Sobre la teoría
Algunos caracteres generales de las formaciones obsesivas. Mi definición de las representaciones obsesivas, dada en 1896, según la cual son unos «reproches mudados, que retornan de la represión {esfuerzo de desalojo} y están referidos siempre a una acción de la infancia, una acción sexual realizada con placer», me parece hoy formalmente objetable, por más que esté compuesta con los mejores elementos. Muestra un excesivo empeño unificador, y toma como modelo a los propios enfermos obsesivos, que, con su peculiar inclinación a lo impreciso, mezclan las más diversas formaciones psíquicas bajo el título de «representaciones obsesivas». De hecho, es más correcto hablar de un «pensar obsesivo» y poner de relieve que los productos obsesivos pueden tener el valor de los más diferentes actos psíquicos. Cabe definirlos como deseos, tentaciones, impulsos, reflexiones, dudas, mandamientos y prohibiciones. Los enfermos se afanan en general por atemperar tales definiciones y por designar como «representación obsesiva» el contenido despojado de su índice de afecto. Ejemplo de ese tratamiento para un deseo, que se rebajaría a mera «conexión de pensamiento», es el que nos ofrece nuestro paciente en una de las primeras sesiones. Uno se ve obligado a confesar enseguida que hasta ahora no ha podido apreciarse de manera conveniente ni siquiera la fenomenología del pensar obsesivo. En la lucha defensiva secundaria que el enfermo libra contra las «representaciones obsesivas» que se han filtrado en su conciencia se producen formaciones que merecen una denominación particular. Piénsese, por ejemplo, en las series de pensamientos que ocupaban a nuestro paciente durante su viaje de regreso desde las maniobras militares. No son argumentos puramente racionales los que se contraponen a los pensamientos obsesivos, sino, por así decir, unos mestizos entre ambas variedades del pensar: hacen suyas ciertas premisas de lo obsesivo a lo cual combaten y se sitúan (con los recursos de la razón) en el terreno del pensar patológico. Creo que tales formaciones merecen el nombre de «delirios» {«Delirie»}. Un ejemplo, que ruego se inserte donde corresponde en el historial clínico, aclarará el distingo. Cuando nuestro paciente, en el curso de su estudio, se hubo dedicado un tiempo a aquel loco accionar que hemos descrito, trabajando hasta bien entrada la noche para después abrir las puertas al espectro del padre, y mirar luego sus genitales en el espejo, procuró rectificarse con esta amonestación: «¡Qué diría el padre si realmente viviera todavía!». Pero este argumento no produjo resultado alguno mientras se lo presentó en esa forma racional; la fantasmagoría sólo cesó después que hubo puesto la misma idea en la forma de una amenaza deliriosa {deliriös}: Si volv ía a perpetrar ese desatino, al padre le pasaría algo malo en el más allá. El valor del distingo, con toda seguridad justificado, entre lucha defensiva primaria y secundaria se ve inesperadamente limitado por el discernimiento de que los enfermos no tienen noticia del texto de sus propias representaciones obsesivas. Suena paradójico, pero tiene su buen sentido. En efecto, en el circuito de un psicoanálisis crece no sólo el coraje del enfermo, sino, por así decir, también el de su enfermedad; esta se atreve a dar unas exteriorizaciones más nítidas. Para abandonar la figuración por imágenes: ocurre sin duda que el enfermo, quien hasta entonces se había extrañado {abwenden} con terror de la percepción de sus producciones patológicas, les presta ahora su atención y se entera de ellas con más nitidez y detalle. Además, por dos particulares caminos se adquiere una noticia más precisa sobre las formaciones obsesivas. En primer lugar, uno hace la experiencia de que los sueños pueden brindar el genuino texto de un mandamiento obsesivo, etc., que en la vigilia devino consabido sólo de manera mutilada y desfigurada, como en un telegrama deformado. Estos textos añoran en el sueño como dichos, contrariando la regla de que unos dichos en el sueño provienen de dichos diurnos. En segundo lugar, en la indagación analítica de un historial clínico se adquiere el convencimiento de que a menudo varias representaciones obsesivas que se siguen unas a otras, pero cuyo texto no es idéntico, son en el fondo una y la misma. La representación obsesiva fue rechazada logradamente