Esquema del psicoanálisis (1940 [1938])
Parte II. La tarea práctica
La técnica psicoanalítica
El sueño es, pues, una psicosis, con todos los despropósitos, formaciones delirantes y
espejismos sensoriales que ella supone. Por cierto que una psicosis de duración breve,
inofensiva, hasta encargada de una función útil; es introducida con la aquiescencia de la
persona, y un acto de su voluntad le pone término. Pero es, con todo, una psicosis, y de ella
aprendemos que incluso una alteración tan profunda de la vida anímica puede ser deshecha,
puede dejar sitio a la función normal. Así las cosas, ¿es osado esperar que haya de ser posible
someter a nuestro influjo, y aportar curación, a las enfermedades espontáneas de la vida
anímica, incluso las más temidas?
Sabemos ya mucho para preparar esta empresa. Según nuestra premisa, el yo tiene la tarea de
obedecer a sus tres vasallajes -de la realidad objetiva, del ello y del superyó– y mantener pese a
todo su organización, afirmar su autonomía. La condición de los estados patológicos
mencionados sólo puede consistir en un debilitamiento relativo o absoluto del yo, que le
imposibilita cumplir sus tareas. El más duro reclamo para el yo es probablemente sofrenar las
exigencias pulsionales del ello, para lo cual tiene que solventar grandes gastos de
contrainvestiduras. Ahora bien, también la exigencia del superyó puede volverse tan intensa e
implacable que el yo se quede como paralizado frente a sus otras tareas. En los conflictos
económicos que de ahí resultan vislumbramos que a menudo ello y superyó hacen causa
común contra el oprimido yo, quien para conservar su norma quiere aferrarse a la realidad
objetiva. Si los dos primeros devienen demasiado fuertes, consiguen menguar y alterar la
organización del yo hasta el punto de perturbar, o aun cancelar, su vínculo correcto con la
realidad objetiva. Lo hemos visto en el caso del sueño; cuando el yo se desase de la realidad del
mundo exterior, cae en la psicosis bajo el influjo del mundo interior.
Sobre estas intelecciones fundamos nuestro plan terapéutico. El yo está debilitado por el
conflicto interior, y nosotros tenemos que acudir en su ayuda. Es como una guerra civil
destinada a ser resuelta mediante el auxilio de un aliado de afuera. El médico analista y el yo
debilitado del enfermo, apuntalados en el mundo exterior objetivo {real}, deben formar un bando
contra los enemigos, las exigencias pulsionales del ello y las exigencias de conciencia moral del
superyó. Celebramos un pacto {Vertrag; «contrato»}. El yo enfermo nos promete la más cabal
sinceridad, o sea, la disposición sobre todo el material que su percepción de sí mismo le brinde,
y nosotros le aseguramos la más estricta discreción y ponemos a su servicio nuestra
experiencia en la interpretación del material influido por lo inconciente. Nuestro saber debe
remediar su no saber, debe devolver al yo del paciente el imperio sobre jurisdicciones perdidas
de la vida anímica. En este pacto consiste la situación analítica.
Enseguida de dar este paso nos espera ya la primera desilusión, el primer llamado a la
modestia. Para que el yo del enfermo sea un aliado valioso en nuestro trabajo común tiene que
conservar, desafiando toda la apretura a que lo someten los poderes enemigos de él, cierto
grado de coherencia, alguna intelección para las demandas de la realidad efectiva. Pero no se
puede esperar eso del yo del psicótico, incapaz de cumplir un pacto así, y apenas de
concertarlo. Pronto habrá arrojado a nuestra persona y el aux ilio que le ofrecemos a los
sectores del mundo exterior que ya no significan nada para él. Discernimos, pues, que se nos
impone la renuncia a ensayar nuestro plan curativo en el caso del psicótico. Y esa renuncia
puede ser definitiva o sólo temporaria, hasta que hallemos otro plan más idóneo para él.
