Tótem y tabú – Algunas concordancias en la vida anímica de los salvajes y de los neuróticos (1913 [1912-13])
Totem und Tabu. Einige Übereinstimmungen im Seelenleben der Wilden und der Neurotiher
Nota introductoria:
Tótem y tabú – Algunas concordancias en la vida anímica de los salvajes y de los neuróticos (1913 [1912-13])
Totem und Tabu. Einige Übereinstimmungen im Seelenleben der Wilden und der Neurotiher
Ediciones en alemán
1912 Parte I, Imago, 1, nº 1, págs. 17-33. (Con el título «über einige übereinstimmungen im Seelenleben der Wilden und der Neurotiker» {«Sobre algunas con cordancias en la vida anímica de los salvajes y de los neuróficos»}.)
1912 Parte II, Imago, 1, nº 3, págs. 213-27, y nº 4, págs. 301-33. (El mismo título.)
1913 Parte III, Imago, 2, nº 1, págs. 1-21. (El mismo título.)
1913 Parte IV, Imago, 2, nº 4, págs. 357-408. (El mismo título.)
1913 En un volumen, con el título Totem und Tabu, Leipzig y Viena: Heller, v + 149 págs.
1920 2ª ed. Leipzig, Viena y Zurich: Internationaler Psychoanalytischer Verlag, vii + 216 págs.
1922 3ª ed. La misma editorial, vii + 216 págs.
1924 GS, 10, págs. 3-194.
1934 5ª ed. Viena: Internationaler Psychoanalytischer Verlag, 194 págs.
1940 GW, 9, 205 págs.
1974 SA, 9, págs. 287-444.
«Vorrede zur hebräischen Ausgabe»
1934 GS, 12, pág. 385.
1948 GW, 14, pág. 569.
1974 SA, 9, pág. 293.
Traducciones en castellano:
1923 Tótem y tabú. BN (17 vols.), 8, págs. 7-237. Traducción de Luis López-Ballesteros.
1943 Igual título. EA, 8, págs. 7-216. El mismo traductor.
1948 Igual título. BN (2 vols.), 2, págs. 419-507. El mismo traductor.
1953 Igual título. SR, 8, págs. 7-166. El mismo traductor.
1968 Igual título. BN (3 vols.), 2, págs. 511-99. El mismo traductor.
1972 Igual título. BN (9 vols.), 5, págs. 1745-850. El mismo traductor.
1955 «Prólogo para la edición hebrea de Tótem y tabú». SR, 20, págs. 191-2. Traducción de Ludovico Rosenthal.
1968 Igual título. BN (3 vols.), 3, págs. 319-20. 1972 Igual título. BN (9 vols.), 5, pág. 1746.
En su «Prólogo», Freud nos dice que la primera incitación para escribir estos ensayos la recibió de las obras de Wundt y de Jung. En verdad, su interés por la antropología social era muy anterior a esas obras. En la correspondencia con Fliess (Freud, 1950a), aparte de alusiones generales a su larga devoción por el estudio de la arqueología y la prehistoria, hay algunas referencias específicas a temas antropológicos y a la luz que sobre ellos arroja el psicoanálisis. Por ejemplo, en el Manuscrito N (31 de mayo de 1897), AE, 1, pág. 299, al referirse al «horror al incesto» menciona la relación entre el desarrollo de la cultura y la sofocación de las pulsiones -tema al cual volvió en su trabajo sobre «La moral sexual «cultural» y la nerviosidad moderna» (1908d) y, mucho después, en El malestar en la cultura (1930a)-. También en la Carta 78 a Fliess (12 de diciembre de 1897) le escribe: «¿Puedes imaginar lo que son los mitos «endopsíquicos»? He ahí el último engendro de mis gestaciones mentales. La borrosa percepción interior del aparato psíquico propio estimula ilusiones de pensamiento que son naturalmente proyectadas afuera, por lo común en el futuro y el más allá. La inmortalidad, la justa recompensa, la vida después de la muerte, son todas reflexiones de nuestra psique interior… psicomitología». Y en la Carta 144 (4 de julio de 1901): «¿No has leído que los ingleses excavaron un antiguo palacio en Creta (Knosos) que, según declaran, es el auténtico laberinto de Minos? Parece que Zeus fue originalmente un toro, y que también nuestro antiguo Dios fue adorado como toro antes de la sublimación promovida por los persas. Esto da tela para todo tipo de ideas, que todavía no ha llegado la hora de poner por escrito». Por último, merece mencionarse un breve párrafo de una nota al pie de la primera edición de La interpretación de los sueños (1900a), AE, 4, pág. 230, en el cual bosqueja la derivación de la autoridad real a partir de la posición social del padre de familia.
Pero los principales elementos de la contribución de Freud a la antropología social aparecieron por primera vez en esta obra, especialmente en el cuarto ensayo, que contiene sus hipótesis sobre la horda primordial y el asesinato del padre primordial, y elabora la teoría según la cual proceden de ahí todas las posteriores instituciones sociales y culturales. El propio Freud tenía en alta estima este último ensayo, en forma y contenido. Declaró al presente traductor {James Strachey}, probablemente en 1921, que lo consideraba su obra mejor escrita. Pese a esto, el doctor Ernest Jones nos informa que aún a mediados de junio de 1913, cuando el ensayo estaba en pruebas de imprenta y ya había sido presentado ante la Sociedad Psicoanalítica de Viena, Freud continuaba manifestando sus dudas y vacilaciones a cerca de su publicación. Pero las dudas pronto se disiparon y el libro fue durante toda su vida uno de sus favoritos. Recurrió a él constantemente; por ejemplo, resumió su contenido y lo examinó con particular cuidado en el capítulo VI de su Presentación autobiográfica (1925d), AE, 20, págs. 62-4, y lo citó muchas veces en la última de sus obras que se publicó estando él en vida, Moisés y la religión monoteísta (1939a).
