La Metamorfosis
de Franz Kafka
I
Cuando Gregor Samsa se despertó una mañana después de un sueño
intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto«.
Estaba tumbado sobre su espalda dura, y en forma de caparazón y, al levantar
un poco la cabeza, veía un vientre abombado, parduzco, dividido por partes
duras en forma de arco, sobre cuya protuberancia apenas podía mantenerse el
cobertor, a punto ya de resbalar al suelo.
Sus muchas patas, ridículamente pequeñas en comparación con el resto de su
tamaño, le vibraban desamparadas ante los ojos. «¿Qué me ha ocurrido?»,
pensó. No era un sueño. Su habitación, una auténtica habitación humana, si
bien algo pequeña, permanecía tranquila entre las cuatro paredes harto
conocidas.
Por encima de la mesa, sobre la que se encontraba extendido un muestrario de
paños desempaquetados – Samsa era viajante de comercio –, estaba colgado
aquel cuadro, que hacía poco había recortado de una revista y había colocado
en un bonito marco dorado. Representaba a una dama ataviada con un
sombrero y una boa” de piel, que estaba allí, sentada muy erguida y levantaba
hacia el observador un pesado manguito de piel, en el cual había desaparecido
su antebrazo.
La mirada de Gregor se dirigió después hacia la ventana, y el tiempo lluvioso
se oían caer gotas de lluvia sobre la chapa del alfeizar de la ventana – le ponía
muy melancólico.
«¿Qué pasaría – pensó – si durmiese un poco más y olvidase todas las
chifladuras?» Pero esto era algo absolutamente imposible, porque estaba
acostumbrado a dormir del lado derecho, pero en su estado actual no podía
ponerse de ese lado.
Aunque se lanzase con mu cha fuerza hacia el lado derecho, una y otra vez se
volvía a ba lancear sobre la espalda.
Lo intentó cien veces, cerraba los ojos para no tener que ver las patas que
pataleaban, y sólo cejaba en su empeño cuando comenzaba a notar en el costado un dolor leve y
sordo que antes nunca había sentido. «iDios mío!»,
pensó.
«iQué profesión tan dura he elegido! Un día sí y otro también de viaje. Los
esfuerzos profesionales son mucho mayores que en el mismo almacén de la
ciudad, y además se me ha endosado este ajetreo de viajar, el estar al tanto de
los empalmes de tren, la comida mala y a deshora, una relación humana
constantemente cambiante, nunca duradera, que jamás llega a ser cordial.
¡Que se vaya todo al diablo!» Sintió sobre el vientre un leve picor, con la
espalda se desli zó lentamente más cerca de la cabecera de la cama para poder
levantar mejor la cabeza; se encontró con que la parte que le picaba estaba
totalmente cubierta por unos pequeños puntos blancos, que no sabía a qué se
debían, y quiso palpar esa parte con una pata, pero inmediatamente la retiró,
porque el roce le producía escalofríos. Se deslizó de nuevo a su posición
inicial.
«Esto de levantarse pronto», pensó, «le hace a uno desvariar. El hombre tiene
que dormir. Otros viajantes viven como pachás”. Si yo, por ejemplo, a lo largo
de la mañana vuelvo a la pensión para pasar a limpio los pedidos que he
conseguido, estos señores todavía están sentados tomando el desayuno.
Eso podría intentar yo con mi jefe, en ese momento iría a parar a la calle.
Quién sabe, por lo demás, si no sería lo mejor para mí. Si no tuviera que
dominarme por mis padres, ya me habría despedido hace tiempo, me habría
presentado ante el jefe y le habría dicho mi opinión con toda mi alma. ¡Se
habría caído de la mesa! Sí que es una extraña costumbre la de sentarse sobre
la mesa y, desde esa altura, hablar hacia abajo con el empleado que, además,
por culpa de la sordera del jefe, tiene que acercarse mucho.
Bueno, la esperanza todavía no está perdida del todo; si alguna vez tengo el
dinero suficiente para pagar las deudas que mis padres tienen con él – puedo
tardar todavía entre cinco y seis años – lo hago con toda seguridad. Entonces
habrá llegado el gran momento, ahora, por lo pronto, tengo que levantarme
porque el tren sale a las cinco», y miró hacia el despertador que hacía tictac
sobre el armario. «¡Dios del cielo!», pensó.
Eran las seis y media y las manecillas seguían tranquilamente hacia delante,
ya había pasado incluso la media, eran ya casi las menos cuarto. ¿Es que no
habría sonado el despertador?» Desde la cama se veía que estaba
correctamente puesto a las cuatro, seguro que también había sonado. Sí, pero…
Cera posible seguir durmiendo tan tranquilo con ese ruido que hacía temblar
los muebles? Bueno, tampoco había dormido tranquilo, pero quizá tanto más profundamente.
