dónde yace la serpiente.
En el momento en que se produjo nuestro sueño, hace muchos años, yo no
podía comprenderlo. Sin embargo, tras haber estudiado numerosos sueños de
esta clase, tuve la sensación de que si me hubiera sido dado, en aquella época,
tomar el caso en mis manos, habría podido ayudar al joven, quien quizá no se
habría suicidado. Desde entonces, he visto numerosos casos parecidos. A
menudo la comprensión real de un sueño como éste ayuda a que en una
existencia se produzca un cambio radical. Con seres sensibles y refinados,
artistas e inteligentes, nunca se pondrá demasiada atención. Las trivialidades
no sirven para nada; es preciso ser serios y llegar al fondo de las cosas. El
joven había elegido Toledo, a la vez como meta de su viaje y como tema de su
sueño, por razones particulares.
Hemos olvidado con toda ingenuidad que bajo nuestro mundo de razón hay
hundido otro mundo. No sé cuánto tendrá que sufrir todavía la humanidad para
hacerse esta confesión. Es como sí, por ejemplo, no sospecháramos que somos
nosotros quienes hemos hecho la guerra y nos imagináramos que ésta ha venido por sí
misma. No es tan sencillo como parece. Si nuestro joven hubiera comprendido
el sentido de su sueño, habría debido decirse: «Soy presa de algo que me
tiene aprisionado y que, reduciendo mi horizonte, me cierra a otras
percepciones y me las hace parecer extrañas. He pasado junto a un secreto.»
¿Cuál es? Oculta una llave, el instrumento esencial para la entrada en la
ciudad, gracias a la cual se podría mandar sobre el conjunto. ¿El conjunto? Es
la personalidad total, el alma entera y no ya sólo una de sus parcelas. Le es preciso
restaurar la unidad del país, la integridad del dominio psíquico. Sólo será soberano
del todo aquél que tenga valor para apoderarse de la llave, cuya conquista
supone que se sea sin malicia, es decir, como un niño, como el muchachito
que fuera el sujeto del sueño. Su amigo B. C. cumplía esta condición, pues no
tenía miedo de ese secreto y lo abordaba con toda la ingenuidad. Como es
sabido, el niño, que no tiene más que un pie en el mundo de la conciencia,
que no está todavía comprimido y dirigido, dispone del olfato necesario para
conversar amistosamente con el «animal que hay en él»; esta última expresión
despierta en nuestra mente un hondo disgusto. Este «animal en nosotros» es,
sin embargo, algo muy natural y no es más abominable que los animales que
viven en la naturaleza circundante y que realizan fielmente la voluntad del
Creador, cosa que no podríamos pretender de nosotros mismos, puesto que
siempre tratamos, con nuestros caprichos y nuestros cambios bruscos, de ir
con rodeos ante ella. Nuestra ambición no trata de realizar la totalidad de
nuestro ser; una ambición semejante sería poco cómoda y desagradable. Los
animales, por su parte, son verdaderamente ellos mismos. El animal y la
planta son, para mí, los símbolos mismos del ser piadoso. Todo nos induce a
inspirarnos en su ejemplo; viven la totalidad de su ser, como el niño vive la
suya. Bajo el dominio de los hombres, esta inconsciente plenitud,
naturalmente, ha desaparecido. Pero ¿por qué Cristo dijo: «Sed dulces
como las palomas e inteligentes como la serpiente»? El final de esta sentencia,
suena mal en nuestros oídos. Igualmente, cuando dice: «Ama a tu prójimo…»,
encontramos bello este pensamiento… pues nos dispensa de ocuparnos de
nosotros mismos pero cuando añade: «…como a ti mismo», este añadido no
tiene ya nuestra adhesión y pretendemos que el amarse a sí mismo sería
hacer profesión de egoísmo. ¡Amarse a sí mismo! No era necesario predicárselo
a los antiguos, que lo hacían de un modo natural. ¿Y hoy? Haríamos
bien en tomar en serio este «como a ti mismo». ¿Cómo puedo amar a otro si