Respecto del proceso concreto de redacción de los ensayos, contamos hoy con abundantes detalles en el segundo volumen de la biografía de Jones (1955). Había comenzado a preparar la obra, y en particular a leer gran cantidad de bibliografía sobre el tema, en 1910. En agosto de 1911 pensaba ya, evidentemente, en ponerle como título «Tótem y tabú», aunque no lo adoptó en forma definitiva hasta que los ensayos fueron reunidos en un solo volumen. El primero de ellos fue completado a mediados de enero de 1912, publicado en Imago el mes de marzo siguiente y reimpreso poco tiempo después, con algunas omisiones, en el semanario vienés Pan (11 y 18 de abril de 1912) y en el periódico Neues Wiener Journal, también de Viena (18 de abril). El segundo ensayo fue leído ante la Sociedad Psicoanalítica de Viena el 15 de mayo de 1912, en una conferencia que duró tres horas. El tercero, preparado durante el otoño de 1912, se leyó ante la Sociedad el 15 de enero de 1913. El cuarto, concluido el 12 de mayo de este último año, fue presentado a la Sociedad el 4 de junio.
Tótem y tabú fue traducido a muchas lenguas en vida de Freud: inglés (1918), húngaro 1919), español (1923), portugués (s.f.), francés (1924), italiano (1930), japonés (en dos oportunidades, 1930 y 1934) y hebreo (1939). Para la última de estas versiones escribió un prólogo especial (cf. AE, 13, pág. 9).
James Strachey
Prólogo
Los cuatro ensayos que siguen, publicados en los dos primeros volúmenes de la revista Imago, por mí dirigida, bajo el título que sirve de subtítulo al presente libro, equivalen a un primer intento mío de aplicar puntos de vista y conclusiones del psicoanálisis a unos problemas todavía no resueltos de la psicología de los pueblos. Se sitúan, entonces, en oposición metodológica, por una parte, a las obras de tan largo aliento en que Wilhelm Wundt ha utilizado con igual propósito los supuestos y modos de labor de la psicología no analítica, y, por la otra, a los trabajos de la escuela psicoanalítica de Zurich, que, a la inversa, procuran resolver problemas de la psicología individual recurriendo a material de la psicología de los pueblos. (Cf. Jung, 1911-12 y 1913.) Sin embargo, he de confesar que esos dos empeños me proporcionaron la incitación más inmediata para mis propios trabajos.
Conozco bien los defectos de estos últimos. No me referiré a los que proceden del carácter primerizo de estas indagaciones. Pero otros requieren algunas palabras introductorias. Los cuatro ensayos aquí reunidos reclaman el interés de un vasto público culto, cuando en verdad sólo pueden ser entendidos y apreciados por las pocas personas para quienes el psicoanálisis, en su peculiaridad, ya no es ajeno. Además, pretenden echar puentes entre etnólogos, lingüistas, folklorólogos, por un lado, y psicoanalistas, por el otro, y no pueden dar a cada uno de esos grupos lo que le falta: a los primeros, una introducción suficiente en la nueva técnica psicológica, y a los segundos, el adecuado dominio sobre el material que aguarda ser procesado. Deben conformarse, pues, con suscitar atención en uno y otro campo y despertar la expectativa de que unos intercambios más frecuentes entre los especialistas resultarán indudablemente fecundos para la investigación.
Los dos temas principales que dan su nombre a este pequeño libro, el tótem y el tabú, no están tratados de igual manera. El análisis del tabú se presenta como un ensayo de solución acabado y cierto, que agota el problema. La indagación sobre el totemismo se limita a declarar: He aquí lo que el abordaje psicoanalítico es capaz de aportar por el momento a fin de esclarecer los problemas relativos al tótem. Esa diferencia se debe a que el tabú en verdad sigue existiendo entre nosotros; aunque en versión negativa y dirigido a contenidos diferentes, no es otra cosa, por su naturaleza psicológica, que el «imperativo categórico» de Kant, que pretende regir de una manera compulsiva y desautoriza cualquier motivación conciente. El totemismo, en cambio, es una institución religiosa y social enajenada de nuestro sentir actual, en realidad hace mucho tiempo caducada y sustituida por formas más nuevas; y si en la vida de los actuales pueblos de cultura ha dejado apenas ínfimas huellas en su religión, sus usos y costumbres, también debe de haber experimentado grandes mudanzas en los mismos pueblos que en nuestros días la profesan. El progreso social y técnico de la historia humana ha socavado mucho menos al tabú que al tótem.
En este libro se intenta colegir el sentido originario del totemismo desde sus huellas infantiles, los asomos de él que afloran en el desarrollo de nuestros propios niños. La conexión estrecha entre tótem y tabú indica a la hipótesis aquí sustentada los caminos a seguir, y si ella parece en definitiva muy inverosímil, tal carácter suyo ni siquiera representa una objeción a la posibilidad de que se haya aproximado más o menos a una realidad de difícil reconstrucción.
Roma, setiembre de 1913
Prólogo a la edición en hebreo
([En Gesammelte Schriften, 12, pág. 385 (1934), donde este prólogo fue publicado por primera vez, se consignaba que la traducción al hebreo sería dada a la estampa en Jerusalén por Stybel. En realidad, esa traducción sólo apareció en 1939, publicada por Kirjeith Zefer.])
Ninguno de los lectores de este libro podrá ponerse con facilidad en la situación afectiva del autor, quien no comprende la lengua sagrada, se ha enajenado por completo de la religión paterna -como de toda otra-, no puede simpatizar con ideales nacionalistas y, sin embargo, nunca ha desmentido la pertenencia a su pueblo, siente su especificidad de judío y no abriga deseos de cambiarla. Si se le preguntara: «¿Qué te queda entonces de judío, si has resignado todas esas relaciones de comunidad con tus compatriotas?», respondería: «Todavía mucho, probablemente lo principal». Pero en el presente no podría verter eso esencial con palabras claras. Es seguro que alguna vez lo conseguirá una intelección científica.