¿Qué iba a hacer ahora? El siguiente tren salía a las siete, para
cogerlo tendría que haberse dado una prisa loca, el muestrario todavía no
estaba empaquetado, y él mismo no se encontraba especialmente espabilado y
ágil; e incluso si consiguiese coger el tren, no se podía evitar una reprimenda
del jefe, porque el mozo de los recados habría esperado en el tren de las cinco
y ya hacía tiempo que habría dado parte de su descuido. Era un esclavo del
jefe, sin agallas ni juicio. ¿Qué pasaría si dijese que estaba enfermo? Pero esto
sería sumamente desagradable y sospechoso, porque Gregor no había estado
enfermo ni una sola vez durante los cinco años de servicio. Seguramente
aparecería el jefe con el médico del seguro, haría reproches a sus padres por
tener un hijo tan vago y se salvaría de todas las objeciones remitiéndose al
médico del seguro, para el que sólo existen hombres totalmente sanos, pero
con aversión al trabajo. ¿Y es que en este caso no tendría un poco de razón?
Gregor, a excepción de una modorra realmente superflua des pués del largo
sueño, se encontraba bastante bien e incluso tenía mucha hambre. ¡Mientras
reflexionaba sobre todo esto con gran rapidez, sin poderse decidir a abandonar
la cama – en este mismo instante el despertador daba las siete menos cuarto –,
llamaron cautelosamente a la puerta que estaba a la cabecera de su cama.
Gregor – dijeron (era la madre) –, son las siete menos cuarto. ¿No ibas a salir
de viaje? ¡Qué dulce voz! Gregor se asustó, al contestar, escuchó una voz que,
evidentemente, era la suya, pero en la cual, como des de lo profundo, se
mezclaba un doloroso e incontenible piar, que en el primer momento dejaba
salir las palabras con claridad para, al prolongarse el sonido, destrozarlas de
tal forma que no se sabía si se había oído bien. Gregor querría haber
contestado detalladamente y explicarlo todo, pero en estas circunstancias se
limitó a decir: – Sí, sí, gracias madre, ya me levanto. Probablemente a causa
de la puerta de madera no se notaba desde fuera el cambio en la voz de
Gregor, porque la madre se tranquilizó con esta respuesta y se marchó de allí.
Pero merced a la breve conversación, los otros miembros de la familia se
habían dado cuenta de que Gregor, en contra de todo lo esperado, estaba
todavía en casa, y ya el padre llamaba suavemente, pero con el puño, a una de
las puertas laterales. – iGregor, Gregor! – gritó –. ¿Qué ocurre? – tras unos
instantes insistió de nuevo con voz más grave –.¡Gregor, Gregor! Desde la
otra puerta lateral se lamentaba en voz baja la hermana. – Gregor, ¿no te
encuentras bien?, ¿necesitas algo? Gregor contestó hacia ambos lados: – Ya
estoy preparado – y, con una pronunciación lo más cuidadosa posible, y
haciendo largas pausas entre las palabras, se esforzó por despojar a su voz de
todo lo que pudiese llamar la atención. El padre volvió a su desayuno, pero la
hermana susurró: Gregor, abre, te lo suplico – pero Gregor no tenía ni la
menor intención de abrir, más bien elogió la precaución de ce rrar las puertas que había adquirido
durante sus viajes, y esto incluso en casa. Al principio
tenía la intención de levantarse tranquilamente y, sin ser molestado, vestirse y,
sobre todo, desayunar, y des pués pensar en todo lo demás, porque en la cama,
eso ya lo veía, no llegaría con sus cavilaciones a una conclusión sensata.
Recordó que ya en varias ocasiones había sentido en la cama algún leve dolor,
quizá producido por estar mal tumbado, do lor que al levantarse había
resultado ser sólo fruto de su imagi nación, y tenía curiosidad por ver cómo se
iban desvaneciendo paulatinamente sus fantasías de hoy. No dudaba en
absoluto de que el cambio de voz no era otra cosa que el síntoma de un buen
resfriado, la enfermedad profesional de los viajantes. Tirar el cobertor era muy
sencillo, sólo necesitaba inflarse un poco y caería por sí solo, pero el resto
sería difícil, especial mente porque él era muy ancho. Hubiera necesitado
brazos y manos para incorporarse, pero en su lugar tenía muchas pati tas que,
sin interrupción, se hallaban en el más dispar de los movimientos y que,
además, no podía dominar. Si quería do blar alguna de ellas, entonces era la
primera la que se estiraba, y si por fin lograba realizar con esta pata lo que
quería, enton ces todas las demás se movían, como liberadas, con una agita
ción grande y dolorosa. «No hay que permanecer en la cama inútilmente», se
decía Gregor. Quería salir de la cama en primer lugar con la parte inferior de
su cuerpo, pero esta parte inferior que, por cierto, no había visto todavía y que
no podía imaginar exactamente, demostró ser difícil de mover; el movimiento
se producía muy despacio, y cuando, finalmente, casi furioso, se lanzó hacia
adelante con toda su fuerza sin pensar en las consecuencias, había calculado
mal la dirección, se golpeó fuertemente con la pata trasera de la cama y el
dolor punzante que sintió le enseñó que precisa mente la parte inferior de su
cuerpo era quizá en estos momentos la más sensible.
Así pues, intentó en primer lugar sacar de la cama la parte superior del cuerpo
y volvió la cabeza con cuidado hacia el borde de la cama.