no me amo a mí mismo? ¿Cómo se puede ser altruista si se maltrata uno
mismo? Cuando tratamos a nuestra persona con la dignidad que le
corresponde, cuando nos amamos a nosotros mismos, vamos de
descubrimiento en descubrimiento, comprendemos lo que somos y qué es lo
que importa que amemos. Se trata, nada menos, que de poner el pie en la
boca del dragón. Todo aquel que sea incapaz de amor será incapaz de
metamorfosear a éste, y las cosas proseguirán su antiguo curso. Se ha olvidado
que bajo la catedral cristiana se encuentra un santuario antiguo de iniciación en el
que vive una serpiente, fiel guardián de la copa de oro, que contiene la llave de la
totalidad. Es preciso no confundir el sí mismo que debemos amar, con nuestra
pequeña persona, con nuestro yo, al que no amamos por sí mismo, sino a
causa de la copa de oro, a causa de Toledo, a causa de la ciudad entera, del
país entero y de quienes lo habitan. El «ello» que debemos amar, que se manifiesta
en nosotros a través de nuestra existencia individual, es diferente del
yo. El «sí mismo» es nuestra totalidad psíquica, integrada por la conciencia y
el océano infinito del alma sobre el que ésta flota: Mi alma y mi conciencia, he
aquí lo que es mi «sí mismo», en el que yo estoy incluido como una isla sobre las olas,
como una estrella en el cielo. Así, pues, el sí mismo es infinitamente más vasto
que el yo. Amarse a sí mismo debería ser amar a esta totalidad, a través de la
cual se amaría a la humanidad entera. Es imposible amar a nadie si uno se
odia a sí mismo. Por eso se siente un malestar en presencia de un modelo de
virtud que, llegando hasta el suplicio queda rodeado de una atmósfera de
martirio. Semejante virtud se parece extrañamente al vicio. Algo
originariamente bueno se ha transformado en algo que no lo es ya, en una
escapatoria. En nuestros días, cualquier hombre mezquino puede afectar una
gran respetabilidad yendo a la iglesia y «amando a su prójimo». Hay en ello
un estado falso de raíz, un mundo artificial.
Estos problemas se apoderaron de nuestro joven. Una fuerza creadora residía
en él, revelada en su sueño bien compuesto y que debería haberle ayudado a
resolver el problema. El debería ser el héroe que desciende en persona a su
mundo subterráneo, a su triste cueva oscura, por amor a la copa de oro que
contiene la llave que conduce a la totalidad. Jamás alcanzaremos nuestra
totalidad si no asumimos las oscuridades que hay en nosotros pues no hay
cuerpo que, en su totalidad, no proyecte una sombra y esto no en virtud de
ciertos motivos razonables, sino porque siempre ha sido así y así es el mundo.
El hombre, en determinada acepción, no es bueno; a pesar de todo lo que se
quiera pretender, no lo es, y más vale, pues, tener conciencia de ello y
preguntarse cómo incorporar de forma sensata este aspecto de la naturaleza
humana a su todo. Los hechos están siempre presentes, aun cuando haya
que interpretarlos entreviendo su reverso. ¿Cómo es posible, por ejemplo,
que un hombre bueno tenga un hijo granuja o una hija abominable? Los
padres no saben sino exclamar: «¡Ah, pobres hijos! ¿De dónde les puede
venir…?» ¿Cómo se explica que un porcentaje sorprendente de hijos de
pastores padezcan una moral insanity, una perversión del sentido de los
valores? Deriva sencillamente de que sus padres, que se hacen los ignorantes,
han sido obligados a una respetabilidad maldita, de la que su naturaleza, sin
que se dieran cuenta, está a menudo harta. Si hubieran podido ser ellos
mismos, no se habrían visto obligados a proyectar en sus hijos los pecados
que creían haber sofocado definitivamente en ellos mismos. Hay en esto una
grande y trágica verdad; pues no se puede ser absuelto de pecados que no se han cometido.