Para un autor así, es una particularísima vivencia que su libro se traduzca a la lengua hebraica y se ponga en manos de lectores que tienen a ese idioma histórico como lengua viva; y que esto se haga con un libro que trata sobre el origen de la religión y la moralidad, aunque es ajeno a puntos de vista judíos y no establece restricción alguna en beneficio del judaísmo. Pero el autor espera coincidir con sus lectores en el convencimiento de que la ciencia sin prejuicios no puede permanecer fuera del espíritu del nuevo judaísmo.
Viena, diciembre de 1930
El horror al incesto
De los estados de desarrollo por los cuales atravesó el hombre de la prehistoria tenemos noticia merced a los monumentos y útiles inanimados que nos legó, a los conocimientos que sobre su arte, su religión y su concepción de la vida hemos recibido de manera directa o mediante la tradición contenida en sagas, mitos y cuentos tradicionales, y a los relictos que de su modo de pensar perduran en nuestros propios usos y costumbres. Pero, además, él es todavía en cierto sentido nuestro contemporáneo; viven seres humanos que, según creemos, están todavía muy próximos, mucho más que nosotros, a los primitivos, y en quienes vemos entonces los retoños directos y los representantes de los hombres tempranos. Tal es el juicio que formulamos acerca de los pueblos llamados salvajes y semisalvajes, cuya vida anímica cobra particular interés si nos es lícito discernirla como un estadio previo bien conservado de nuestro propio desarrollo.
Si esa premisa es correcta, una comparación entre la «psicología de los pueblos naturales», tal como nos la enseña la etnología, con la psicología del neurótico, que se nos ha vuelto familiar por obra del psicoanálisis, no podrá menos que revelarnos numerosas concordancias y permitirnos ver bajo nueva luz lo ya consabido en aquella y en esta.
Por razones intrínsecas y extrínsecas escojo para esta comparación las tribus que los etnógrafos han descrito como los salvajes más retrasados y menesterosos: los pobladores primordiales del continente más joven, Australia, que también en su fauna nos ha conservado tantos rasgos arcaicos, sepultados en otras partes.
Los pobladores primordiales de Australia son considerados como una raza particular que no presenta parentesco físico ni lingüístico con sus vecinos más cercanos, los pueblos melanesios, polinesios y malayos. No construyen casas ni chozas permanentes, no labran la tierra, no tienen otro animal doméstico que el perro; ni siquiera conocen el arte de la alfarería. Se alimentan exclusivamente de la carne de los animales que pueden cazar y de las raíces que desentierran. Desconocen reyes o príncipes, la asamblea de los hombres adultos decide en los asuntos comunes. Es harto dudoso que se les pueda atribuir unas huellas de religión en la forma de la veneración de seres superiores. Las tribus del interior del continente, que a consecuencia del clima desértico tienen que luchar con las más duras condiciones de vida, parecen ser, en todos sus rasgos, más primitivas que las que viven cerca de la costa.
De estos caníbales pobres y desnudos no esperaríamos, desde luego, que en su vida sexual observaran reglas éticas como las entendemos nosotros, o sea, que impusieran un alto grado de restricción a sus pulsiones sexuales. No obstante, nos enteramos de que se han fijado como meta, con el mayor cuidado y la severidad más penosa, evitar relaciones sexuales incestuosas. Y aun su íntegra organización social parece servir a este propósito o estar referida a su logro.
En lugar de las instituciones religiosas y sociales que les faltan, hallamos en los australianos el sistema del totemismo. Las tribus australianas se dividen en estirpes {Sippe} más pequeñas o clanes, cada uno de los cuales lleva el nombre de su tótem. Ahora bien, ¿qué es el tótem? Por regla general, un animal comestible, inofensivo, o peligroso y temido; rara vez una planta o una fuerza natural (lluvia, agua) que mantienen un vínculo particular con la estirpe entera. El tótem es en primer lugar el antepasado de la estirpe, pero además su espíritu guardián y auxiliador que le envía oráculos; aun cuando sea peligroso, conoce a sus hijos y es benévolo con ellos. Los miembros del clan totémico, por su parte, tienen la obligación sagrada, cuya inobservancia se castiga por sí sola, de no matar (aniquilar) a su tótem y de abstenerse de su carne (o del consumo posible). El carácter de tótem no adhiere a un individuo solo, sino a todos los de su especie. De tiempo en tiempo se celebran fiestas donde los miembros del clan totémico figuran o imitan, en danzas ceremoniales, los movimientos y cualidades de su tótem.
El tótem se hereda en línea materna o paterna; la primera variedad es posiblemente la originaria en todas partes y sólo más tarde fue relevada por la segunda. La pertenencia al tótem es la base de todas las obligaciones sociales del australiano; por una parte, prevalece sobre la condición de ser integrante de una misma tribu y, por la otra, relega a un segundo plano el parentesco de sangre.
El tótem no está ligado a un suelo ni a un lugar; los miembros del clan totémico viven separados unos de otros, y conviven pacíficamente con los seguidores de otros tótems.
Por último, hemos de mencionar aquella peculiaridad del sistema totemista en virtud de la cual reclama el interés también del psicoanalista. Casi en todos los lugares donde rige el tótem existe también la norma de que miembros del mismo tótem no entren en vínculos sexuales recíprocos, vale decir, no tengan permitido casarse entre sí. Es la exogamia, conectada con el tótem.