Lo logró con facilidad y, a pesar de su anchura y su peso, el cuerpo siguió
finalmente con lentitud el giro de la cabeza.
Pero cuando, por fin, tenía la cabeza colgando en el aire fuera de la cama, le
entró miedo de continuar avanzando de este modo porque, si se dejaba caer en
esta posición, tenía que ocurrir realmente un milagro para que la cabeza no
resultase herida, y precisamente ahora no podía de ningún modo perder la
cabeza, prefería quedarse en la cama.
Pero como, jadeando después de semejante esfuerzo, seguía allí tumbado igual
que antes, y veía sus patitas de nuevo luchando entre sí, quizá con más fuerza
aún, y no encontraba posibilidad de poner sosiego y orden a este atropello, se
decía otra vez que de ningún modo podía permanecer en la cama y que lo más sensato era
sacrificarlo todo, si es que con ello existía la más mínima
esperanza de liberarse de ella.
Pero al mismo tiempo no olvidaba recordar de vez en cuando que reflexionar
serena, muy serenamente, es mejor que tomar decisiones desesperadas.
En tales momentos dirigía sus ojos lo más agudamente posible hacia la
ventana, pero, por desgracia, poco optimismo y ánimo se podían sacar del
espectáculo de la niebla matinal, que ocultaba incluso el otro lado de la
estrecha calle.
«Las siete ya», se dijo cuando sonó de nuevo el despertador, «las siete ya y
todavía semejante niebla», y durante un instante permaneció tumbado,
tranquilo, respirando débilmente, como si esperase del absoluto silencio el
regreso del estado real y cotidiano. Pero después se dijo: «Antes de que den
las siete y cuarto tengo que haber salido de la cama del todo, como sea. Por lo
demás, para entonces habrá venido alguien del almacén a preguntar por mí,
porque el almacén se abre antes de las siete.» Y entonces, de forma totalmente
regular, comenzó a balancear su cuerpo, cuan largo era, hacia fuera de la
cama.
Si se dejaba caer de ella de esta forma, la cabeza, que pretendía levantar con
fuerza en la caída, permanecería probablemente ilesa. La espalda parecía ser
fuerte, seguramente no le pasaría nada al caer sobre la alfombra.
Lo más difícil, a su modo de ver, era tener cuidado con el ruido que se
produciría, y que posiblemente provocaría al otro lado de todas las puertas, si
no temor, al menos preocupación.
Pero había que intentarlo. Cuando Gregor ya sobresalía a medias de la cama –
el nuevo método era más un juego que un esfuerzo, sólo tenía que balancearse
a empujones – se le ocurrió lo fácil que sería si alguien viniese en su ayuda.
Dos personas fuertes – pensaba en su padre y en la criada – hubiesen sido más
que suficientes; sólo tendrían que introducir sus brazos por debajo de su
abombada espalda, descascararle así de la cama, agacharse con el peso, y
después solamente tendrían que haber soportado que diese con cuidado una
vuelta impetuosa en el suelo, sobre el cual, seguramente, las patitas adquirirían
su razón de ser.
Bueno, aparte de que las puertas estaban cerradas, ¿debía de ver dad pedir
ayuda? A pesar de la necesidad, no pudo reprimir una sonrisa al concebir tales
pensamientos.
Ya había llegado el punto en el que, al balancearse con más fuerza, apenas
podía guardar el equilibrio y pronto tendría que decidirse definitivamente,
porque dentro de cinco minutos se rían las siete y cuarto, en ese momento
sonó el timbre de la puerta de la calle.
«Seguro que es alguien del almacén», se dijo, y casi se quedó petrificado
mientras sus patitas bailaban aún más deprisa.
Du rante un momento todo permaneció en silencio. «No abren», se dijo
Gregor, confundido por alguna absurda .esperanza. Pero entonces, como
siempre, la criada se dirigió, con naturalidad y con paso firme, hacia la puerta
y abrió.
Gregor sólo necesitó escuchar el primer saludo del visitante y ya sabía quién
era, el apoderado en persona. ¿Por qué había sido con denado Gregor a prestar
sus servicios en una empresa en la que al más mínimo descuido se concebía
inmediatamente la mayor sospecha? ¿Es que todos los empleados, sin
excepción, eran unos bribones? ¿Es que no había entre ellos un hombre leal y
adicto a quien, simplemente porque no hubiese aprove chado para el almacén
un par de horas de la mañana, se lo comiesen los remordimientos y
francamente no estuviese en condiciones de abandonar la cama? ¿Es que no
era de verdad suficiente mandar a preguntar a un aprendiz – si es que este
«pregunteo» era necesario? ¿Tenía que venir el apoderado en persona y había
con ello que mostrar a toda una familia inocente que la investigación de este
sospechoso asunto solamente podía ser confiada al juicio del apoderado? Y,
más como consecuencia de la irritación a la que le condujeron estos
pensamientos que como consecuencia de una auténtica decisión, se lanzó de la
cama con toda su fuerza.
Se produjo un golpe fuerte, pero no fue un auténtico ruido. La caída fue
amortigua da un poco por la alfombra y además la espalda era más elástica de
lo que Gregor había pensado; a ello se debió el sonido sordo y poco aparatoso.