Existe, sin embargo, otra clase de enfermos psíquicos, evidentemente muy próximos a los
psicóticos: el enorme número de los neuróticos de padecimiento grave. Las condiciones de la
enfermedad, así como los mecanismos patógenos, por fuerza serán en ellos los mismos o, al
menos, muy semejantes. Pero su yo ha mostrado ser capaz de mayor resistencia, se ha
desorganizado menos. Muchos de ellos pudieron afianzarse en la vida real a despecho de todos
sus achaques y de las insuficiencias por estos causadas. Acaso estos neuróticos se muestren prestos a aceptar nuestro auxilio. A ellos limitaremos nuestro interés, y probaremos hasta
dónde, y por cuáles caminos, podemos «curarlos».
Con los neuróticos, entonces, concertamos aquel pacto: sinceridad cabal a cambio de una
estricta discreción. Esto impresiona como si buscáramos la posición de un confesor profano.
Pero la diferencia es grande, ya que no sólo queremos oír de él lo que sabe y esconde a los
demás, sino que debe referirnos también lo que no sabe. Con este propósito, le damos una
definición más precisa de lo que entendemos por sinceridad. Lo comprometemos a observar la
regla fundamental del psicoanálisis, que en el futuro debe {sollen} gobernar su conducta hacia
nosotros. No sólo debe comunicarnos lo que él diga adrede y de buen grado, lo que le traiga
alivio, como en una confesión, sino también todo lo otro que se ofrezca a su observación de sí,
todo cuanto le acuda a la mente, aunque sea desagradable decirlo, aunque le parezca sin
importancia y hasta sin sentido. Si tras esta consigna consigue desarraigar su autocrítica, nos
ofrecerá una multitud de material, pensamientos, ocurrencias, recuerdos, que están ya bajo el
influjo de lo inconciente, a menudo son sus directos retoños, y así nos permiten colegir lo
inconciente reprimido en él y, por medio de nuestra comunicación, ensanchar la noticia que su
yo tiene sobre su inconciente.
Pero el papel de su yo no se limita a brindarnos, en obediencia pasiva, el material pedido y a dar
crédito a nuestra traducción de este. Nada de eso. Muchas otras cosas suceden; de ellas,
algunas que podíamos prever y otras que por fuerza nos sorprenden. Lo más asombroso es
que el paciente no se reduce a considerar al analista, a la luz de la realidad objetiva, como el
auxiliador y consejero a quien además se retribuye por su tarea, y que de buena gana se
conformaría con el papel, por ejemplo, de guía para una difícil excursión por la montaña; no, sino
que ve en él un retorno -reencarnación- de una persona importante de su infancia de su pasado,
y por eso trasfiere sobre él sentimientos y reacciones que sin duda se referían a ese arquetipo.
Este hecho de la trasferencia pronto demuestra ser un factor de insospechada significatividad:
por un lado, un recurso auxiliar de valor insustituible; por el otro, una fuente de serios peligros.
Esta trasferencia es ambivalente, incluye actitudes positivas, tiernas, así como negativas,
hostiles, hacia el analista, quien por lo general es puesto en el lugar de un miembro de la pareja
parental, el padre o la madre. Mientras es positiva nos presenta los mejores servicios. Altera la
situación analítica entera, relega el propósito, acorde a la ratio, de sanar y librarse del
padecimiento. En su lugar, entra en escena el propósito de agradar al analista, ganar su
aprobación, su amor. Se convierte en el genuino resorte que pulsiona la colaboración del
paciente; el yo endeble deviene fuerte, bajo el influjo de ese propósito obtiene logros que de otro
modo le habrían sido imposibles, suspende sus síntomas, se pone sano en apariencia; sólo por
amor al analista. Y este habrá de confesarse, abochornado, que inició una difícil empresa sin
vislumbrar siquiera los extraordinarios y potentes recursos de que dispondría.
La relación trasferencial conlleva, además, otras dos ventajas. Si el paciente pone al analista en
el lugar de su padre (o de su madre), le otorga también el poder que su superyó ejerce sobre su
yo, puesto que estos progenitores han sido el origen del superyó. Y entonces el nuevo superyó
tiene oportunidad para una suerte de poseducación del neurótico, puede corregir desaciertos en
que incurrieran los padres en su educación. Es verdad que cabe aquí la advertencia de no
abusar del nuevo influjo. Por tentador que pueda resultarle al analista convertirse en maestro,
arquetipo e ideal de otros, crear seres humanos a su imagen y semejanza, no tiene permitido
olvidar que no es esta su tarea en la relación analítica, e incluso sería infiel a ella si se dejara
arrastrar por su inclinación. No haría entonces sino repetir un error de los padres, que con su
influjo ahogaron la independencia del niño, y sustituir aquel temprano vasallaje por uno nuevo.