Es bien curiosa esta prohibición, de severo imperio. Nada de lo que llevábamos averiguado acerca del concepto o las propiedades del tótem la anunciaba; tampoco se comprende cómo se ha introducido en el sistema del totemismo. Por eso no nos asombra que muchos investigadores supongan, lisa y llanamente, que en su origen -en el comienzo de los tiempos y de acuerdo con su sentido- la exogamia nada tuvo que ver con el totemismo, sino que se le agregó, sin que mediasen profundos nexos, en algún momento en que resultaron necesarias unas limitaciones a los casamientos. Comoquiera que fuese, la unión de totemismo y exogamia existe y demuestra ser bien sólida.
Aclarémonos el significado de esta prohibición mediante algunas elucidaciones:
a. Su trasgresión no se deja librada, como ocurre con las otras prohibiciones totémicas (p. ej., la de matar al animal totémico), a un castigo del culpable que sobrevendría de un modo por así decir automático, sino que la tribu entera se la cobra de la manera más enérgica como si fuera preciso defender a la comunidad toda de un peligro que amenaza o de una culpa oprimente. Algunas líneas tomadas del libro de Frazer ya mencionado bastarán para evidenciar la seriedad con que semejantes faltas son tratadas por estos salvajes que, según nuestros patrones, carecería; de toda norma ética: «In Australia the regular penalty for sexual intercourse with a person of a forbidden clan is death. It matters not whether the woman be of the same local group or has been captured in war from another tribe; a man of the wrong clan who uses her as his wile is hunted down and killed by his clansmen, and so is the woman; tbough in some cases, if they succeed in eluding capture for a certain time, the ollence may be condoned. In the Ta-ta-thi tribe, New South Wales, in the rare cases which occur, the man is killed but the woman is only beaten or speared, or both, till she is nearly dead; the reason given for not actually killing her being that she was probably coerced. Even in casual amours the clan prohibitions are strialy observed; any violations ol these prohibitions «are regarded with the utmost abhorrence and are punished by death»».
b. Como este duro castigo se ejerce también contra amoríos pasajeros que no engendraron hijos, es improbable que la prohibición responda a otros motivos, por ejemplo de índole práctica.
c. Puesto que el tótem es hereditario y no se altera por casamiento, se echan de ver fácilmente las consecuencias de la prohibición, por ejemplo en caso de herencia matrilineal. Si el marido pertenece a un clan de tótem «Canguro» y su mujer al tótem «Emú», los hijos (varones y mujeres) serán todos Emú. De acuerdo con la regla totémica, a un hijo varón de este matrimonio se le vuelve imposible el comercio incestuoso con su madre y sus hermanas, las cuales, como él, son Emú.
d. Pero apenas hace falta un momento de reflexión para inteligir que la exogamia conectada con el tótem logra más, y por tanto se propone algo más, que prevenir el incesto con la madre y hermanas. También impide al varón la unión sexual con cualquier mujer de su propia estirpe, o sea, con cierto número de personas del sexo femenino que no son sus parientes consanguíneos, pero a quienes trata como si lo fueran. A primera vista no se advierte el justificativo psicológico de esta limitación enorme, que va mucho más allá de todo cuanto los pueblos civilizados conocen en este aspecto. Uno sólo cree comprender que el papel del tótem (animal) como antepasado es tomado bien en serio. Todos los que descienden del mismo tótem son parientes por la sangre, forman una familia, y en esta aun los grados de parentesco más distanciados se consideran un impedimento absoluto para la unión sexual.
Así pues, estos salvajes nos muestran un grado insólitamente alto de horror o sensibilidad al incesto, conectado con la peculiaridad, que no entendemos bien, de sustituir el parentesco consanguíneo real por el parentesco totémico. Pero no exageremos demasiado esta oposición; recordemos que la prohibición totémica incluye el incesto real como un caso especial.
¿De qué manera se ha llegado a sustituir la familia real y efectiva por la estirpe totémica? He aquí un enigma cuya solución acaso se obtenga junto con el esclarecimiento del tótem. Cabe reparar, en efecto, en que, dada una libertad para el comercio sexual que supere la barrera del matrimonio, la consanguinidad, y con ella la prevención del incesto, se volverán tan inciertas que la prohibición tendrá que aducir inevitablemente otro fundamento. Por eso no es superfluo apuntar que las costumbres de los australianos reconocen condiciones sociales y oportunidades festivas en que se infringe el privilegio matrimonial exclusivo de un hombre sobre una mujer.
El uso lingüístico de estas tribus australianas (así como el de la mayoría de las otras comunidades totémicas) exhibe una peculiaridad que sin ninguna duda se inserta en este nexo: los vínculos de parentesco de que se valen no toman en cuenta la relación entre dos individuos, sino entre un individuo y un grupo; según la expresión de L. H. Morgan [1877], pertenecen al «sistema clasificatorio ». Esto significa que un hombre llama «padre» no sólo a quien lo engendró, sino a cualquier otro hombre que de acuerdo con los estatutos tribales habría podido casarse con su madre y de ese modo ser su padre; y llama «madre» a cualquier mujer, no sólo a la que lo dio a luz, sino a todas las que sin violar las leyes tribales habrían podido serlo. Llama «hermano» y «hermana» no sólo a los hijos de sus verdaderos padres, sino a los hijos de todas las personas nombradas, que mantienen con él una relación parental de carácter grupal, etc. Por tanto, los nombres de parentesco que dos australianos se dan entre sí no necesariamente indican su parentesco consanguíneo, como debería ser según nuestro uso lingüístico; designan unos vínculos sociales, antes que físicos. Tenemos una aproximación a ese sistema clasificatorio entre los niños, cuando se los mueve a llamar «tío» o «tía» a los amigos o amigas de sus padres, o, en sentido traslaticio, cuando hablamos de «hermanos en Apolo» o «hermanas en Cristo».