Solamente no había mantenido la cabeza con el cuidado necesario y se la
había golpeado, la giró y la restregó contra la alfombra de rabia y dolor. – Ahí
dentro se ha caído algo – dijo el apoderado en la ha bitación contigua de la
izquierda.
Gregor intentó imaginarse si quizá alguna vez no podría ocurrirle al apoderado
algo parecido a lo que le ocurría hoy a él; había al menos que admitir la
posibilidad.
Pero, como cruda respuesta a esta pregunta, el apoderado dio ahora un par de pasos firmes en
la habitación contigua e hizo crujir sus botas de charol.
Desde la habitación de la derecha, la hermana, para advertir a Gregor, susurró:
Gregor, el apoderado está aquí. « Ya lo sé», se dijo Gregor para sus adentras,
pero no se atrevió a alzar la voz tan alto que la hermana pudiera haberlo oído.
– Gregor Dijo entonces el padre desde la habitación de la derecha –, el señor
apoderado ha venido y desea saber por qué no has salido de viaje en el primer
tren.
No sabemos qué debe mos decirle, además desea también hablar
personalmente contigo, así es que, por favor, abre la puerta.
El señor ya tendrá la bondad de perdonar el desorden en la habitación. –
Buenos días, señor Samsa – interrumpió el apoderado amablemente. – No se
encuentra bien – dijo la madre al apoderado mien tras el padre hablaba ante la
puerta –, no se encuentra bien, créame usted, señor apoderado.
¡Cómo si no iba Gregor a perder un tren! El chico no tiene en la cabeza nada
más que el negocio.
A mí casi me disgusta que nunca salga por la tarde; aho ra ha estado ocho días
en la ciudad, pero pasó todas las tardes en casa. Allí está, sentado con nosotros
a la mesa y lee tranqui lamente el periódico o estudia horarios de trenes.
Para él es ya una distracción hacer trabajos de marquetería. Por ejemplo, en
dos o tres tardes ha tallado un pequeño marco, se asombrará usted de lo bonito
que es, está colgado ahí dentro, en la habita ción; en cuanto abra Gregor lo
verá usted enseguida. Por cier to, que me alegro de que esté usted aquí, señor
apoderado, no sotros solos no habríamos conseguido que Gregor abriese la
puerta; es muy testarudo y seguro que no se encuentra bien a pesar de que lo
ha negado esta mañana. – Voy enseguida – dijo Gregor, lentamente y con
precau ción, y no se movió para no perderse una palabra de la con versación. –
De otro modo, señora, tampoco puedo explicármelo yo dijo el apoderado –,
espero que no se trate de nada serio, si bien tengo que decir, por otra parte,
que nosotros, los comerciantes, por suerte o por desgracia, según se mire,
tenemos sencillamente que sobreponernos a una ligera indisposición por
consideración a los negocios. – Vamos, ¿puede pasar el apoderado a tu
habitación? – preguntó impaciente el padre. – No – dijo Gregor. En la
habitación de la izquierda se hizo un penoso silencio, en la habitación de la
derecha comenzó a sollozar la hermana.
¿Por qué no se iba la hermana con los otros? Seguramente acababa de
levantarse de la cama y todavía no había empezado a vestirse; y ¿por qué lloraba? ¿Porque él
no se levantaba y de jaba entrar al apoderado?, ¿porque
estaba en peligro de perder el trabajo y porque entonces el jefe perseguiría otra
vez a sus padres con las viejas deudas? Estas eran, de momento,
preocupaciones innecesarias.
Gregor todavía estaba aquí y no pensa ba de ningún modo abandonar a su
familia.
De momento yacía en la alfombra y nadie que hubiese tenido conocimiento
de su estado hubiese exigido seriamente de él que dejase entrar al apoderado.
Pero por esta pequeña descortesía, para la que más tarde se encontraría con
facilidad una disculpa apropiada, no podía Gregor ser despedido
inmediatamente. Y a Gregor le parecía que sería mucho más sensato dejarle
tranquilo en lugar de molestarle con lloros e intentos de persuasión.
Pero la verdad es que era la incertidumbre la que apuraba a los otros y hacía
perdonar su comportamiento. – Señor Samsa – exclamó entonces el apoderado
levantan do la voz –.¿Qué ocurre? Se atrinchera usted en su habitación,
contesta solamente con sí o no, preocupa usted grave e inútilmente a sus
padres y, dicho sea de paso, falta usted a sus deberes de una forma
verdaderamente inaudita.
Hablo aquí en nombre de sus padres y de su jefe, y le exijo seriamente una
explicación clara e inmediata. Estoy asombrado, estoy asombrado. Yo le tenía a
usted por un hombre formal y sensato y aho ra de repente parece que quiere
usted empezar a hacer alarde de extravagancias extrañas. El jefe me insinuó
esta mañana una posible explicación a su demora, se refería al cobro que se le
ha confiado desde hace poco tiempo.
Yo realmente di casi mi palabra de honor de que esta explicación no podía ser
cierta.