la primera vez, retorna entonces otra vez en forma desfigurada, no es discernida, y quizás a causa de su desfiguración, justamente, puede afirmarse mejor en la lucha defensiva. Pues bien, la correcta es la forma originaría, que con frecuencia deja discernir su sentido sin velo alguno. Tras esclarecer laboriosamente una idea obsesiva no entendida, no es raro oír del enfermo que una ocurrencia, deseo o tentación como los construidos se presentaron en realidad una vez, antes de la idea obsesiva, pero no se mantuvieron. Por desdicha, los ejemplos de ello tomados del historial de nuestro paciente exigirían entrar en detalles de prolijidad excesiva. La oficialmente llamada «representación obsesiva» lleva entonces, en su desfiguración respecto del texto original, las huellas de la lucha defensiva primaria. Ahora bien, su desfiguración la hace viable, pues el pensar conciente es constreñido a incurrir respecto de ella en un malentendido, como le ocurre con el contenido del sueño, que, siendo ya un producto de compromiso y desfiguración, es luego también mal entendido por el pensar conciente. Pero el malentendido del pensar conciente se puede demostrar no sólo en las ideas obsesivas mismas, sino también en los productos de la lucha defensiva secundaria; por ejemplo, en las fórmulas protectoras. Para esto puedo traer dos buenos ejemplos. Nuestro paciente empleaba como fórmula defensiva un «aber» {«pero»} pronunciado con rapidez, acompañado de un movimiento de rechazar con la mano. Pues bien, contó que esta fórmula se le había alterado en el último tiempo; ya no decía «áber» {con el acento correcto}, sino «abér». Inquirido por la razón de ese ulterior desarrollo, indicó que la «e» muda de la segunda sílaba no le daba seguridad ninguna contra la temida intromisión de algo ajeno y opuesto, y por eso se resolvió a acentuar la «e». Tal esclarecimiento, dado bien en el estilo de la neurosis obsesiva, demostró ser empero desacertado; a lo sumo podía reclamar el valor de una racionalización. En realidad, el «abér» era una asimilación a «Abwehr» {«defensa»}, término de que él tenía noticia por las pláticas teóricas sobre el psicoanálisis. Así, la cura había sido empleada, de manera abusiva y deliriosa, para reforzar una fórmula defensiva. Otra vez habló de su principal palabra ensalmadora, que, para defenderla contra toda asechanza, había compuesto a partir de las letras iniciales de las más salutíferas plegarias, proveyéndola de un «amen» como apéndice. No puedo trascribir aquí la palabra misma, por razones que enseguida se sabrán. En efecto, cuando me enteré de ella, no pude menos que notar que era más bien un anagrama del nombre de su admirada dama; este nombre contenía una «S» que él había puesto al final, e inmediatamente antes del «amen» añadido. Por ende, tendríamos derecho a decir que él había… juntado su semen {Samen, en alemán} con la amada, o sea, se había masturbado con su persona en la representación. Sin embargo, él mismo no había advertido este flagrante nexo; la defensa se había dejado burlar por lo reprimido. Un buen ejemplo, además, de la tesis que dice que, con el tiempo, aquello sobre lo cual recae la defensa consigue abrirse paso en aquello mismo mediante lo cual la defensa actúa. Si se afirma que los pensamientos obsesivos experimentan una desfiguración semejante a la de los pensamientos oníricos antes que devengan el contenido del sueño, es natural que nos interese la técnica de esa desfiguración, y nada impediría explicitar sus diversos recursos en una serie de ideas obsesivas traducidas y entendidas. No obstante, tampoco sobre esto, dadas las condiciones de esta publicación, puedo dar más que algunos ejemplos. No todas las ideas obsesivas de nuestro paciente eran de tan compleja edificación y de aclaración tan difícil como la gran representacíón de las ratas. En otras se había empleado una técnica muy simple, la de la desfiguración por omisión -elipsis-, de tan exquisita aplicación en el chiste, pero también aquí obraba como recurso protector contra la inteligencia. Una de sus ideas obsesivas más antiguas y predilectas (cuyo valor era el de una admonición o advertencia) rezaba, por ejemplo: «Si yo me caso con la dama, a mi padre le sucede una desgracia (en el más allá) ». Intercalando el eslabón intermedio que se ha saltado, y que conocimos por el análisis, la ilación