La explicación de este uso lingüístico tan extraño para nosotros se obtiene fácilmente concibiéndolo como un resto y un indicio de aquella institución matrimonial que el reverendo L. Fison ha llamado «matrimonio por grupos», y cuya esencia consiste en que cierto número de hombres ejerce derechos maritales sobre cierto número de mujeres. Luego, los hijos de este matrimonio por grupos legítimamente se consideran hermanos entre sí, aunque no todos sean nacidos de la misma madre; y tienen por padres a todos los hombres del grupo.
Muchos autores, como Westermarck (1901), refutan las conclusiones que otros han extraído de la existencia del parentesco por grupos, pero los mejores conocedores de los salvajes australianos están de acuerdo en que los nombres de parentesco clasificatorios han de considerarse un relicto de los tiempos del matrimonio por grupos. Más aún: según Spencer y Gillen (1899 [pág. 64]), cierta forma del matrimonio por grupos subsiste todavía en las tribus de los urabunna y de los dieri. Así, el matrimonio por grupos habría precedido en estos pueblos al matrimonio individual, y no habría desaparecido sin dejar como secuela nítidas huellas en el lenguaje y las costumbres.
Ahora bien, sustituyamos el matrimonio individual por el matrimonio por grupos; así se nos vuelve comprensible la aparente desmesura de la evitación del incesto que nos sorprendiera en esos mismos pueblos. La exogamia totémica, la prohibición del comercio sexual entre miembros del mismo clan, se nos aparece como el recurso más adecuado para prevenir el incesto grupal, que luego resultó fijado y sobrevivió largo tiempo a su motivación.
Sí de este modo creemos haber entendido los motivos de las limitaciones al matrimonio entre los salvajes australianos, tenemos que saber todavía que las relaciones efectivas permiten discernir una complejidad mayor, desconcertante a primera vista. En efecto, son pocas las tribus de Australia que no muestren otra prohibición además de la barrera totémica. La mayoría están organizadas de tal modo que se descomponen en primer término en dos mitades, a las que se ha llamado «clases matrimoniales» (en inglés, «phratries» {«fratrías»} ). Cada una de estas clases matrimoniales es exógama e incluye una pluralidad de estirpes totémicas. Por lo general, se divide todavía en dos subclases («subphratries» {«subfratrías»} ), y la tribu entera, por tanto, en cuatro; así, las subclases están situadas entre las fratrías y !as estirpes totémicas.
He aquí el aspecto del esquema típico, que en la realidad se da muy a menudo, de la organización de una tribu australiana:
Las doce estirpes totémicas se subordinan a cuatro subclases y dos clases. Todas las divisiones son exógamas. La subclase c forma una unidad exógama con la e, y la subclase d con la f. El resultado, vale decir, la tendencia de estas instituciones, es indudable: por este camino se limitan todavía más la elección de cónyuge y la libertad sexual. Si sólo existieran las doce estirpes totémicas, un miembro de una de ellas -bajo la premisa de que cada estirpe constara de igual número de individuos- tendría permitido elegir entre el 11/12 de las mujeres de la tribu entera. La existencia de las dos fratrías limita este número a 6/12 = 1/2; un hombre del tótem a sólo puede tomar por esposa a una mujer de las estirpes 1 a 6. Y al introducirse las dos subclases, la elección se reduce a los 3/12 = 1/4; un hombre del tótem et tiene que limitar su elección matrimonial a las mujeres de los tótems 4, 5 y 6.
Los nexos históricos entre las clases matrimoniales -en algunas tribus hay hasta nueve- y las estirpes totémicas son enteramente oscuros. Sólo se advierte que esas instituciones quieren obtener lo mismo que la exogamia totémica, y aun aspiran a conseguir más. Pero mientras que la exogamia totémica hace la impresión de un estatuto sagrado nacido no se sabe cómo, o sea, de una costumbre, las complicadas instituciones de las clases matrimoniales, sus subdivisiones y las condiciones a ellas enlazadas parecen surgidas de una legislación guiada por fines concientes, que quizá retomó la tarea de prevenir el incesto porque el influjo del tótem se relajaba. Y en tanto que el sistema totémico es, como sabemos, la base de todas las otras obligaciones sociales y limitaciones éticas de la tribu, el significado de las fratrías se agota en general en la regulación de la elección matrimonial, que se propone establecer.
En la ulterior conformación del sistema de las clases matrimoniales se evidencia un afán por ir más allá de la prevención del incesto natural y grupal, prohibiendo el matrimonio entre parientes grupales más distanciados; se asemeja en esto a lo que hizo la Iglesia Católica al extender a ¡os primos la prohibición de casarse entre sí, que desde siempre regía para los hermanos, e inventar, además, el grado de parentesco espiritual [padrinos y ahijados]. (Lang, 1910-11 [pág. 87].)
Ayudaría poco a nuestro interés que nos empeñáramos en entrar más a fondo en las discusiones extraordinariamente enredadas, y no aclaradas, sobre el origen y el significado de las clases matrimoniales, así como sobre su nexo con el tótem. Para nuestros fines nos basta señalar el gran cuidado que ponen los australianos y otros pueblos salvajes en prevenir el incesto. Diríamos que ellos son más susceptibles que nosotros ante el incesto. Es probable que la tentación de ellos sea mayor, y por eso les haga falta una protección más amplia.
Ahora bien, el horror de estos pueblos al incesto no se conforma con erigir las instituciones que hemos descrito, que parecen apuntar sobre todo al incesto grupal. Hay que añadir la existencia de una serie de «costumbres» que previenen el comercio individual entre parientes cercanos en el sentido en que nosotros entendemos esto último, observadas con una severidad directamente religiosa, y acerca de cuyo propósito no podemos abrigar dudas. A esas costumbres o prohibiciones normativas podemos llamarlas «evitaciones» («avoidances»). Su difusión rebasa en mucho a los pueblos totemistas australianos. Pero también en este punto me veo precisado a rogar al lector conformarse con un escorzo fragmentario tomado de un rico material.