Pero en este momento veo su incomprensible obstinación y pierdo del todo el
deseo de dar la cara en lo más mínimo por usted, y su posición no es, en
absoluto, la más segura.
En principio tenía la intención de decirle todo esto a solas, pero ya que me
hace usted perder mi tiempo inútilmente no veo la ra zón de que no se enteren
también sus señores padres. Su ren dimiento en los últimos tiempos ha sido
muy poco satisfactorio, cierto que no es la época del año apropiada para hacer
grandes negocios, eso lo reconocemos, pero una época del año para no hacer
negocios no existe, señor Samsa, no debe existir. – Pero señor apoderado – gritó Gregor
fuera de sí, y en su irritación olvidó todo lo demás –, abro
inmediatamente la puerta. Una ligera indisposición, un mareo, me han
impedido levantarme.
Todavía estoy en la cama, pero ahora ya estoy otra vez despejado. Ahora
mismo me levanto de la cama. ¡Sólo un momentito de paciencia! Todavía no
me encuentro tan bien como creía, pero ya estoy mejor. ¡Cómo puede atacar a
una persona una cosa así! Ayer por la tarde me encontraba bastante bien, mis
padres bien lo saben o, mejor dicho, ya ayer por la tarde tuve una pequeña
corazonada, tendría que habérseme notado.
¡Por qué no lo avisé en el almacén! Pero lo cier to es que siempre se piensa
que se superará la enfermedad sin tener que quedarse. ¡Señor apoderado, tenga
consideración con mis padres! No hay motivo alguno para todos los reproches
que me hace usted; nunca se me dijo una palabra de todo eso; quizá no haya
leído los últimos pedidos que he enviado.
Por cierto, que en el tren de las ocho salgo de viaje, las pocas horas de sosiego
me han dado fuerza. No se entretenga usted, señor apoderado; yo mismo
estaré enseguida en el almacén, tenga usted la bondad de decirlo y de saludar
de mi parte al jefe.
Y mientras Gregor farfullaba atropelladamente todo esto, y apenas sabía lo
que decía, se había acercado un poco al arma rio, seguramente como
consecuencia del ejercicio ya practica do en la cama, e intentaba ahora
levantarse apoyado en él.
Quería de verdad abrir la puerta, deseaba sinceramente dejarse ver y hablar
con el apoderado; estaba deseoso de saber lo que los otros, que tanto deseaban
verle, dirían ante su presencia. Si se asustaban, Gregor no tendría ya
responsabilidad alguna y podría estar tranquilo, pero si lo aceptaban todo con
tranquili dad entonces tampoco tenía motivo para excitarse y, de hecho,
podría, si se daba prisa, estar a las ocho en la estación.
Al prin cipio se resbaló varias veces del liso armario, pero finalmente se dio
con fuerza un último impulso y permaneció erguido; ya no prestaba atención
alguna a los dolores de vientre, aunque eran muy agudos.
Entonces se dejó caer contra el respaldo de una silla cercana, a cuyos bordes
se agarró fuertemente con sus patitas. Con esto había conseguido el dominio
sobre sí, y enmudeció porque ahora podía escuchar al apoderado.
¿Han entendido ustedes una sola palabra? – preguntó el apoderado a los
padres –.¿O es que nos toma por tontos? – ¡Por el amor de Dios! – exclamó la madre entre sollo zos –, quizá esté gravemente enfermo y nosotros le atormentamos. ¡Grete! ¡Grete! – gritó después. ¿Qué, madre? – dijo la hermana desde
el otro lado. Se co municaban a través de la habitación de Gregor –. Tienes
que ir inmediatamente al médico, Gregor está enfermo.
Rápido, a buscar al médico. ¡Acabas de oír hablar a Gregor? – Es una voz de
animal – dijo el apoderado en un tono de voz extremadamente bajo comparado
con los gritos de la madre. – ¡Anna! iAnna! – gritó el padre en dirección a la
cocina, a través de la antesala, y dando palmadas –.¡ Ve a buscar
inmediatamente un cerrajero! Y ya corrían las dos muchachas haciendo ruido
con sus faldas por la antesala ¿cómo se habría vestido la hermana tan deprisa?
– y abrieron la puerta de par en par.
No se oyó cerrar la puerta, seguramente la habían dejado abierta como suele
ocurrir en las casas en las que ha ocurrido una gran desgracia.
Pero Gregor ya estaba mucho más tranquilo. Así es que ya no se entendían sus
palabras a pesar de que a él le habían parecido lo suficientemente claras, más
claras que antes, sin duda como consecuencia de que el oído se iba
acostumbrando.
Pero en todo caso ya se creía en el hecho de que algo andaba mal respecto a
Gregor, y se estaba dispuesto a prestarle ayuda. La decisión y seguridad con
que fueron tomadas las primeras disposiciones le sentaron bien.
De nuevo se consideró incluido en el círculo humano y esperaba de ambos, del
médico y del cerrajero, sin distinguirlos del todo entre sí, excelentes y
sorprendentes resultados.