de pensamiento reza: «Si mi padre viviera, mi designio de casarme con la dama lo enfurecería tanto como aquella vez en la escena infantil, y yo volvería a ser presa de la ira y le desearía toda clase de males, los que no podrían menos que cumplirse en él en virtud de la omnipotencia de mis deseos». He aquí otro caso de resolución elíptica, de igual modo una advertencia o una prohibición ascética. Tenía una deliciosa sobrinita, a quien amaba mucho. Un día le vino la idea:, «Si te permites un coito, a Ella le sucederá una desgracia (se morirá)». Introduzcamos lo omitido: «A cada coito, aun con una extraña, no podrás menos qué pensar que el comercio sexual en tu matrimonio nunca producirá un hijo (la esterilidad de su amada). Eso te pesará tanto que te pondrás envidioso por la pequeña Ella y no le consentirás el hijo a tu hermana. Y estas mociones de envidia por fuerza provocarán la muerte de la pequeña». La técnica de desfiguración por elipsis parece ser típica de la neurosis obsesiva; he tropezado, con ella también en los pensamientos obsesivos de otros pacientes. De particular trasparencia, e interesante en virtud de cierta semejanza con la estructura de la representación de las ratas, fue el caso de una dama que padecía, en lo esencial, de acciones obsesivas. Estaba de paseo en Nuremberg con su marido, e hizo que él la acompañara a una tienda donde compraría diversos objetos para su hija, entre ellos un peine. El marido, a quien le pareció que ella tardaba mucho en escoger, indicó que por el camino había visto algunas monedas en casa de un anticuario, y quería comprarlas; tras la compra, pasaría a buscarla por la tienda. Ahora bien, según la estimación de ella, la tardanza de él fue excesiva. Cuando regresó, a la pregunta sobre dónde había estado respondió: «Pues en lo de aquel anticuario»; en ese mismo momento le entró a la mujer la martirizadora duda: ¿No había poseído desde siempre el peine comprado para la niña? Desde luego, no atinó a descubrir el simple nexo. Nosotros no tenemos más alternativa que declarar desplazada a esta duda, y construir así el pensamiento inconciente completo: «Si es verdad que sólo estuviste en casa del anticuario, si yo debo creer eso, entonces puedo creer igualmente que desde hace años poseo este peine que acabo de comprar». Por tanto, una equiparación, a modo de irónica soflama, parecida al pensamiento de nuestro paciente: «Sí, tan cierto como que los dos (padre y dama) pueden tener hijos, devolveré el dinero a A.». En el caso de la dama, la duda dependía de los celos, inconcientes en ella, que la llevaban a suponer que su marido había aprovechado el intervalo para una visita galante. No ensayaré en esta oportunidad una apreciación psicológica del pensar obsesivo. Arrojaría unos resultados de valor extraordinario y contribuiría a aclarar nuestras intelecciones sobre la esencia de lo conciente e inconciente más que el estudio de la histeria y de los fenómenos hipnóticos. Sería harto deseable que los filósofos y psicólogos, que de oídas o a partir de sus definiciones convencionales desarrollan agudas doctrinas sobre lo inconciente, se procuraran antes las impresiones decisivas en los fenómenos del pensar obsesivo; uno casi les pediría que lo hicieran, si no fuera tanto más fatigoso que las modalidades de trabajo con que están familiarizados. Sólo he de consignar, todavía, que a veces en la neurosis obsesiva los procesos anímicos inconcientes irrumpen en lo conciente en la forma más pura y menos desfigurada, que esa irrupción puede producirse desde los más diversos estadios del proceso de pensar inconciente, y que las representaciones obsesivas, en el momento de su irrupción, pueden discernirse las más de las veces como unas formaciones existentes desde hace mucho tiempo, De ahí el llamativo fenómeno de que el enfermo obsesivo, cuando se pesquisa con él la primera aparición de una idea obsesiva, se vea precisado a correrla de continuo hacia atrás en el curso del análisis, descubra para ella nuevas y nuevas primeras ocasiones. Algunas particularidades psíquicas de los enfermos obsesivos; su relación con la realidad, la superstición y la muerte. He de tratar aquí algunos caracteres anímicos de los enfermos obsesivos que en sí no parecen importantes, pero se sitúan en el camino hacia el entendimiento de lo más importante. En mi paciente eran muy