Entre los melanesios, esas prohibiciones limitadoras apuntan al comercio entre el muchacho varón con su madre y hermanas. Por ejemplo, en la isla de Lepers, una de las Nuevas Hébridas, a partir de cierta edad el muchacho abandona la casa materna y se muda a la «casa-club», donde a partir de entonces suele dormir y tomar sus comidas. Es cierto que todavía tiene permitido visitar su casa para pedir alimento; pero si su hermana está en ella, tiene que alejarse sin haber comido; en caso de que no esté allí ninguna de sus hermanas, puede sentarse a comer cerca de la puerta. Si hermano y hermana se encuentran casualmente por el campo, ella debe alejarse corriendo o esconderse. Si en unas huellas marcadas en la arena el muchacho reconoce las de su hermana, no las seguirá, como tampoco ella las de él. Más todavía: ni siquiera pronunciará su nombre, y se guardará de usar una palabra corriente que esté contenida como parte de aquel. Esa evitación, que comienza con la ceremonia de la pubertad, dura toda la vida. La reserva mantenida entre una madre y su hijo varón aumenta con los años; por lo demás, es sobre todo asunto de ella. Si le ofrece algo de comer, no se lo alcanza ella misma, se lo deja delante; no se dirige a él en forma familiar, sino que -de acuerdo con nuestro uso lingüístico- lo trata de «usted», no de «tú».
Parecidos hábitos privan en Nueva Caledonia. Si hermano y hermana se encuentran, ella se refugia en la maleza y él sigue de largo sin volver la cabeza.
En la península de Gazelle, en Nueva Bretaña, una hermana ya no puede dirigir la palabra a su hermano después del casamiento de ella; tampoco pronuncia ya su nombre, sino que lo designa mediante un circunloquio.
En Nueva Mecklemburgo, primo y prima (aunque no de cualquier tipo) están afectados por esas limitaciones, lo mismo que hermano y hermana. No pueden acercarse uno al otro, ni darse la mano, ni hacerse regalos; sin embargo, pueden hablarse a unos pasos de distancia. El castigo por el incesto con una hermana es ser ahorcado.
En las islas Fiji, estas reglas de evitación son particularmente severas; no recaen sólo sobre las hermanas consanguíneas; también sobre las grupales. Tanto más raro nos suena enterarnos de que estos salvajes conocen orgías sagradas en las que justamente se busca la unión sexual entre estos grados prohibidos de parentesco; a menos que prefiramos, en vez de asombrarnos por esa oposición, recurrir a ella para explicar la norma prohibidora.
Entre los batta, de Sumatra, estas evitaciones afectan a todos los vínculos de parentesco próximo. Por ejemplo, para un batta sería en extremo chocante acompañar a su propia hermana a una tertulia. Un hermano batta se sentirá incómodo en compañía de su hermana, aun estando presentes otras personas. Si uno de ellos entra en la casa, la otra parte prefiere irse. Un padre no permanecerá solo en la casa con su hija, como no lo hará una madre con su hijo. El misionero holandés que nos informa sobre estas costumbres añade que, por desgracia, él no puede menos que considerarlas justificadas. En ese pueblo se supone, sin más, que el hecho de encontrarse solos un hombre con una mujer lleva a una intimidad indebida, y puesto que ellos esperan del comercio entre parientes consanguíneos todos los castigos y malas consecuencias posibles, hacen bien en evitar cualquier tentación mediante esas prohibiciones.
Entre los barongo de la Bahía de Delagoa, en Sudáfrica, rigen, cosa asombrosa, los más severos preceptos respecto de la concuñada, la mujer del hermano de la esposa propia. Si un hombre encuentra en alguna parte a esta persona para él peligrosa, la evita con cuidado. No se atreve a comer del mismo plato con ella, le dirige la palabra con temor, no osa entrar en su choza y sólo la saluda con temblor osa voz.
Entre los alcamba (o walcamba), del Africa Oriental Inglesa, rige una evitación que uno esperaría hallar más a menudo. Una muchacha, entre su pubertad y su casamiento, tiene que poner cuidado en rehuir a su padre. Se esconde si lo encuentra por la calle, nunca intenta sentarse junto a él y se comporta de este modo hasta el momento de sus esponsales. Después de casada, ya no tiene impedimento alguno para tratar con su padre.
La evitación que es con mucho la más difundida, severa e interesante para los pueblos civilizados es la que limita el trato entre un hombre y su suegra. Rige universalmente entre los australianos, pero también entre los melanesios, polinesios y los pueblos negros del Africa hasta donde llegan las huellas del totemismo y del parentesco por grupos, y probablemente aún más allá. En muchos de estos pueblos existen parecidas prohibiciones al trato inocente de una mujer con su suegro; empero, ni de lejos son tan constantes y serias. En casos aislados, ambos suegros son objeto de la evitación. Como nos interesa menos la difusión etnográfica que el contenido y el propósito de la evitación de la suegra, también aquí me limitaré a mencionar unos pocos ejemplos.
En las Islas de Banks, «estos mandamientos son muy estrictos y de penosa observancia. Un hombre tiene que evitar la proximidad de su suegra, y ella la de él. Si por casualidad se encuentran en una senda, la mujer se aparta y le da la espalda hasta que él ya ha pasado, o él hace lo mismo.
»En Vanua Lava (Port Patteson), un hombre ni siquiera echará a andar por la playa detrás de su suegra hasta que la marca alta no haya borrado las huellas que los pasos de ella dejaron sobre la arena. No obstante, pueden dirigirse la palabra a cierta distancia. Está por completo excluido que él mencione alguna vez el nombre de su suegra, o ella el de su yerno».