Con el fin de tener una voz lo más clara posible en las decisivas
conversaciones que se avecinaban, tosió un poco esforzándose, sin embargo,
por hacerlo con mucha moderación, porque posiblemente incluso ese ruido
sonaba de una forma distinta a la voz humana, hecho que no confiaba poder
distinguir él mismo.
Mientras tanto en la habitación contigua reinaba el silencio. Quizá los padres
estaban sentados a la mesa con el apoderado y cuchicheaban, quizá todos
estaban arrimados a la puerta y escuchaban.
Gregor se acercó lentamente hacia la puerta con la ayuda de la silla, allí la
soltó, se arrojó contra la puerta, se mantuvo erguido sobre ella – las
callosidades de sus patitas estaban provistas de una substancia pegajosa – y
descansó allí, durante un momento, del esfuerzo realizado. A continuación
comenzó a girar con la boca la llave, que estaba dentro de la cerradura.
Por desgracia, no parecía tener dientes propiamente dichos ¿con qué iba a agarrar la llave? –, pero, por el contrario, las mandíbulas eran, desde luego,
muy poderosas, con su ayuda puso la llave, efectivamente, en movimiento, y
no se daba cuenta de que, sin duda, se estaba causando algún daño, porque un
líquido parduzco le salía de la boca, chorreaba por la llave y goteaba hasta el
suelo.
– Escuchen ustedes – dijo el apoderado en la habitación contigua –, está dando
la vuelta a la llave. Esto significó un gran estímulo para Gregor; pero todos de
bían haberle animado, incluso el padre y la madre. «iVamos Gregor! – debían
haber aclamado –. ¡Duro con ello, duro con la cerradura!» Y ante la idea de
que todos seguían con expecta ción sus esfuerzos, se aferró ciegamente a la
llave con todas las fuerzas que fue capaz de reunir. A medida que avanzaba el
giro de la llave, Gregor se movía en torno a la cerradura, ya sólo se mantenía
de pie con la boca, y, según era necesario, se colgaba de la llave o la apretaba
de nuevo hacia dentro con todo el peso de su cuerpo. El sonido agudo de la
cerradura, que se abrió por fin, despertó del todo a Gregor. Respirando profun
damente dijo para sus adentros: «No he necesitado al cerraje ro», y apoyó la
cabeza sobre el picaporte para abrir la puerta del todo. Como tuvo que abrir la
puerta de esta forma, ésta estaba ya bastante abierta y todavía no se le veía.
En primer lugar tenía que darse lentamente la vuelta sobre sí mismo, alrededor
de la hoja de la puerta, y ello con mucho cuidado si no quería caer torpemente
de espaldas justo ante el umbral de la habitación. Todavía estaba absorto en
llevar a cabo aquel difícil movi miento y no tenía tiempo de prestar atención a
otra cosa, cuando escuchó al apoderado lanzar en voz alta un «¡Oh!» que sonó
como un silbido del viento, y en ese momento vio tam bién cómo aquél, que
era el más cercano a la puerta, se tapaba con la mano la boca abierta y
retrocedía lentamente como si le empujase una fuerza invisible que actuaba
regularmente.
La madre – a pesar de la presencia del apoderado, estaba allí con los cabellos
desenredados y levantados hacia arriba de haber pasado la noche – miró en
primer lugar al padre con las ma nos juntas, dio a continuación dos pasos
hacia Gregor y, con el rostro completamente oculto en su pecho, cayó al suelo
en me dio de sus faldas, que quedaron extendidas a su alrededor.
El padre cerró el puño con expresión amenazadora, como si qui siera empujar
de nuevo a Gregor a su habitación, miró insegu ro a su alrededor por el cuarto
de estar, después se tapó los ojos con las manos y lloró de tal forma que su
robusto pecho se estremecía por el llanto.
Gregor no entró, pues, en la habitación, sino que se apoyó en la parte
intermedia de la hoja de la puerta que permanecía cerrada, de modo que sólo
podía verse la mitad de su cuerpo y sobre él la cabeza, inclinada a un lado, con
la cual miraba hacia los demás. Entre tanto el día había aclarado; al otro lado
de la calle se distinguía claramente una parte del edificio de enfrente,
negruzco e interminable era un hospital’ , con sus ventanas regulares que
rompían duramente la fachada.
Toda vía caía la lluvia, pero sólo a grandes gotas, que se distinguían una por
una, y que eran lanzadas hacia abajo aisladamente so bre la tierra. Las piezas
de la vajilla del desayuno se extendían en gran cantidad sobre la mesa porque
para el padre el desayu no era la comida principal del día, que prolongaba
durante ho ras con la lectura de diversos periódicos.
Justamente en la pa red de enfrente había una fotografía de Gregor, de la
época de su servicio militar, que le representaba con uniforme de te niente, y
cómo, con la mano sobre la espada, sonriendo des preocupadamente, exigía
respeto para su actitud y su unifor me.
La puerta del vestíbulo estaba abierta y, como la puerta del piso también
estaba abierta, se podía ver el rellano de la es calera y el comienzo de la
misma, que conducía hacia abajo.