Es que el analista debe, no obstante sus empeños por mejorar y educar, respetar la
peculiaridad del paciente. La medida de influencia que haya de considerar legítima estará
determinada por el grado de inhibición del desarrollo que halle en el paciente. Algunos
neuróticos han permanecido tan infantiles que aun en el análisis sólo pueden ser tratados como
unos niños.
Otra ventaja de la trasferencia es que en ella el paciente escenifica ante nosotros, con plástica
nitidez, un fragmento importante de su biografía, sobre el cual es probable que en otro caso nos
hubiera dado insuficiente noticia. Por así decir, actúa {agieren} ante nosotros, en lugar de
informarnos.
Pasemos ahora al otro lado de la relación. Puesto que la trasferencia reproduce el vínculo con
los padres, asume también su ambivalencia. Difícilmente se pueda evitar que la actitud positiva
hacia el analista se trueque de golpe un día en la negativa, hostil. También esta es de ordinario
una repetición del pasado. La obediencia al padre (si de este se trataba), el cortejamiento de su
favor, arraigaba en un deseo erótico dirigido a su persona. En algún momento esa demanda
esfuerza también para salir a la luz dentro de la trasferencia y reclama satisfacción. En la
situación analítica sólo puede tropezar con una denegación. Vínculos sexuales reales entre
paciente y analista están excluidos, y aun las modalidades más finas de la satisfacción, como la
preferencia, la intimidad, etc., son consentidas por el analista sólo mezquinamente. Tal desaire
es tomado como ocasión para aquella trasmudación; probablemente así ocurriera en la infancia
del enfermo.
Los resultados curativos producidos bajo el imperio de la trasferencia positiva están bajo
sospecha de ser de naturaleza sugestiva. Si la trasferencia negativa llega a prevalecer, serán
removidos como briznas por el viento. Uno repara, espantado, en que fueron vanos todo el
empeño y el trabajo anteriores. Y aun lo que se tenía derecho a considerar una ganancia
duradera para el paciente, su inteligencia del psicoanálisis, su fe en la eficacia de este, han
desaparecido de pronto. Se comporta como el niño que no posee juicio propio y cree a ciegas a
quien cuenta con su amor, nunca al extraño. Es evidente que el peligro de este estado
trasferencial consiste en que el paciente desconozca su naturaleza y lo considere como unas
nuevas vivencias objetivas, en vez de espejamientos del pasado. Si él (o ella) registra la fuerte
necesidad erótica que se esconde tras la trasferencia positiva, creerá haberse enamorado con
pasión; si la trasferencia sufre un súbito vuelco, se considerará afrentado y desdeñado, odiará al
analista como a su enemigo y estará pronto a resignar el análisis. En ambos casos extremos
habrá olvidado el pacto que aceptó al comienzo del tratamiento, se habrá vuelto inepto para
proseguir el trabajo en común. El analista tiene la tarea de arrancar al paciente en cada caso de
esa peligrosa ilusión, de mostrarle una y otra vez que es un espejismo del pasado lo que él
considera una nueva vida real-objetiva. Y a fin de que no caiga en un estado que lo vuelva
inaccesible a todo medio de prueba, uno procura que ni el enamoramiento ni la hostilidad
alcancen una altura extrema. Se lo consigue si desde temprano se lo prepara para tales
posibilidades y no se dejan pasar sus primeros indicios. Este cuidado en el manejo de la
trasferencia suele ser ricamente recompensado. Y si se logra, como las más de las veces
ocurre, adoctrinar al paciente sobre la real y efectiva naturaleza de los fenómenos
trasferenciales, se habrá despojado a su resistencia de un arma poderosa y mudado peligros en ganancias, pues el paciente no olvida más lo que ha vivenciado dentro de las formas de la
trasferencia, y tiene para él una fuerza de convencimiento mayor que todo lo adquirido de otra
manera.