En las Islas Salomón, el hombre desde su matrimonio no tiene permitido ni ver a su suegra ni hablarle. Si la encuentra, no deja entender que la conoció, sino que se aleja a todo correr para esconderse.
Entre los cafres zulúes, «la costumbre exige que un hombre se avergüence de su suegra y haga todo lo posible para evitar su compañía. No entra en la choza donde ella está y, si se encuentran, ella o él se apartan. Por ejemplo, ella se esconde tras unas matas mientras él mantiene el escudo ante su cara. Cuando no pueden evitarse y la mujer no tiene otra cosa para ocultarse, se ata al menos un haz de pasto en torno de la cabeza a fin de cumplir con el ceremonial. El trato entre ellos debe realizarse por los buenos oficios de un tercero, o tienen permitido darse voces a distancia si entre ambos hay alguna barrera, por ejemplo el foso del krual. Ninguno de ellos puede pronunciar el nombre del otro». (Frazer, 1910, 2, pág. 385.)
Entre los basoga, una tribu negra de las fuentes del Nilo, un hombre sólo puede dirigir la palabra a su suegra si ella se encuentra en otra habitación de la casa y él no la ve. Por otra parte, este pueblo aborrece tanto el incesto que no deja de castigarlo siquiera en los animales domésticos. (Frazer, 1910, 2, pág. 461.)
Mientras que el propósito y la intencionalidad de las otras evitaciones entre parientes cercanos no admiten duda ninguna, de suerte que todos los observadores los conciben como unas medidas protectoras contra el incesto, numerosos autores han dado una interpretación diversa de las prohibiciones que afectan al trato con la suegra. Con todo derecho pareció incomprensible que esos pueblos mostraran tanta angustia ante la tentación que un hombre sentiría en presencia de una mujer anciana que podría ser su madre, sin serlo de hecho. (Crawley, 1902, pág. 405.)
Igual objeción ha merecido la concepción de Fison [Fison y Howitt, 1880, pág. 1041, quien hizo notar que ciertos sistemas de clases matrimoniales presentaban una laguna, a saber, no impedían teóricamente el matrimonio entre un hombre y su suegra; por eso -sostuvo- había hecho falta una medida especial para evitar esa posibilidad.
Sir John Lubbock ( 1870 [págs. 84-5]) reconduce el comportamiento de la suegra hacia su yerno al antiguo matrimonio por rapto («marriage by capture»). «Mientras el rapto de la esposa existió de hecho, la indignación de los padres fue también bastante seria. Y cuando de esta forma de matrimonio sólo sobrevivieron unos símbolos, también se simbolizó aquella indignación, y esta costumbre perdura aun luego de olvidado su origen». A Crawley [1902, pág. 406] le resulta fácil mostrar cuán poco compatible con el detalle de los hechos observados es este intento de explicación.
A juicio de E. B. Tylor [1889, págs. 246-7], el trato que la suegra dispensa a su yerno es simplemente una forma de «no admisión» («cutting») en la familia de la esposa; el marido es considerado como un extraño hasta que nace el primer hijo. Sin embargo, y aun prescindiendo de los casos en que esta última condición no cancela la norma prohibidora, la explicación de Tylor está expuesta a objeciones: no ilumina el hecho de que la costumbre recaiga sobre el vínculo entre yerno y suegra, vale decir, la explicación descuida el factor sexual; además, no da razón de ese horror que merece el calificativo de sagrado y se expresa en los mandamientos de evitación. (Crawley, 1902, pág. 407.)
Una mujer zulú a quien le preguntaron por el fundamento de la prohibición adujo un motivo de ternura: «No está bien que él vea los pechos que amamantaron a su esposa».
Como es notorio, también en los pueblos civilizados el vínculo entre yerno y suegra es uno de los aspectos más espinosos de la organización familiar. Es cierto que la sociedad de los pueblos blancos de Europa y Norteamérica ya no les prescribe mandamientos de evitación, pero a menudo se evitarían muchas querellas y disgustos si estos subsistieran como una costumbre y los individuos no se vieran precisados a erigirlos de nuevo. A muchos europeos acaso les parezca un acto de alta sabiduría el de los pueblos salvajes que, con sus mandamientos de evitación, han excluido de antemano toda inteligencia posible entre esas dos personas que adquirieron tan cercano parentesco. No hay duda de que en la situación psicológica de suegra y yerno esta’ contenido algo que promueve la hostilidad entre ellos y obstaculiza su convivencia. El hecho de que el gracejo {Witz} de los pueblos civilizados haya tomado como objeto predilecto el tema de la suegra indica, a mi parecer, que las relaciones de sentimiento entre ambos conllevan además unos componentes que entran en aguda oposición. Opino que ese vínculo es en verdad «ambivalente», compuesto de mociones encontradas, tiernas y hostiles.
Cierto sector de estas mociones es bien evidente: De parte de la suegra, la aversión a renunciar a su posesión sobre la hija, la desconfianza hacia el extraño a quien la entrega, la tendencia a afirmar una posición dominante a que se había acostumbrado en su propia casa. Y de parte del hombre, la decisión de no subordinarse más a ninguna voluntad ajena, los celos hacia todas las personas que poseyeron antes que él la ternura de su mujer y -last not least- la aversión a que le empañen la ilusión de la sobrestimación sexual. Es que este efecto le produciría las más de las veces la persona de la suegra, quien por tantos rasgos comunes le recuerda a la hija, pero ha perdido todos los encantos de juventud, belleza y frescura psíquica que a sus ojos confieren valor a su esposa.