manifiestos, pese a lo cual sé que no son imputables a su individualidad, sino a su padecer, y se los reencuentra en otros enfermos obsesivos de una manera totalmente típica. Nuestro paciente era supersticioso en alto grado, y ello a pesar de ser un hombre esclarecido, de elevada cultura y notable perspicacia, y de poder asegurar a veces que no tenía por verdadero nada de tales antiguallas. Por tanto, era supersticioso y al mismo tiempo no lo era, y así se distinguía nítidamente de los supersticiosos incultos, que no vacilan en su creencia. Parecía comprender que su superstición dependía de su pensar obsesivo, si bien a veces la profesaba por entero. Un comportamiento tan contradictorio y oscilante se aprehende mejor bajo; el punto de vista de cierto ensayo explicativo: no he vacilado en suponer que sobre estas cosas tenía dos convicciones diversas y contrapuestas, y no, por ejemplo, una opinión indecisa. Entre esas dos opiniones oscilaba, entonces, en una bien visible dependencia de toda su restante postura hacia su padecer obsesivo. Tan pronto se hacía dueño de una obsesión, ridiculizaba su credulidad con inteligencia superior, y nada que le ocurriera podía conmoverlo; y tan pronto volvía a caer bajo el imperio de una compulsión no solucionada -o su equivalente, una resistencia-, vivenciaba las más raras contingencias que venían en socorro de su convicción crédula. Su superstición era, sin embargo, la de un hombre culto, y prescindía de vulgaridades como la angustia ante el viernes, ante el número 13, etc. Pero creía en signos premonitorios, en sueños proféticos; siempre encontraba a las personas en quienes inexplicablemente acababa de pensar, o recibía una carta de alguien que tras larguísima pausa se le había aparecido de repente en recordación espiritual. En esto era lo bastante probo, o, más bien, fiel a su convicción oficial, como para no olvidar casos en que las más intensas vislumbres no habían terminado en nada; por ejemplo, cierta vez que, hallándose en un lugar de veraneo, dio en el presentimiento de que no regresaría con vida a Viena. Admitía, también, que la mayoría de los signos premonitorios recaían sobre cosas que no tenían ningún significado particular para su persona, y que, cuando topaba con un conocido en quien hacía mucho no pensaba y acababa de hacerlo pocos momentos antes, entre ese aparecido milagroso y él no ocurría nada más. Desde luego, tampoco podía poner en entredicho que todo lo sustantivo de su vida había sucedido sin signos premonitorios; así, por ejemplo, la muerte de su padre lo sorprendió sin sospecharla. Pero estos argumentos en nada modificaban la escisión de sus convicciones y sólo probaban el carácter obsesivo de su superstición, carácter que ya se discernía por las oscilaciones de esta, de igual sentido que la resistencia. Por supuesto, yo no estaba en condiciones de esclarecer con arreglo a la ratio todas sus más antiguas historias milagrosas, pero, en cuanto a parecidas cosas ocurridas durante el período del tratamiento, pude demostrarle que él mismo participaba de continuo en la fabricación de los milagros, así como los medios de que para ello se valía. Trabajaba con la visión y lectura indirectas, con el olvido y, sobre todo, con espejismos de la memoria. Al final él mismo me ayudó a descubrir los pequeños trucos de prestidigitador mediante los cuales se hacían esos milagros. Como una interesante raíz infantil de su creencia en el cumplimiento de presagios y predicciones, se ofreció cierta vez el recuerdo de que muy a menudo su madre, cuando debía escogerse un plazo, había dicho: «Ese o esotro día no puedo, pues tendré que guardar cama». ¡Y realmente todas las veces guardaba cama el día anunciado! Era inequívoco que tenía necesidad de hallar en el vivenciar esos puntos de apoyo para su superstición, y que por eso reparaba tanto en las consabidas casualidades inexplicables de la vida cotidiana y, cuando estas no bastaban, acudía en su ayuda con su obrar inconciente. He hallado esta necesidad en otros enfermos obsesivos y la conjeturo en muchos más. Me parece perfectamente explicable a partir del carácter psicológico de la neurosis obsesiva. Como antes lo expuse, en esta perturbación la represión {esfuerzo de desalojo} no se produce por amnesia, sino por desgarramiento de nexos causales a consecuencia de una sustracción de afecto. Sin