Es muy indeseable para nosotros que el paciente, fuera de la trasferencia, actúe en lugar de
recordar; la conducta ideal para nuestros fines sería que fuera del tratamiento él se comportara
de la manera más normal posible y exteriorizara sus reacciones anormales sólo dentro de la
trasferencia.
Nuestro camino para fortalecer al yo debilitado parte de la ampliación de su conocimiento de sí
mismo. Sabemos que esto no es todo, pero es el primer paso. La pérdida de ese saber importa
para el yo menoscabos de poder y de influjo, es el más palpable indicio de que está constreñido
y estorbado por los reclamos del ello y del superyó. De tal suerte, la primera pieza de nuestro
auxilio terapéutico es un trabajo intelectual y una exhortación al paciente para que colabore en
él. Sabemos que esta primera actividad debe facilitarnos el camino hacia otra tarea, más difícil.
Ni siquiera durante la introducción debemos perder de vista la parte dinámica de esta última. En
cuanto al material para nuestro trabajo, lo obtenemos de fuentes diversas: lo que sus
comunicaciones y asociaciones libres nos significan, lo que nos muestra en sus trasferencias,
lo que extraemos de la interpretación de sus sueños, lo que él deja traslucir por sus
operaciones fallidas. Todo ello nos ayuda a establecer unas construcciones sobre lo que le ha
sucedido en el pasado y olvidó, así como sobre lo que ahora sucede en su interior y él no
comprende. Y en esto, nunca omitimos mantener una diferenciación estricta entre nuestro
saber y su saber. Evitamos comunicarle enseguida lo que hemos colegido a menudo desde
muy temprano, o comunicarle todo cuanto creemos haber colegido. Meditamos con cuidado la
elección del momento en que hemos de hacerlo consabedor de una de nuestras
construcciones; aguardamos hasta que nos parezca oportuno hacerlo, lo cual no siempre es
fácil decidirlo. Como regla, posponemos el comunicar una construcción, dar el esclarecimiento,
hasta que él mismo se haya aproximado tanto a este que sólo le reste un paso, aunque este
paso es en verdad la síntesis decisiva. Si procediéramos de otro modo, si lo asaltáramos con
nuestras interpretaciones antes que él estuviera preparado, la comunicación sería infecunda o
bien provocaría un violento estallido de resistencia, que estorbaría la continuación del trabajo o
aun la haría peligrar. En cambio, si lo hemos preparado todo de manera correcta, a menudo
conseguimos que el paciente corrobore inmediatamente nuestra construcción y él mismo
recuerde el hecho íntimo o externo olvidado. Y mientras más coincida la construcción con los
detalles de lo olvidado, tanto más fácil será la aquiescencia del paciente. En tal caso, nuestro
saber sobre esta pieza ha devenido también su saber.
Con la mención de la resistencia hemos llegado a la segunda parte, la más importante, de
nuestra labor. Tenemos ya sabido que el yo se protege mediante unas contrainvestiduras de la
intrusión de elementos indeseados oriundos del ello inconciente y reprimido; que estas
contrainvestiduras permanezcan intactas es una condición para la función normal del yo. Ahora
bien, mientras más constreñido se sienta el yo, más convulsivamente se aferrará, por así decir
intimidado, a esas contrainvestiduras a fin de proteger lo que le resta frente a ulteriores asaltos.