Bueno dijo Gregor, y era completamente consciente de que era el único que
había conservado la tranquilidad , me vestiré inmediatamente, empaquetaré el
muestrario y saldré de viaje. ¿Queréis dejarme marchar? Bueno, señor
apoderado, ya ve usted que no soy obstinado y me gusta trabajar, viajar es fa
tigoso, pero no podría vivir sin viajar. ¿Adónde va usted, señor apoderado?
¿Al almacén? ¿Sí? ¿Lo contará usted todo tal como es en realidad? En un
momento dado puede uno ser in capaz de trabajar, pero después llega el
momento preciso de acordarse de los servicios prestados y de pensar que
después, una vez superado el obstáculo, uno trabajará, con toda seguridad,
con más celo y concentración. Yo le debo mucho al jefe, bien lo sabe usted.
Por otra parte, tengo a mi cuidado a mis padres y a mi hermana. Estoy en un
aprieto, pero saldré de él. Pero no me lo haga usted más difícil de lo que ya es.
¡Póngase de mi parte en el almacén! Ya sé que no se quiere bien al viajante.
Se piensa que gana un montón de dinero y se da la gran vida.
Es cierto que no hay una razón especial para meditar a fondo sobre este
prejuicio, pero usted, señor apoderado, usted tiene una visión de conjunto de
las circunstancias mejor que la que tiene el resto del personal; sí, en confianza, incluso una visión de conjunto mejor que la del mismo jefe, que, en su
condición de empresario, cambia fácilmente de opinión en perjuicio del
empleado.
También sabe usted muy bien que el viajante, que casi todo el año está fuera
del almacén, puede convertirse fácilmente en víctima de murmuraciones,
casualidades y quejas infundadas, contra las que le resulta absolutamente
imposible defenderse, porque la mayoría de las veces no se entera de ellas y
más tarde, cuando, agotado, ha terminado un viaje, siente sobre su propia
carne, una vez en el hogar, las funestas consecuencias cuyas causas no puede
comprender.
Señor apoderado, no se marche usted sin haberme dicho una palabra que me
demuestre que, al menos en una pequeña parte, me da usted la razón. Pero el
apoderado ya se había dado la vuelta a las primeras palabras de Gregor, y por
encima del hombro, que se movía convulsivamente, miraba hacia Gregor
poniendo los labios en forma de morro, y mientras Gregor hablaba no estuvo
quieto ni un momento, sino que, sin perderle de vista, se iba deslizando hacia
la puerta, pero muy lentamente, como si existiese una prohibición secreta de
abandonar la habitación.
Ya se encontraba en el vestíbulo y, a juzgar por el movimiento repentino con
que sacó el pie por última vez del cuarto de estar, podría haberse creído que
acababa de quemarse la suela.
Ya en el vestíbulo, extendió la mano derecha lejos de sí y en dirección a la
escalera, como si allí le esperase realmente una salvación sobrenatural.
Gregor comprendió que, de ningún modo, debía dejar marchar al apoderado
en este estado de ánimo, si es que no quería ver extremadamente amenazado
su trabajo en el almacén.
Los padres no entendían todo esto demasiado bien: durante todos estos largos
años habían llegado al convencimiento de que Gregor estaba colocado en este
almacén para el resto de su vida, y además, con las preocupaciones actuales,
tenían tanto que hacer, que habían perdido toda previsión.
Pero Gregor poseía esa previsión. El apoderado tenía que ser retenido,
tranquilizado, persuadido y, finalmente, atraído. iEl futuro de Gregor y de su
familia dependía de ello! ¡Si hubiese estado aquí la hermana! Ella era lista; ya
había llorado cuando Gregor toda vía estaba tranquilamente sobre su espalda,
y seguro que el apoderado, ese aficionado a las mujeres, se hubiese dejado lle
var por ella; ella habría cerrado la puerta del piso y en el vestí bulo le hubiese disuadido de su miedo.
Pero lo cierto es que la hermana no estaba aquí y Gregor tenía que actuar. Y
sin pensar que no conocía todavía su actual capacidad de movimiento, y que
sus palabras posiblemente, seguramente incluso, no ha bían sido entendidas,
abandonó la hoja de la puerta y se deslizó a través del hueco abierto.
Pretendía dirigirse hacia el apodera do que, de una forma grotesca, se agarraba
ya con ambas ma nos a la barandilla del rellano; pero, buscando algo en que
apoyarse, se cayó inmediatamente sobre sus múltiples patitas, dando un
pequeño grito.
Apenas había sucedido esto, sintió por primera vez en esta mañana un
bienestar físico: las patitas tenían suelo firme por debajo, obedecían a la
perfección, como advirtió con alegría; incluso intentaban transportarle hacia
donde él quería; y ya creía Gregor que el alivio definitivo de todos sus males
se encontraba a su alcance; pero en el mismo momento en que, balanceándose
por el movimiento reprimi do, no lejos de su madre, permanecía en el suelo
justo enfrente de ella, ésta, que parecía completamente sumida en sus propios
pensamientos, dio un salto hacia arriba, con los brazos exten didos, con los
dedos muy separados entre sí, y exclamó: – ¡Socorro, por el amor de Dios,
socorro! Mantenía la cabeza inclinada, como si quisiera ver mejor a Gregor,
pero, en contradicción con ello, retrocedió atropella damente; había olvidado
que detrás de ella estaba la mesa puesta; cuando hubo llegado a ella, se sentó
encima precipita damente, como fuera de sí, y no pareció notar que, junto a
ella, el café de la cafetera volcada, caía a chorros sobre la alfombra. – iMadre,
madre! – dijo Gregor en voz baja, y miró hacia ella.