embargo, a estos vínculos reprimidos parece restarles una cierta virtud admonitoria -que en otro lugar he comparado con una percepción endopsíquica de esa suerte son introducidos en el mundo exterior por el camino de la proyección, y allí dan testimonio de lo interceptado en lo psíquico. Otra necesidad anímica común a los enfermos obsesivos que tiene cierto parentesco con la recién mencionada, y cuya persecución nos lleva a las profundidades del estudio de las pulsiones, es la de la incertidumbre en la vida, o de la duda. La producción de la incertidumbre es uno de los métodos que emplea la neurosis para sacar al enfermo de la realidad y aislarlo del mundo, lo cual constituye, por cierto, la tendencia de toda perturbación psiconeurótica. También aquí es harto nítido lo mucho que los enfermos ponen de sí para esquivar una certidumbre y poder aferrarse a una duda; y hasta en algunos esa tendencia encuentra viva expresión en su aversión a… los relojes, que por lo menos certifican las marcas del tiempo, así como en todos los artificios que ejecutan inconcientemente para volver inocuo cualquier instrumento que excluya la duda. Nuestro paciente había desarrollado una particular habilidad para evitar noticias que le habrían facilitado tomar una decisión en su conflicto. Así, en cuanto a su amada, no estaba en claro sobre la circunstancia más decisiva para contraer matrimonio: supuestamente, no sabía decir quién la había operado, ni si le habían extirpado un ovario o ambos. Fue movido a recordar lo olvidado y a averiguar lo descuidado. La predilección de los enfermos obsesivos por la incertidumbre y la duda se les convierte en motivo para adherir sus pensamientos, preferentemente, a aquellos temas en que la incertidumbre de los hombres es universal, en que nuestro saber o nuestro juicio permanecen por fuerza expuestos a la duda. Esos temas son, sobre todo: la filiación paterna, la duración de la vida, la vida después de la muerte, y la memoria, a la que solemos prestar creencia sin poseer la menor garantía de su confiabilidad. De la incertidumbre de la memoria se sirve la neurosis obsesiva profusamente para la formación de síntoma; y pronto averiguaremos el papel que la duración de la vida y el más allá desempeñan en el contenido del pensar de los enfermos. Pero antes, como la transición más conveniente, me referiré a aquel rasgo de la superstición de nuestro paciente cuya mención en un pasaje anterior sin duda habrá provocado extrañeza en más de un lector. Me refiero a la omnipotencia, por él aseverada, de sus pensamientos y sentimientos, de sus buenos y malos deseos. No es poca, en verdad, la tentación de declarar que esta idea es un delirio que rebasa la medida de la neurosis obsesiva; sin embargo, he hallado esta misma convicción en otro enfermo obsesivo restablecido desde hace largo tiempo y con un quehacer normal, y verdaderamente todos los enfermos obsesivos se conducen como si compartieran esa convicción. Será nuestra tarea esclarecer esa sobrestimación. Supongamos, sin más, que en esa creencia se confiesa sinceramente un fragmento de la antigua manía de grandeza de la infancia, y preguntemos a nuestro paciente en qué basa su convicción. Responde invocando dos vivencias. Cuando llegó por segunda vez a ese sanatorio de cura de aguas donde había experimentado la primera y única mejoría en su padecer, volvió a pedir la misma habitación que, por el lugar en que estaba situada, había propiciado sus relaciones con una de las enfermeras. Recibió esta respuesta: «Esa habitación está ya ocupada, un viejo profesor la tiene»; y, ante esa noticia que rebajaba mucho sus perspectivas de curación, él reaccionó con estas descomedidas palabras: «¡Que le dé un ataque de apoplejía!». Catorce días después se despertó turbado por la representación de un cadáver, y a la mañana se enteró de que al profesor realmente le había dado un ataque de apoplejía y lo habían llevado a la habitación más o menos en el momento en que él despertara. La otra vivencia se refería a una señorita mayor, muy menesterosa de amor, que le mostraba gran solicitud y cierta vez le preguntó directamente si él no podría quererla. Dio una respuesta esquiva; pocos días después se enteró de que la señorita se había arrojado por una ventana.
Continúa en ¨A propósito de un caso de neurosis obsesiva (1909). Sobre la teoría (Parte II)¨