Sucede que esa tendencia defensiva en modo alguno armoniza con los propósitos de nuestro
tratamiento. Nosotros, al contrario, queremos que el yo, tras cobrar osadía por la seguridad de
nuestra ayuda, arriesgue el ataque para reconquistar lo perdido. Y en este empeño registramos
la intensidad de esas contrainvestiduras como unas resistencias a nuestro trabajo. El yo se
amilana ante tales empresas, que parecen peligrosas y amenazan con un displacer, y es
preciso alentarlo y calmarlo de continuo para que no se nos rehuse. A esta resistencia, que
persiste durante todo el tratamiento y se renueva a cada nuevo tramo del trabajo, la llamamos,
no del todo correctamente, resistencia de represión. Como luego averiguaremos, no es la única
que nos aguarda. Es interesante que, en esta situación, la formación de los bandos en cierta
medida se invierta: el yo se revuelve contra nuestra incitación, mientras que lo inconciente, de
ordinario nuestro enemigo, nos presta auxilio, pues tiene una natural «pulsión emergente»
{«Auftrieb»}, nada le es más caro que adelantarse al interior del yo y hasta la conciencia
cruzando las fronteras que le son puestas. La lucha que se traba si alcanzamos nuestro
propósito y podemos mover al yo para que venza sus resistencias se consuma bajo nuestra
guía y con nuestro auxilio. Su desenlace es indiferente: ya sea que el yo acepte tras nuevo
examen una exigencia pulsional hasta entonces rechazada, o que vuelva a desestimarla
{verwerfen}, esta vez de manera definitiva, en cualquiera de ambos casos queda eliminado un
peligro duradero, ampliada la extensión del yo, y en lo sucesivo se torna innecesario un costoso
gasto.
Vencer las resistencias es la parte de nuestro trabajo que demanda el mayor tiempo y la
máxima pena. Pero también es recompensada, pues produce una ventajosa alteración del yo,
que se conserva independientemente del resultado de la trasferencia y se afirma en la vida. Y
simultáneamente hemos trabajado para eliminar aquella alteración del yo que se había
producido bajo el influjo de lo inconciente, pues toda vez que pudimos pesquisar dentro del yo
los retoños de aquello, señalamos su origen ¡legítimo e incitamos al yo a desestimarlos.
Recordemos que una precondición para nuestra operación terapéutica contractual era que esa
alteración del yo debida a la intrusión de elementos inconcientes no hubiera superado cierta
medida.
Mientras más progrese nuestro trabajo y a mayor profundidad se plasme nuestra intelección de
la vida anímica del neurótico, con nitidez tanto mayor se impondrán a nuestro saber otros dos
factores que reclaman la máxima atención como fuentes de la resistencia. El enfermo los
desconoce por completo a ambos, y no pudieron ser tomados en cuenta cuando concertamos
nuestro pacto; además, tampoco tienen por punto de partida el yo del paciente. Se los puede
reunir bajo el nombre común de «necesidad de estar enfermo o de padecer», pero son de
origen diverso, si bien de naturaleza afín en lo demás. El primero de estos dos factores es el
sentimiento de culpa o conciencia de culpa, como se lo llama, pese a que el enfermo no lo
registra ni lo discierne. Es, evidentemente, la contribución que presta a la resistencia un superyó
que ha devenido muy duro y cruel. El individuo no debe sanar, sino permanecer enfermo, pues
no merece nada mejor. Es cierto que esta resistencia no perturba nuestro trabajo intelectual,
pero sí lo vuelve ineficaz, y aun suele consentir que nosotros cancelemos una forma del
padecer neurótico pero está pronta a sustituirla enseguida por otra; llegado el caso, por una
enfermedad somática. Por otra parte, esta conciencia de culpa explica también la curación o
mejoría de neurosis graves en virtud de infortunios reales, que en ocasiones se ha observado;
en efecto, sólo importa que uno se sienta miserable, no interesa de qué modo. Es muy
asombrosa, pero también delatora, la resignación sin quejas con que tales personas suelen
sobrellevar su duro destino. Para defendernos de esta resistencia, estamos limitados a hacerla
conciente y al intento de desmontar poco a poco ese superyó hostil.
Menos fácil es demostrar la existencia de la otra, para combatir la cual nos vemos con una particular deficiencia. Entre los neuróticos hay personas en quienes, a juzgar por todas sus
reacciones, la pulsión de autoconservación ha experimentado ni más ni menos que un trastorno
(Verkehrung}. Parecen no perseguir otra cosa que dañarse y destruirse a sí mismos. Quizá
pertenezcan también a este grupo las personas que al fin perpetran realmente el suicidio.
Suponemos que en ellas han sobrevenido vastas desmezclas de pulsión a consecuencia de las
cuales se han liberado cantidades hipertróficas de la pulsíón de destrucción vuelta hacia
adentro. Tales pacientes no pueden tolerar ser restablecidos por nuestro tratamiento, lo
contrarían por todos los medios. Pero, lo confesamos, este es un caso que todavía no se ha
conseguido esclarecer del todo.