Como vemos, este problema es de los más complejos. Raciocinar no sirve de
nada; dependemos, en una gran medida, de la gracia del inconsciente, de su
buena voluntad para indicarnos las vías que, a través del laberinto de nuestra
psique, deben conducirnos a buen puerto. Si nuestro joven hubiera
comprendido su sueño, habría sabido que debía interesarse con toda urgencia
por su mundo oscuro, oculto y cubierto por su conciencia moral cristiana.
¿Qué hizo, en lugar de esto? Rechazó todo su problematismo en el inconsciente
y al personaje del héroe, que habría debido guiarle, le redujo a la
condición de un adorno. El resultado de ello es que todo el entusiasmo y todo
el impulso heroico necesarios para abordar el problema, que toda la tensión
energética, van a ser derrochados en enojos y en oscilaciones circulares, y que
el joven será víctima de una psicosis maníaco-depresiva.

Notas:
31- Introducción a la psicología analítica (tercera parte).
32- V. HUGO, Océano nox.
33- El psicoterapeuta, en la práctica, debe esforzarse menos por extraer en un caso dado
nuevos testimonios en favor de los complejos—que en cada uno están a título diverso—
que por tratar de saber lo que el Inconsciente de su sujeto hace con los complejos que hay
en él y lo que se prepara con ellos.
34- La Idea de que el sueño disimula algo es una idea antropomórfica.
35- Este episodio constituye un hecho notable en la historia suiza. Se produjo en las
condiciones siguientes: estos mil quinientos hombres constituían la vanguardia de las
tropas suizas, que habían recibido la orden estricta de no atacar, sino de esperar a que el
grueso de las fuerzas se les uniera. No obstante, las órdenes recibidas fueron
transgredidas, y apenas descubierto el enemigo, la vanguardia se lanzó contra él; contuvo
su avance mediante este sacrificio, pero fue exterminada hasta el último hombre. Nos
encontramos aquí con la idea del lanzarse hacia adelante, que lleva a consecuencias fatales,
idea ya expresada en el segundo sueño, en el que el frenesí del maquinista que conducía el
tren determina el descarrilamiento.
36- Cuando un ser se cree demasiado bueno para lo que le rodea, a lo que Juzga demasiado
Inferior, se trata casi siempre de una inferioridad que el sujeto lleva en sí y que proyecta
sobre su mundo exterior. Se podría decir, por otra parte, que es una fanfarronada el
presumir ante una persona poco culta de ese eventual nombramiento en la Universidad de Leipzig.
37- Es como si el sujeto del sueño me dijera: «El sueño no es más que un fresco en un muro,
algo sin importancia, y no le concederé más atención.»
38- El sujeto interpreta la situación según la doctrina freudiana, como un deseo incestuoso;
el monstruo sería su madre, el ángulo representarla las piernas entre las que está situado,
al acabar de nacer o al aspirar a volver a su estadio prenatal.
39- Sin duda conocen ustedes la novela de Paul Bourget L’étape, cuyo tema es que el
individuo se mantiene siempre apegado a su origen modesto, lo que impone límites
bastante estrechos a sus posibilidades de ascensión social.
40- Véase anteriormente, en la pág. 172.
41- Quinta conferencia.
42- Sexta conferencia.
43- Ciertas lenguas primitivas utilizan no sólo los artículos «el», «la», «los», «las», sino que
expresan además si un objeto es viviente o inerte. El primitivo no puede dejar de decir si
un objeto está muerto o vivo, al igual que nosotros no, podemos omitir el género. En
Australia central—fenómeno del mismo orden—tribus muy primitivas viven en la Intima
convicción de que lo que pertenece a un ser no puede, por una imposibilidad innata,
pertenecer a otro. Por eso, entre ellos el robo es algo desconocido y carecen de codicia
respecto a los países extranjeros: su conquista sería poco recomendable, pues las tierras
lejanas mantienen encerradas a las almas extranjeras; si, por ventura, un jefe condujera a
ellas a su tribu, las mujeres traerían al mundo falsos niños, herederos de falsos
antepasados. Asi, pues, con toda evidencia seria peligroso para estas tribus habitar en un
país que no fuera el suyo, por lo que se abstienen de toda conquista.

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