Ahora bien, podemos agregar todavía otros motivos merced a la noticia que sobre unas mociones anímicas escondidas nos procura la indagación de seres humanos individuales. Toda vez que la mujer deba satisfacer sus necesidades psicosexuales en el matrimonio y la vida familiar, siempre la amenazará el peligro de quedar insatisfecha por el término prematuro del vínculo conyugal o por la esterilidad de su propia vida afectiva. La madre que envejece se protege de ese peligro por empatía con sus hijos, identificándose con ellos, haciendo suyas sus vivencias afectivas. Se acostumbra decir que los padres permanecen jóvenes junto a sus hijos; y esta es, de hecho, una de las ganancias anímicas más valiosas que obtienen de ellos. Así, en caso de no haber hijos, falta una de las mejores posibilidades de lograr la resignación requerida para el propio matrimonio. Esta empatía de la madre con su hija la lleva fácilmente a coenamorarse del hombre a quien esta ama, lo cual, en casos agudos, y a consecuencia de la fuerte revuelta contra esa disposición de los sentimientos, lleva a contraer formas graves de neurosis. De cualquier modo, es muy común en la suegra la tendencia a ese enamoramiento, y este mismo, o la aspiración que trabaja en sentido contrapuesto, se suman al alboroto de las fuerzas que libran combate en el interior de su alma. Harto a menudo es dirigido al yerno, en efecto, el componente no tierno, sádico, de la excitación amorosa, a fin de sofocar tanto mejor al componente tierno, prohibido.
En el hombre, el vínculo con la suegra es complicado por parecidas mociones, que, empero, provienen de otras fuentes. La vía de la elección de objeto lo ha llevado hasta su objeto de amor, por regla general, a través de la imagen de su madre y quizá también de su hermana; a consecuencia de la barrera del incesto, su predilección {Vorfiebe; «amor previo»} se ha deslizado desde esas personas queridas de la infancia hasta parar en un objeto ajeno, imagen especular de aquellas. En lugar de su madre propia, y madre de su hermana, ahora ve entrar en escena a su madre política; así desarrolla una tendencia a recaer en la elección de su prehistoria, pero todo en su interior se revuelve contra ello. Su horror al incesto pide que no se le recuerde la genealogía de su elección de objeto; la actualidad de la madre política, a quien no ha conocido desde siempre como a la madre de suerte que su imagen en lo inconciente pudiera guardarse intacta, le facilita la desautorización. Una tendencia a la quisquillosidad y al desaire, que viene a sumarse a la mezcla de sentimientos, nos permite conjeturar que la suegra constituye de hecho una tentación incestuosa para el yerno; por lo demás, no es raro que un hombre se enamore manifiestamente de quien luego será su suegra, antes que su inclinación migre a la hija.
Por lo que veo, nada nos impide suponer que es justamente este factor del vínculo, el factor incestuoso, el que ha motivado la evitación entre yerno y suegra entre los salvajes. Por eso, para esclarecer estas «evitaciones», que son de tan severa observancia en estos pueblos primitivos, preferiríamos la opinión, manifestada originariamente por Fison [cf. AE, 13, pág. 23], según la cual en estos preceptos no ha de verse más que una protección frente al incesto posible. Y lo mismo valdría para todas las otras evitaciones entre parientes por consanguinidad o por alianza. Sólo subsiste la diferencia de que en el primer caso el incesto es directo y el propósito de prevenirlo pudo ser conciente; en el otro caso, incluido el vínculo con la suegra, el incesto sería una tentación fantaseada, mediada por unos eslabones intermedios inconcientes.
En las precedentes consideraciones hemos tenido poca oportunidad de mostrar que los hechos de la psicología de los pueblos pueden verse con nueva inteligencia merced a la aplicación del abordaje psicoanalítico; en efecto, hace tiempo que el horror de los salvajes al incesto se ha discernido como tal, y no requiere más interpretación. Lo que nosotros podemos añadir para apreciarlo es este enunciado: se trata de un rasgo infantil por excelencia, y de una concordancia llamativa con la vida anímica del neurótico. El psicoanálisis nos ha enseñado que la primera elección de objeto sexual en el varoncito es incestuosa, recae sobre los objetos prohibidos, madre y hermana; y también nos ha permitido tomar conocimiento de los caminos por los cuales él se libera, cuando crece, de la atracción del incesto. Ahora bien, el neurótico representa {repräsentieren} para nosotros, por lo común, una pieza del infantilismo psíquico; no ha conseguido librarse de las constelaciones pueriles de la psicosexualidad, o bien ha regresado a ellas (inhibición del desarrollo y regresión). En su vida anímica inconciente, pues, las fijaciones incestuosas de la libido siguen desempeñando -o han vuelto a desempeñar- un papel principal. Por eso hemos llegado a proclamar como el complejo nuclear de la neurosis el vínculo con los padres, gobernado por apetencias incestuosas. El descubrimiento de esta significación del incesto para la neurosis choca, desde luego, con la más universal incredulidad en las personas adultas y normales; idéntica desautorización oponen también, por ejemplo, a los trabajos de Otto Rank [v. gr., 1907 y 1912c], que prueban, en escala cada vez más vasta, en cuán grande medida el tema del incesto se sitúa en el centro del interés poético y brinda a la poesía su material en incontables variaciones y desfiguraciones. Nos vemos constreñidos a creer que aquella desautorización es sobre todo un producto de la profunda aversión del ser humano a sus propios deseos incestuosos de antaño, caídos luego bajo la represión. Por eso no carece de importancia que los pueblos salvajes puedan mostrarnos que también sienten como amenazadores, y dignos de las más severas medidas de defensa, esos deseos incestuosos del ser humano, más tarde destinados a la condición de inconcientes {Unbewusstheit}.
El tabú y la ambivalencia de las mociones de sentimiento
Animismo, magia y omnipotencia de los pensamientos
El retorno del totemismo en la infancia
Apéndice: Escritos de Freud que versan sobre antropología social, mitología e historia
de las religiones