Volvamos a echar ahora una ojeada panorámica sobre la situación en que hemos entrado con
nuestro intento de aportar auxilio al yo neurótico. Este yo no puede ya cumplir las tareas que el
mundo exterior, incluida la sociedad humana, le impone. No es dueño de todas sus
experiencias, buena parte de su tesoro mnémico le es escamoteado. Su actividad está inhibida
por unas rigurosas prohibiciones del superyó, su energía se consume en vanos intentos por
defenderse de las exigencias del ello, Además, por las continuas invasiones del ello, está
dañado en su organización, escindido en el interior de sí; no produce ya ninguna síntesis en
regla, está desgarrado por aspiraciones que se contrarían unas a otras, por conflictos no
tramitados, dudas no resueltas. Al comienzo hacemos participar a este yo debilitado del
paciente en un trabajo de interpretación puramente intelectual, que aspira a un llenado
provisional de las lagunas dentro de sus dominios anímicos; hacemos que se nos trasfiera la
autoridad de su superyó, lo alentamos a aceptar la lucha en torno de cada exigencia del ello y a
vencer las resistencias que así se producen. Y al mismo tiempo restablecemos el orden dentro
de su yo pesquisando contenidos y aspiraciones que penetran desde lo inconciente, y
despejando el terreno para la crítica por reconducción a su origen. En diversas funciones
servimos al paciente como autoridad y sustituto de los progenitores, como maestro y educador,
y habremos hecho lo mejor para él si, como analistas, elevamos los procesos psíquicos dentro
de su yo al nivel normal, mudamos en preconciente lo devenido inconciente y lo reprimido, y, de
ese modo, reintegramos al yo lo que le es propio. Por el lado del paciente, actúan con eficacia
en favor nuestro algunos factores ajustados a la ratio, como la necesidad de curarse motivada
en su padecer y el interés intelectual que hemos podido despertarle hacía las doctrinas y
revelaciones del psicoanálisis, pero, con fuerzas mucho más potentes, la trasferencia positiva
con que nos solicita. Por otra parte, pugnan contra nosotros la trasferencia negativa, la
resistencia de represión del yo (vale decir, su displacer de exponerse al difícil trabajo que se le
propone), el sentimiento de culpa oriundo de la relación con el superyó y la necesidad de estar
enfermo anclada en unas profundas alteraciones de su economía pulsional, De la participación
de estos dos últimos factores depende que tildemos de leve o grave a nuestro caso.
Independientes de estos, se pueden discernir algunos otros factores que intervienen en sentido
favorable o desfavorable. Una cierta inercia psíquica, una cierta pesantez en el movimiento de la
libido, que no quiere abandonar sus fijaciones, no puede resultarnos bienvenida; la aptitud de la
persona para la sublimación pulsional desempeña un gran papel, lo mismo que su capacidad
para elevarse sobre la vida pulsional grosera, y el poder relativo de sus funciones intelectuales.
No nos desilusiona, sino que lo hallamos de todo punto concebible, arribar a la conclusión de
que el desenlace final de la lucha que hemos emprendido depende de relaciones cuantitativas,
del monto de energía que en el paciente podamos movilizar en favor nuestro, comparado con la
suma de energías de los poderes que ejercen su acción eficaz en contra. También aquí Dios
está de parte de los batallones más fuertes; es verdad que no siempre triunfamos, pero al
menos podemos discernir, la mayoría de las veces, por qué se nos negó la victoria. Quien haya
seguido nuestras puntualizaciones sólo por interés terapéutico acaso nos dé la espalda con
menosprecio tras esta confesión nuestra. Pero la terapia nos ocupa aquí únicamente en la
medida en que ella trabaja con medios psicológicos; por el momento no tenemos otros. Quizás
el futuro nos enseñe a influir en forma directa, por medio de sustancias químicas específicas,
sobre los volúmenes de energía y sus distribuciones dentro del aparato anímico. Puede que se
abran para la terapia otras insospechadas posibilidades; por ahora no poseemos nada mejor
que la técnica psicoanalítica, razón por la cual no se debería despreciarla a pesar de sus
limitaciones.
– Una muestra de trabajo psicoanalítico
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