Por un momento había olvidado completamente al apode rado; por el
contrario, no pudo evitar, a la vista del café que se derramaba, abrir y cerrar
varias veces sus mándibulas al vacío. Al verlo la madre gritó nuevamente,
huyó de la mesa y cayó en los brazos del padre, que corría a su encuentro.
Pero Gre gor no tenía ahora tiempo para sus padres.
El apoderado se encontraba ya en la escalera; con la barbilla sobre la
barandilla miró de nuevo por última vez.
Gregor tomó impulso para al cansarle con la mayor seguridad posible.
El apoderado debió adivinar algo, porque saltó de una vez varios escalones y
desa pareció; pero lanzó aún un «iUh!», que se oyó en toda la esca lera.
Lamentablemente esta huida del apoderado pareció des concertar del todo al
padre, que hasta ahora había estado relativamente sereno, pues en lugar de perseguir él mismo al apo derado, o, al menos, no obstaculizar a Gregor en su
persecu ción, agarró con la mano derecha el bastón del apoderado, que aquél
había dejado sobre la silla junto con el sombrero y el ga bán; tomó con la
mano izquierda un gran periódico que había sobre la mesa y, dando patadas en
el suelo, comenzó a hacer retroceder a Gregor a su habitación blandiendo el
bastón y el periódico.
De nada sirvieron los ruegos de Gregor, tampoco fueron entendidos, y por
mucho que girase humildemente la cabeza, el padre pataleaba aún con más
fuerza. Al otro lado, la madre había abierto de par en par una ventana, a pesar
del tiempo frío, e inclinada hacia fuera se cubría el rostro con las manos.
Entre la calle y la escalera se estableció una fuerte corriente de aire, las
cortinas de las ventanas volaban, se agitaban los periódicos de encima de la
mesa, las hojas sueltas revoloteaban por el suelo. El padre le acosaba
implacablemente y daba silbidos como un loco. Pero Gregor todavía no tenía
mucha prác tica en andar hacia atrás, andaba realmente muy despacio.
Si Gregor se hubiese podido dar la vuelta, enseguida hubiese es Tado en su
habitación, pero tenía miedo de impacientar al pa dre con su lentitud al darse
la vuelta, y a cada instante le ame nazaba el golpe mortal del bastón en la
espalda o la cabeza.
Finalmente, no le quedó a Gregor otra solución, pues advirtió con angustia que
andando hacia atrás ni siquiera era capaz de mantener la dirección, y así,
mirando con temor constante mente a su padre de reojo, comenzó a darse la
vuelta con la mayor rapidez posible, pero, en realidad, con una gran lentitud.
Quizá advirtió el padre su buena voluntad, porque no sólo no le obstaculizó en
su empeño, sino que, con la punta de su bastón, le dirigía de vez en cuando,
desde lejos, en su movimiento giratorio. ¡Si no hubiese sido por ese
insoportable silbar del padre! Por su culpa Gregor perdía la cabeza por
completo.
Ya casi se había dado la vuelta del todo cuando, siempre oyendo ese silbido,
incluso se equivocó y retrocedió un poco en su vuelta. Pero cuando por fin,
feliz, tenía ya la cabeza ante la puerta, resultó que su cuerpo era demasiado
ancho para pasar por ella sin más.
Naturalmente, al padre, en su actual estado de ánimo, ni siquiera se le ocurrió
ni por lo más remoto abrir la otra hoja de la puerta para ofrecer a Gregor
espacio suficiente.
Su idea fija consistía solamente en que Gregor tenía que entrar en su
habitación lo más rápidamente posible; tampoco hubiera permitido jamás los
complicados preparativos que necesitaba Gregor para incorporarse y, de este
modo, atravesar la puerta.
Es más, empujaba hacia adelante a Gregor con mayor ruido aún, como si no
existiese obstáculo alguno. Ya no sonaba tras de Gregor como si fuese la voz
de un solo padre; ahora ya no había que andarse con bromas, y Gregor se
empotró en la puerta – pasase lo que pasase.
Uno de los costados se levantó, ahora estaba atravesado en el hueco de la
puerta, su costado estaba herido por completo, en la puerta blanca quedaron
marcadas unas manchas desagradables, pronto se quedó atascado y solo no
hubiera podido moverse, las patitas de un costado estaban colgadas en el aire,
y temblaban, las del otro lado permanecían aplastadas dolorosamente contra el
suelo.
Entonces el padre le dio por detrás un fuerte empujón que, en esta situación, le
produjo un auténtico alivio, y Gregor penetró profundamente en su habitación
sangrando con intensidad. La puerta fue cerrada con el bastón y a
continuación se hizo, por fin, el silencio.
Continúa en «La metamorfosis capítulo II«
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